Diciembre de 1958. Aquel día, desde una azotea de una casona en la Habana Vieja, buena parte de la visita a una familia amiga de mis padres me la pasé ensimismada, asustada, con una mezcla de temor y misterio, mirando el gran movimiento de tropas militares que sin necesidad de anteojos se divisaba desde el privilegiado lugar, muy cerca de la entrada del túnel. Una vista panorámica, fantástica, de la bahía y de la fortaleza de La Cabaña veía desde ahí.
En noviembre había cumplido dieciséis años y mis preocupaciones, debo confesar, guardaban relación con aquel ir y venir de militares: el Ejército Rebelde, me lo había dicho mi padre, estaba a punto de tomar la ciudad de Santa Clara, en el centro mismo de la isla. Pero mi padre, que todo me lo decía, no me había dicho que el bulto grande y pesado que yo había recibido de un desconocido y guardado en un recoveco de nuestra casa, eran luces de bengala, para ser utilizadas en el descarrilamiento de un tren en Las Villas.
Sesenta y tres años atrás, en diciembre del 58, no podía imaginarme que la dictadura de Batista pronto desaparecería. Ni que apenas un mes después de aquel día en que pasé varias horas embobecida mirando los movimientos de vehículos militares, yo estaría allí, en La Cabaña. Y almorzaría frijoles colorados en el comedor de los barbudos. Y vería por vez primera al Che y le daría la mano.
Los meses de enero a julio de 1959 los recuerdo como si yo y todos los que me rodeaban hubiéramos estado viviendo en un limbo. A pesar de las noticias y corazonadas, los acontecimientos se sucedieron con la velocidad de vértigo en las actuales carreras de Formula 1 y el sube y baja de un cachumbambé.
De pronto el rojinegro se convirtió en la combinación de moda, desplazando los colores de la bandera. Los católicos, por si acaso, decidieron mantener oculta la imagen del Sagrado Corazón. Los espiritistas, seguidores de Clavelito, sí dejaron el vaso de agua a la vista. Pero fue mayoría la que se sumó a la catarsis fidelista y en las puertas de las casas comenzaron a aparecer cartelitos de Gracias, Fidel.
En mi casa nunca hubo ninguna imagen religiosa y a no ser mi tía Candita, hermana de mi madre, nadie creía en el espiritismo. No éramos fanáticos y no pusimos ningún cartelito. Vivíamos en un tercer piso y nadie lo hubiera visto, pero esa no fue la razón. Mi padre no veía con buenos ojos a Fidel Castro. Cuando el día después del asalto al cuartel Moncada vi aquellos titulares en la prensa, le pedí una explicación. Me lo dijo rápido y corto:
-Eso fue un putsch y ese Fidel Castro es un putschista.
Me quedé en China. Decidí no preguntarle, pero él se dio cuenta y a China me mandó. Fue al escaparate y sacó un pequeño libro. Se titulaba "Cómo ser un buen comunista", de Liu Shao Shi.
-Léetelo bien, así no tendrás que preguntar más.
Cuando terminé de leer el panfleto seguí sin saber qué era un putsch, quién en realidad era Fidel Castro y por qué para ser un buen comunista debía orientarme por un chino. Si todavía hubiera sido Confucio...
Febrero de 1959. Con el tíbiritábara de la revolución, en la Escuela Profesional de Comercio de La Habana no habían empezado las clases, y había tremenda fajazón entre los del Movimiento 26 de Julio, el Directorio y la Juventud Socialista, por controlar la asociación de estudiantes. Me había sumado a la huelga estudiantil decretada en 1958 en todo el país y llevaba un año sin estudiar. Y me empezó el culillo por trabajar para tener mi propio sustento.
Una noche, después de comer, a boca de jarro dije a mi padre:
-Pipo, quiero trabajar.
-¿Trabajar? ¿En qué? Si tú nada sabes hacer.
-Yo dí clases de corte y costura con mi tía Cuca...
-Sí, y qué, ¿vas a trabajar en un taller de confecciones?
-A lo mejor, o puedo coser para la calle. Ya sé hacerme mi ropa.
-Mira, acuéstate a dormir y mañana seguimos hablando.
Al día siguiente le traje una propuesta: pasar un curso de mecanografía y taquigrafía en inglés y español, en la Havana Business Academy, al doblar de la casa, en Monte entre Romay y San Joaquín, Cerro. El problema era que costaba ocho pesos al mes.
Logré convencerlo -al final era su única hija- y me pagó dos meses, marzo y abril. Se presentó un obstáculo: para mecanografiar con velocidad y poder conseguir pronto un trabajo tenía que practicar todos los días. Y a eso sí mi padre se negó: a comprarme una Remington que en cuarenta pesos vendía un vecino. La solución fue irme todos los días a las oficinas del Comité Nacional del Partido Socialista Popular, en Carlos III esquina a Marqués González, Centro Habana, donde él trabajaba cuidando el local. Y tantas veces fui que terminé sustituyendo a Aleida, la mecanógrafa, a punto de dar a luz.
El administrador era Secundino Guerra, alias Guerrero. Y el tesorero Manolo Luzardo. Él fue quien determinó mi salario: 46 pesos. Cuando me lo dijo, formé bateo. Y él, grande y gordo como mi padre y también tacaño como él, me respondió: "Todavía no has cumplido los 17, ¿para qué necesitas tú más dinero? ¿Tú no sabes que el dinero corrompe?".
Por respeto no le respondí. Pero me acordé de Liu Shao Shi y de su madre.
Tania Quintero
Versión revisada y actualizada de Harry Potter y la revolución escatimada, testimonio publicado en cinco partes en este blog en junio de 2009.
Foto: Vista de La Habana desde el otro lado de la bahía. Tomada de Algunos recuerdos de La Habana de 1958.
Buenas tardes, Tania.
ResponderEliminar¿Y al final le subieron el sueldo?
Un abrazo, espero que todos en la familia estén mejor.