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lunes, 15 de junio de 2020

"No me veo escribiendo mis memorias"



Probablemente, esta entrevista, publicada en Cubancuentro el 2 de febrero de 2020, con el título de "La dignidad de ver y compartir", fue la última entrevista que Víctor Batista Falla-Bonet concediera antes de que el 12 de abril de 2020 falleciera de coronavirus en La Habana. Tío de María Teresa Mestre, Gran Duquesa de Luxemburgo, su deceso fue anunciado por la Casa Real de ese país.

Aunque él prefiere que se le considere editor, Víctor Batista Falla-Bonet ha desarrollado una importante y sostenida labor como mecenas. Esta se ajusta con exactitud a la definición de ese vocablo que proporcionan los diccionarios: persona que, por contar con los recursos económicos suficientes, toma bajo su protección a un artista o científico para permitirle realizar su tarea y beneficiarse de ella de algún modo más o menos directo. Esa faena como patrocinador y promotor cultural que ha hecho de Víctor el principal mecenas con que la literatura cubana del exilio ha contado. Si es cierta la frase de Eduardo Marquina de que al cielo uno lleva lo que ha dado a los demás, cuando él se despida de este mundo partirá con las valijas muy cargadas.

Hijo de hacendados y banqueros, su situación económica le permitió costearle la impresión de libros a escritores como Lorenzo García Vega, Raimundo Fernández Bonilla, José Kozer, José Mario, para citar unos pocos. Asimismo, además de dirigirla, financió la revista Exilio (1965-1974). Gracias a él, pudo salir también Escandalar (1980-1985), publicación dirigida por el poeta Octavio Armand. El último proyecto que impulsó y sufragó ha sido la Editorial Colibrí (1998-2013), especializada en ensayos sobre temática cubana. Bajo su sello vieron la luz 37 títulos de 27 autores, entre los cuales figuran Rafael Rojas, Carmelo Mesa-Lago, Alexis Jardines, Gustavo Pérez Firmat, Marifeli Pérez-Stable, Jorge Luis Arcos, Alejandro de la Fuente, Duanel Díaz, Ernesto Hernández Bustos, Jorge I. Domínguez y Roberto González Echevarría.

A solicitud de este cronista, Víctor aceptó ser entrevistado. Fijada la fecha, un mediodía invernal llegué al apartamento en el madrileño barrio de Salamanca donde hace varios años vive. Previamente había preparado un cuestionario, que él fue contestando sin conocerlo antes. Una vez que contestaba una pregunta, le hacía la otra y así hasta llegar a la última. Durante esa hora y pico, habló sobre sí mismo y repasó los trabajos y los días de su ya larga y fructífera vida.

Voy a empezar preguntándote si en tu casa había algún ambiente que te llevó o te estimuló a acercarte desde joven a las actividades literarias y artísticas y al mundo intelectual.

-Yo diría que no especialmente. Mi padre era un músico frustrado. De joven, tocaba el piano y le gustaba cantar. Después se hizo banquero, pero la música siguió siendo importante para él, sobre todo la clásica, aunque también disfrutaba la popular. Pero en lo que se refiere a inquietudes intelectuales, no era muy dado a ello. Supongo que, en parte, por la desconfianza que le producía la crónica inestabilidad política del país.

-Un tío mío, hermano de mi madre, sí era un hombre sensible al arte y con mucha curiosidad intelectual. Era un gran mecenas y convirtió en patrimonio nacional la iglesia de Remedios, que estaba casi abandonada. Se encontró con que tenía unos tejados de comienzos de la colonia y que poseían un valor tremendo. Había donado además al municipio de Santa Clara un edificio en el cual funcionaba una escuela para niños pobres, y quiso poner un mural a la entrada. Él no estaba muy al tanto del movimiento artístico y me preguntó quiénes eran los pintores que podrían pintar un mural. Le sugerí a Amelia Peláez. Se puso en contacto con ella y ahí está el mural pintado por Amelia en esa escuela de Santa Clara.

-Pero para volver a tu pregunta, no puedo decir que tuviera estímulos de mi familia. Al menos no de modo especial, aunque mis padres sí respetaban la decisión de cada cual. Esa era más bien una actividad mía, de Laureano, mi hermano menor, y de Julio, mi otro hermano, a quien también le gustaba mucho la literatura.

Las tertulias que se realizaban en tu casa los domingos una vez al mes, ¿fue idea de tu hermano Laureano?

-Fue idea de mi hermano Laureano, que estaba estudiando Derecho en la Universidad de Villanueva, que, por cierto, fue de las primeras universidades privadas que hubo en Cuba. En los años 50, en Cuba no existían universidades privadas. Nada más existían las de La Habana, la de Oriente y la Central de Las Villas. En tiempos del gobierno de Grau San Martín, hubo un movimiento para que se permitiera la apertura de universidades privadas. Mi padre, junto con otras personas de mucha capacidad económica, apoyó y ayudó a financiar la de Villanueva, dirigida por la orden de los agustinos norteamericanos.

Retomando la pregunta anterior, te voy a pedir que me hables de las tertulias de los domingos.

-Había un profesor catalán que se llamaba Claudio Escarpanter, quien daba clases en la Universidad de Villanueva. Mi hermano Laureano y otros alumnos se reunían esporádicamente en su casa. Un día a mi hermano se le ocurrió que se reunieran en la nuestra los domingos una vez al mes. Así fue como empezaron aquellas tertulias. Yo también asistía, pero no con frecuencia. Ya Fidel Castro estaba en la Sierra Maestra y en 1958 se veía lo que iba a venir. Laureano se desesperó con la situación de Cuba, y se fue a Alemania, a entrenarse en un banco. A partir de ese momento, empecé a ocuparme de la tertulia. Invité a amigos y conocidos de mi propia generación y a figuras como Guillermo Cabrera Infante, Fausto Masó, Sergio Rigol, Adrián García Hernández. Invité también a Jorge Mañach, a Gastón Baquero, a Cintio Vitier, para que nos dieran una charla informal.

¿Cuántas personas solían asistir?

-Las tertulias se realizaban en una sala muy larga y estrecha. Por lo general, éramos diez o quince personas. Pero cuando fue Mañach, la sala se llenó, pues esa vez a la tertulia asistieron personas que nunca habían ido. Estamos hablando de un momento cuando todavía se discutía de política y de elecciones. Mañach acababa de fundar su partido Movimiento de la Nación, y su intervención fue recibida con cierto escepticismo. En su charla, Baquero afirmó, optimistamente, que Cuba era una isla de corcho. A Cintio, en cambio, le interesó más cambiar impresiones con los tertulianos.

Aparte de la de Villanueva, tú estudiaste en la Universidad de La Habana.

-Sí, estudié en la Universidad de La Habana, aunque no terminé, porque llegó la revolución. Estudié dos años y pico en Filosofía y Letras.

¿Qué recuerdas de esa época de estudiante?

-Pues mira, recuerdo que para mí el nivel no era entonces muy alto. Había estudiado antes en la Universidad de Yale con dieciséis años, aunque al año y pico me fui de allí. A la Universidad de La Habana entré en 1959. En realidad, había empezado mucho antes, pero estuvo cerrada dos o tres años, cuando ya la situación política del país empeoró. Cuando volvió a abrirse la Universidad, yo estaba en segundo año. En esa época, por cierto, aún estaba Mañach de profesor.

Sí, impartía clases de Historia de la Filosofía.

-Aparte de él, había otros profesores de algún nivel, pero no llegué a recibir clases de ellos. Todo el mundo hablaba de Luis de Soto, que impartía Historia del Arte, pero él enseñaba en los últimos años. También me habría tocado Herminio Portell Vilá. De todos modos, el poco tiempo que estudié en la Universidad de La Habana para mí fue muy interesante.

-Hay una anécdota de esos años que he contado varias veces. Durante su estancia en Cuba, Jean-Paul Sartre fue invitado a dar una charla en la Escuela de Filosofía y Letras. Lo había conocido unos días antes, en un café al aire libre en el Vedado. Él y Simone de Beauvoir estaban sentados con Lisandro Otero, a quien yo conocía. Me senté con ellos, aunque, por supuesto, no intervine en la conversación. Solo hablé brevemente con Simone de Beauvoir, una señora muy agradable que me dejó muy buena impresión.

-Sartre no sabía nada acerca de Cuba. En cierto momento, escuché que le preguntaba a Lisandro quién era el presidente antes de Batista. A mí me dejó cierta impresión de superficialidad, algo que luego comprobé en su charla en la Escuela de Filosofía y Letras. Al final, después de que terminó de hablar, un estudiante le hizo un comentario: le preocupaba no saber hacia dónde iba la revolución, que no tuviera una ideología. Sartre no dijo nada. Y después, en el libro Sartre visita Cuba, expresa que lo interesante de la revolución cubana es que no tiene ideología, que lo va haciendo sobre la marcha.

Ya después saliste hacia Estados Unidos. En esos años que van hasta 1965, cuando se crea la revista Exilio, ¿qué hiciste?

-Salí de Cuba en 1960, y los años a los cuales tú te refieres son una etapa indecisa de mi vida, aunque realmente no tan indecisa. Lo que a mí siempre me gustó fue la danza. Incluso tomé clases de ballet con Alicia Alonso, pero entonces ya tenía veinte años. Esa fue una vocación frustrada, pues en Cuba no iba a poder ser bailarín, pues no existía otra opción que no fuera el ballet clásico.

Danza moderna no había en esos años...

-No, no había. En Nueva York sí, y allí tomé clases de danza. Incluso llegué a bailar con compañías pequeñas. Nunca llegué a tener lo que se dice una buena técnica, pues había salido de Cuba a los veintisiete. Así que, al cabo de un tiempo, pensé que ahí yo no tenía nada que hacer. Bailé poco, pero lo hice y lo disfruté.

-También hice teatro con Miguel Ponce, que había formado parte de Teatro Estudio. Yo no me consideraba actor, pero quería hacer algo que me permitiera estar en el escenario y sentir que me estaba proyectando desde allí. Bajo la dirección de Miguel Ponce, trabajé en varias obras, aunque no pasaban de tres o cuatro funciones.

De ahí me imagino que fuiste a dar a la revista Exilio. ¿Cómo surgió la idea de su publicación?

-Muy sencillo. En Nueva York había unos cuantos jóvenes cubanos de mi edad que eran escritores y pintores o aspirantes a serlo. Estaban en Nueva York porque era un centro cultural y artístico importante. Yo los conocía, pues existían lugares donde acostumbraban ir los cubanos. En una feria del libro que se hizo, me encontré con Raimundo Fernández Bonilla, a quien no había conocido en Cuba. Estuvimos hablando y surgió la idea de publicar una revista. Fernández Bonilla tenía una gran cultura, había colaborado en Ciclón y además tenía contactos.

¿Fue difícil poner en marcha la revista?

-La principal dificultad era la económica, y esa yo no la tenía. Mis padres me daban dinero suficiente para que viviera bien. No para que hiciera grandes proyectos intelectuales, pero les pareció bien que editara una revista. Al ver los primeros números, les gustó mucho que Lydia Cabrera figurara entre los colaboradores, pues era una escritora conocida por ellos. Eso hizo que vieran que la revista era algo serio, no el pasatiempo de unos muchachos.

-Al inicio, hacer la revista fue difícil en otro sentido. El traumatizado exilio cubano era entonces muy poco dado a la especulación intelectual. El mismo título de la revista, que escogí yo, fue criticado, porque al parecer resultaba pesimista. Argumenté que el título venía de Ezra Pound, quien publicó una revista llamada The Exile. El título de la nuestra era por esa revista, que tuvo un gran valor literario. Publicamos también algunos trabajos que fueron mal vistos. Y las Cartas a la Redacción, algunas de las cuales eran favorables y otras lamentables, terminamos por suprimirla. Pero poco a poco, Exilio empezó a ser respetada.

Recuerdo una carta en la cual un lector expresó su indignación porque se calificara a Lezama Lima de “creador” y “hombre preocupado por el mundo del espíritu”, cuando de acuerdo al señor que la firmaba, era un “comunista”, un “gongorista de pacotilla” y un “poetastro cojo de poesía, manco de moral y tartamudo de criterio”.

-Sí, me acuerdo de esa carta, y dio pie a que le contestáramos con vehemencia. Hubo una reacción por parte de las personas más o menos serias. Recuerdo que Alberto Baeza Flores nos escribió para pedirnos que no dejásemos de publicar las cartas que recibíamos en la redacción.

-Volviendo a las dificultades, en 1965 pedir a los escritores de otros países que colaboraran en una revista hecha por cubanos exiliados, era prácticamente imposible. Sin embargo, a partir de 1968 o 69, la situación empezó a cambiar, pues se produjo el caso Padilla y el apoyo del gobierno cubano a la invasión soviética de Checoslovaquia. A partir de entonces sí empezamos a recibir colaboraciones de escritores como Enrique Anderson Imbert, Jorge Campos, Francisco García Lorca, Isaac Goldemberg, Julián Marías, Gregory Rabassa, Iván A. Schulman, María Zambrano. Eso le dio a Exilio un aire más profesional, aunque te confieso que a mí me gustaba más la primera etapa, porque estábamos rompiendo una serie de complejos y prejuicios.

¿Cómo era la distribución? ¿La revista se vendía en librerías, contaban con suscriptores?

-No me acordaba de eso, pero hace unos años, por algún motivo, tuve que revisar unos documentos, y para mi sorpresa comprobé que teníamos muchísimos suscriptores, más de mil. A la distribución se le dedicaba mucho esfuerzo. De ese trabajo se ocupaban personas a quienes se les pagaba. De otro modo, no se hubiera podido lograr.

Exilio duró bastante tiempo.

-Duró más de diez años, unos trece. Yo vine para España y quise seguir haciéndola. Pero al estar aquí no estaba en contacto con los cubanos, que en su mayor parte estaban en Estados Unidos. Allí era donde se imprimía la revista y donde además se distribuía y circulaba.

Al ser tú el director y el que además la financiaba, la revista murió de muerte natural.

-Claro, al no estar yo nadie podía sustituirme y coordinar esa labor. Esa fue la razón por la cual dejó de publicarse Exilio, que para mí fue una experiencia muy importante.

Es una revista que en algún momento va a ser valorada. Quiero decir, que algún investigador se va a dedicar a hacer un análisis serio de la colección y va a determinar lo que aportó.

-Tengo que mencionarte algo que es muy de agradecer, pues a mí no se me hubiera ocurrido hacerlo. Y es el Índice de la revista Exilio que por iniciativa personal tuya preparaste. Para una revista, es algo indispensable poder contar con un índice de todo lo que se publicó.

Por cierto, ahora que mencionas aquel libro, Umberto Peña, quien lo maquetó y diseñó, pudo ilustrarlo con dibujos de Waldo Díaz-Balart, Raúl Tapia, Agustín Fernández, Sergio Alarcón, Ricardo Pedreguera y Julio Crews, que aparecieron en distintos números. Es decir, que, además de las letras, las ciencias sociales y la historia, Exilio incluyó obras de una buena cantidad de artistas plásticos.

-Sí, es cierto. Cada número lo ilustraba un pintor, lo cual incluía la portada. En la del tercer número, usamos un dibujo de Waldo Díaz-Balart y a partir del número 10, del verano de 1969, decidimos que ese mismo dibujo iba a ser la portada de los números siguientes.

Después de Exilio, tuviste la experiencia de otra revista, aunque esa es un tanto atípica. Hablo de escandalar, cuyo título aparecía todo en minúscula.

-Sí, escandalar fue una publicación muy interesante.

¿Cómo surgió?

-Creo que Octavio Armand publicó sus primeros poemas en Exilio. Tendría entonces unos veinte años. Con él yo llegué a establecer una buena relación amistosa. Hablando con él un día, me comentó su intención de editar una revista. Decidí apoyarlo económicamente. Por supuesto, aunque tomaba en cuenta mis opiniones, el director de escandalar era él. Aparte de Severo Sarduy y Lorenzo García Vega, quienes colaboraron asiduamente, fueron pocos escritores cubanos los que aparecieron. Le insistí que tenía que incluir más cubanos, pero él tenía su línea editorial trazada, y al cabo de cinco años nos separamos. Sin embargo, uno de los últimos números que salieron, el 17-18 de enero-junio de 1982, estuvo dedicado a la literatura cubana.

Un número estupendo, por cierto.

-Sí, quedó un número muy bueno. Estaban los mejores escritores del exilio: Cabrera Infante, Lydia Cabrera, Lorenzo García Vega, Heberto Padilla, Severo Sarduy, Antonio Benítez Rojo, Julio Miranda, José Triana, Julián Orbón, Reinaldo Arenas… Estaban tanto los más veteranos como los más jóvenes, unos escritores a los que había que darles espacio en la revista. Por cierto, intervine mucho en la preparación de ese número.

Pasemos ahora al proyecto de Colibrí. Igualmente te voy a preguntar de dónde vino la idea de crear la editorial.

-Al producirse la desaparición de la Unión Soviética, muchos cubanos empezaron a llegar a España. Uno de ellos fue Jesús Díaz, a quien pude conocer. Él empezó a hacer contactos para sacar adelante lo que después fue la revista Encuentro de la Cultura Cubana, un proyecto en el cual lo ayudaron personas como Annabelle Rodríguez y Gastón Baquero. Empecé a tratarlo y establecimos una buena relación.

-Jesús me comentó que varios cubanos exiliados habían publicado libros en inglés en las universidades norteamericanas, pero a las editoriales españolas no les interesaba el tema cubano visto desde la ensayística y las ciencias sociales. Y me habló de los libros de Marifeli Pérez-Stable y de Rafael Rojas. A mí aquello me interesó y fue así como surgió Colibrí. Me concentré en ensayo, pues hasta entonces, en el exilio no existía una editorial dedicada exclusivamente a ese género. Los primeros libros que se publicaron habían aparecido originalmente en inglés, como es el caso del de Marifeli, La revolución cubana: orígenes, desarrollo y legado, y también de Vidas en vilo, de Gustavo Pérez Firmat, que puso en el mapa la cultura cubana de Miami. Eran libros que había que publicar en español. Pero ya después todos los libros que editamos eran inéditos.

¿Tuvieron una buena distribución los libros en el mundo académico? Te lo pregunto porque, aparte de que era su público natural, en el catálogo de Colibrí figuran académicos tan reconocidos como Roberto González Echevarría, Rafael Rojas, Gustavo Pérez Firmat, Duanel Díaz.

-No teníamos la ambición de tener grandes ventas. Sacábamos quinientos, mil ejemplares, y al principio no se vendían tan fácilmente. Estábamos en España, lo cual no se prestaba para la distribución en Estados Unidos. No obstante, tuvimos algunas sorpresas muy agradables. Por ejemplo, La gloria de Cuba, el ensayo de Roberto González Echavarría sobre el béisbol. Es otro libro que originalmente se había publicado en inglés. Roberto fue cátcher y sabe mucho de béisbol. El libro trata sobre la historia de ese deporte en Cuba, sobre la popularidad que adquirió, y también sobre cómo influyó en la superación de la discriminación racial en Estados Unidos.

-En ese libro descubrí muchas cosas que me impresionaron. Una de las que más me interesó fue la relación con el béisbol americano. La primera vez que peloteros negros norteamericanos jugaron con peloteros blancos, fue en la liga profesional cubana. Y a la inversa, peloteros cubanos blancos iban a jugar en ligas negras americanas. La gloria de Cuba es el libro de Colibrí que más se ha vendido. Sacamos tres mil ejemplares y creo que me quedan unos treinta. En Cuba se lo arrebataban, lo vendían a diez dólares, un precio que allá no muchos pueden pagar. Otro libro que se agotó rápidamente fue José Martí: la invención de Cuba, de Rafael Rojas, una interpretación poco ortodoxa de Martí.

¿Aún tienes la esperanza de presentar en la Feria del Libro de La Habana los libros de Colibrí?

-No, para nada. Hace unos años, cuando España fue el país invitado, intenté como editorial española que éramos, que incluyeran títulos nuestros. Pero la respuesta por parte de La Habana fue negativa. De todos modos, en determinados sectores los libros de Colibrí han circulado, más o menos clandestinamente, en Cuba.

¿Sabes si la Biblioteca Nacional José Martí tiene libros de Colibrí?

-Cuando fui con Helen Díaz Argüelles, que ha llevado conmigo el peso de la editorial, a la Feria Internacional de Guadalajara, conocí a Eduardo Torres Cueva, quien entonces dirigía la Biblioteca Nacional. Me comentó que a la Biblioteca le interesaría tener nuestros libros. Yo accedí y un tiempo después me escribieron de la Biblioteca para decirme que les gustaría tener cincuenta ejemplares de cada título de la colección completa. Les mandamos no cincuenta, sino sesenta ejemplares. Helen iba a Cuba todos los años a ver a su madre, y en uno de los viajes fue a la Biblioteca para averiguar qué había pasado con nuestro envío. Torres Cuevas no estaba y la atendió su secretaria. Los libros llegaron, le comentó, pero se quedaron en la aduana.

¿Te sientes satisfecho de todos los proyectos que has hecho y financiado?

-Sí, me siento satisfecho.

A estas alturas, ¿qué te queda por hacer?

-Hace unos años escribí un ensayo titulado “El contrapunteo cubano: Ortiz y Lezama”, y estaba interesado en que se publicara. Lo envié a la revista Espacio Laical, donde ya se había publicado un comentario sobre Colibrí. De las cinco personas que componían el comité de redacción, tres rechazaron mi ensayo y dos lo aprobaron. De modo que no se publicó.

¿Y por qué no buscas otra posibilidad para publicarlo en otro sitio?

-Porque el embullo, una palabra cubana que no utilizo desde hace décadas, ya se me ha ido.

¿Nunca has pensado escribir tus memorias?

-No me veo escribiendo mis memorias. Sentiría, para decirlo con otro cubanismo, que estoy rascabucheando. Y ahora, cuando el mundo entero parece estar yendo a la deriva, no quiero tener que escoger entre populismo y esoterismo, pues no sé cuál escogería. Ante la especie de apocalipsis que se avecina, quizás lo mejor sea evitar lo que hizo la mujer de Lot, y no mirar hacia atrás.

Carlos Espinosa Domínguez
Cubaencuentro, 2 de febrero de 2020.
Foto: Víctor Batista en su casa de Madrid. Tomada de Cubaencuentro.

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