Sería cuento de nunca acabar ponerme a recordar anécdotas propias con Víctor Batista. Fueron décadas de amistad, de conversaciones, de acuerdos y desacuerdos, hoy recuerdos.
La geografía de ese anecdotario se inicia en Nueva York, pasa por Madrid, Santander, Nerja, Torrox, casas y encuentros literarios, revistas y la eterna cuestión de cómo podemos ayudar a aclarar ante nosotros mismos y la diversidad cubana, Isla y Exilio, el comportamiento cubano del exterior, y que se vea, más allá de los oportunismos de rigor que ese exilio no era ni es unívoco sino, con todos sus errores y falacias, bloque vivo de seres humanos condenados por una agreste historia centenaria a vivir fuera de su país, y que quienes no han tenido esa experiencia se dejen de pontificar, gusanos y escorias se encuentran en todas partes y yo las he visto en tal cantidad, no entre cubanos sino entre los acusadores, que dan ganas de chillar.
Mejor no chillar, como Víctor aducía, que esa chilladera no sirve de nada: mejor mantener una dialéctica de alejamiento y de presencia nada fácil de sobrellevar ni de llevar a cabo en aquellos años tan difíciles para quienes nos habíamos ido del país natal, Víctor entre tantos, él en particular teniendo que cargar con el peso de ese cierto apellido y de esa millonaria familia donde todo, visto desde fuera y desde la conveniencia partidista, izquierdosa, que no entendía nada del proceso político cubano, le dificultaba, para quien no quiere andarse con explicaciones ni justificaciones, la diaria existencia.
Porque sépase que fuimos unos apestados, unos perseguidos, unos maltratados y los malos de la película: la tortilla suele dar muchas vueltas y muchas ha dado y hoy ya pocos creen en esa idiota dicotomía de buenos (ellos) y malos (los cubanos de la diáspora) y se ha visto el plumero de muchos que se proclamaron adalides de la revolución y que acabaron cobrando una pensión y un seguro social de Estados Unidos. Vaya revolucionarios, vaya revolución.
La primera anécdota que recuerdo me trae a la mente, mi poblada mente, a un Víctor joven y tranquilo, lleno de la vida serena del que practica formas del budismo zen, y explora la espiritualidad, estamos en mi piso de West 4th, en Nueva York, conversamos sobre poesía, Cuba, la revista Exilio, me abre sus puertas, y yo acepto encantado porque dónde diablos en aquel entonces podía publicar un joven cubano "de fuera" si todas las revistas literarias de América Latina nos estaban vedadas. Aquí callo de momento porque sería de nuevo el cuento de nunca acabar.
Y me retrotraigo a un par de años más tarde en que nos encontramos a comer donde los chinos, y Víctor en un momento dado me pregunta por qué no publico un libro, que ya tengo suficiente material para hacerlo, y yo le digo que tengo idea de sacar un libro de poemas con mi mejor examigo Isaac Goldemberg, lo titularía De Chepén a La Habana y lo publicaría con gusto pero cómo. Yo no tengo dónde publicar.
Sácalo por tu cuenta me dice, yo era entonces más pobre que un ratón de iglesia. Recuerdo le respondí diciendo con qué se sienta la cucaracha. ¿Qué necesitas para sacarlo? Dinero le digo. Y él, ¿cuánto? Tras un breve desconcierto por mi parte le digo unos 3 mil dólares. Y él, yo te los doy. Y yo, con la condición de devolvértelos en cuanto pueda. Y él, con esa impalpable mano suya, veo que la lleva al bolsillo de la camisa, saca una chequera, me entrega a mi nombre un talón por 3 mil dólares para sacar el libro de marras.
Pasan unos años y un día ya en Madrid conversando le digo, Víctor se me cae la cara de vergüenza, pero el libro que me subvencionaste no ha vendido ni diez ejemplares y todavía no puedo devolverte el dinero que te debo. Qué dinero, le oigo decir. Los 3 mil dólares que me dejaste cuando hablamos de sacar De Chepén a La Habana. José, no tengo la menor idea de lo que me estás diciendo, qué dinero te di yo. Y créaseme que de veras lo había olvidado.
José Kozer
Diario de Cuba, 13 de abril de 2020.Leer también: Víctor fue mi editor.
Foto: Víctor Batista en una playa, probablemente en España. Tomada de la revista Hola.
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