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lunes, 16 de agosto de 2021

Recuerdos hilvanados (II)



En mi expediente laboral aparecía una carta, fechada en agosto de 1959, con papel timbrado del Partido Socialista Popular (PSP), en la cual Blas Roca Calderío decía que me conocía desde hacía tiempo (él quería poner desde que nací, pero a mí esa realidad no me gustó y lo cambió) y yo era una persona de toda moral y confianza. Esas dos cualidades valían antes y ahora, pero la plaza me la gané no porque era sobrina de la esposa de Blas ni porque mi padre habia sido su guardaespaldas durante más de veinte años. Tampoco decidió el hecho de haber nacido y crecido entre los comunistas del PSP. Me contrataron porque mecanografiaba con destreza, no tenía faltas de ortografía y sabía redactar cartas.

Al "tío Paco" le tecleé más porque era el secretario general y porque escribía como un condenado, en blocks pequeños, de papel gaceta, sin rayas, de ésos que costaban dos quilos en las quincallas. Tenía la letra pequeñita, pero legible y escribía parejito, como si pasara una línea.

Blas, Juan (Marinello) y Carlos (Rafael Rodríguez) eran los más exigentes. No admitían la más mínima chapucería. Tenía una buena goma Pelikan, pero ellos no me pasaban ni un borrón. Cuando me equivocaba tenía que repetir la hoja. Entonces no había esos papelitos para borrar -o sí, pero yo no los conocía. Por 46 pesos trabajaba de lunes a domingo, mañana, tarde, noche y madrugada si era preciso. Liu Shao Shi debió haber escrito un manual de cómo ser un buen explotador comunista.

En 1959, Blas decidió reeditar su libro Los fundamentos del socialismo en Cuba. Cogió la última edición y la hizo leña. Iba arrancando hoja por hoja y en ellas directamente iba haciéndole los arreglos. La complicación venía cuando añadía nuevos párrafos y ponía numeritos en las hojitas de blocks de dos quilos.

Ser la hija de Quintero y trabajar como una caballa a esa edad tenía sus ventajas: de vez en cuando hacía lo que me daba la gana. Por ello saqué la máquina de escribir de la biblioteca y la llevé para la oficina de Blas, simple como la de todos en aquella época: un buró, tres taburetes y un librero.

Allí podía trabajar con tranquilidad, pues Blas, para poder concentrarse, estaba pasándose un tiempo en una casa en la playa de Guanabo, él solo, con dos escoltas. A las cinco de la mañana se despertaba, hacía café y se sentaba a escribir. Antes que el sol apretara, caminaba un rato por la arena y volvía a la revisión de su libro. Con un chofer me enviaba las hojas a mecanografiar y cuando las tenía listas, avisaba y las venían a recoger.

Pero a veces Blas me mandaba a buscar. Me encantaba ir en el Impala, sentada alante, disfrutando el paisaje de la costa norte habanera. La contentura pronto se me quitaba, cuando veía que había hecho arreglos en las cuartillas ya mecanografiadas. Después vendría lo peor: quedarme a almorzar con él.

Blas enseguida se daba cuenta de la cara de mierda que ponía y con su hablar pausado, típico de los orientales, me decía:

-De verdad que eres una vaina. Carmen y Quintero (mis padres) te han criado muy mal, con bistecitos y platanitos fritos. Y no te han enseñado a comer ni calabaza con cáscara, no porque engorda las piernas, sino porque en la cáscara es donde está el alimento.

Y a continuación soltaba una disertación sobre las propiedades de la calabaza. Mientras, tenía que hacer de tripas corazón y tomarme sin rechistar aquella sopa anaranjada y olorosa de flores de calabaza, cogidas del huerto detrás de la casa, cuidado con esmero por Blas.

Desde una ventana los escoltas miraban con disimulo y se reían, los muy cabrones, porque ellos no eran los que tenían que tomarse aquello. A ellos, dos veces al día, le traían cantinas con comida "normal" y no ese invento de sopa de flores de calabaza.

No recuerdo con exactitud, pero todo el trabajo con Blas a propósito de la reedición en 1959 de Los fundamentos del socialismo en Cuba se hizo en un mes. Al ser la única mecanógrafa y bibliotecaria en ese momento, no podía darme el lujo de desatender al resto de los que allí tenían oficina permanente: Aníbal Escalante, Secundino Guerra, Lázaro Peña, Carlos Fernandez R., Ramón Calcines, Severo Aguirre y Antero Regalado, entre otros.

Posteriormente el "secretariado" aumentaría con tres mecanógrafas más: Dulce, la esposa del sindicalista Rafael Ávila; Edilia, esposa de Pancho, el chofer de Joaquín Ordoqui y María, una guatemalteca que tras el derribamiento de Jacobo Arbenz había emigrado a México con su esposo e hijos y terminaría residiendo en La Habana.

Los que trabajaban en sus casas o en otros lugares también venían y si me lo pedían tenía que mecanografiarles, como Juan Marinello, Carlos Rafael Rodríguez, Salvador García Agüero, Flavio Bravo, Osvaldo Sánchez y los camaradas de las provincias. Cuando había reunión nacional debía salir de la biblioteca porque allí se celebraba, en torno a una gran mesa y taburetes, el modelo de silla preferido por estos comunistas de hoz y martillo. Flavio Bravo hacía las funciones de secretario de actas. A diferencia de Blas, tenía una letra enrevesada e ilegible. Pasaba tanto trabajo para descifrar las notas tomadas por Flavio, que no retenía los contenidos. Y es una lástima, porque en aquellas reuniones se hablaba de la Meca y la Ceca.

La Mora era la encargada del pantry, una pequeña cocina donde se la pasaba colando café. Los días de reuniones, ella, Mario (el encargado de la limpieza) y yo, al mediodía íbamos a La Fama China, restaurante situado en Belascoaín y Maloja, a dos cuadras, a buscar treinta y tantas cajitas, unas con arroz frito y otras con chop suey de puerco o pollo, con antelación encargadas. El almuerzo lo acompañaban con refresco y al final, café de nuevo. Algunos fumaban: en aquella época la Organización Mundial de la Salud no le había declarado la guerra al tabaco y a quienes como a mí molestaba el humo teníamos que salir a tomar aire fuera.

La biblioteca la atendía sin complicaciones. En una ocasión, del Ministerio de Relaciones Exteriores me mandaron a pedir unos libros de filosofía y marxismo y enseguida se los envié con un chofer. Cuando venció el préstamo, junto con los libros adjuntaron una carta muy gentil, dirigida a la "Dra. Tania Quintero, directora de la Biblioteca del Partido Socialista Popular". Todavía la estoy vacilando.

La cara grata era ésa: atender la biblioteca, ayudar a la Mora a repartir café y cajitas de comida china, ir al correo a comprar sellos y enviar montones de cartas y andar en carro pa'rriba y pa'bajo. Los 46 pesos dejaron de ser un trauma desde el primer mes: en El Encanto me compré un frasco de Miss Dior por cinco pesos (sí, pesos, la moneda nacional). Crucé al Ten Cent de Galiano y San Rafael y después de merendar llevé para la casa una libra de chocolate con almendras (0,99 centavos). Seguí hasta Ultra y allí terminé de gastar mi primer salario. Adquirí un par de sandalias, una cartera, una saya, una blusa, un pañuelo de cabeza, dos bloomers y dos ajustadores. Y todavía me quedó para regresar en taxi a la casa.

El lado ingrato, el desasosiego y la incertidumbre en que habíamos empezado a vivir los cubanos en la isla entera. Pese a mi juventud y mi inexperiencia política, me daba perfecta cuenta de que por aquel local de Carlos III y Marqués González, donde laboré desde agosto de 1959 hasta febrero de 1961, pasaba todo lo que en ese momento se sazonaba y cocinaba en el fogón de la revolución.

Tania Quintero

Versión revisada y actualizada de Harry Potter y la revolución escatimada, testimonio publicado en cinco partes en este blog en junio de 2009.

Foto: Esquina de Galiano y San Rafael. A la izquierda, la tienda Woolworth. Tomada de Algunos recuerdos de La Habana de 1958.

2 comentarios:

  1. Buenas tardes, Tania
    Ahora la gente lo tiene muy fácil con el ordenador pues se pueden arreglar todos los fallos que se cometen al escribir y hasta hay corrector ortográfico, aunque esto último parece que algunas personas lo ignoran.
    En la época en que yo aprendí mecanografía nos hacían hacer hasta dibujitos con algunas letras como la x y la o y hasta con los guiones, aunque ya no escribo con la misma rapidez que hace años aún puedo escribir sin mirar al teclado.
    Y qué lindos son los recuerdos del primer sueldo, yo recuerdo que con el mío me compré un abrigo y un pantalón y el resto lo guardé para algún capricho como ir al cine o comprar dulces, eran y siguen siendo mi perdición.
    Un abrazo,

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    1. Gracias, Lola, por los comentarios que siempre dejas en el blog. En el post anterior preguntabas si me subieron el sueldo, no nunca me lo subieron. Ser mecanógrafa en aquella época era muy más laborioso y engoorroso, si te equivocabas y no quedaba bien borrado, tenías que repetir la hoja. Lo otro era que a veces te pedían más de una copia y tenías que poner papel carbón. Entonces también se hacían reproducciones, en ditto, aquel papel morado que te manchaba, o picar stencils que se podían sacar muchas copias en los mimeográfos. Ahora, como dice el refrán, es coser y cantar. Un abrazo, Tania

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