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lunes, 20 de agosto de 2018

Canciones con historia: Amazing Grace (I)



El 17 de junio de 2015, un terrorista entró en una iglesia de la ciudad de Charleston, en Carolina del Sur. Impulsado por su ideología racista y dispuesto a provocar una guerra civil entre blancos y negros -aquella iglesia era frecuentada por miembros de la comunidad negra local-, vació el cargador de su pistola sobre los asistentes. Nueve de ellos murieron. Entre las víctimas estaba Clementa Carlos Pinckney, senador estatal y relevante miembro del Partido Demócrata, que trabajaba en la campaña electoral de la candidata presidencial Hillary Clinton.

El ataque conmocionó a la nación por su brutalidad, y la muerte de un respetado político le añadió un extra de resonancia mediática. En el multitudinario funeral por la memoria de Pinckney, celebrado en la cancha de baloncesto de la Universidad de Charleston, participó el entonces presidente Barack Obama. Si vieron los noticiarios en aquellos días, recordarán el momento en el que Obama empezó a cantar un himno religioso. En España puede sorprender esta actitud en un funeral, pero hablamos de una canción que la comunidad negra asocia a la esperanza y la alegría, incluso en los peores momentos y ante la propia muerte. De ahí las sonrisas que lucieron de inmediato quienes compartían el estrado con él.

El hecho de que un presidente entone una canción durante un acto que casi tenía carácter de funeral de Estado es algo que no sucedería en España, pero que tiene mucho sentido en los Estados Unidos. Amazing Grace es uno de los himnos religiosos más relevantes de todos los tiempos y seguramente el más importante en aquel país. Una canción, hay que decir, que no es americana. Proviene del Reino Unido, donde es también una pieza muy popular. Pero no es lo mismo. En los Estados Unidos ha alcanzado categoría de hito cultural de primer orden. Es un estándar musical recurrente, pero esto sucede también con otros temas del góspel o de la música folclórica; lo que distingue Amazing Grace de cualquier otra canción es que tiene una significación especial para diversos grupos étnicos.

Para la comunidad negra es una canción emblemática. Muchos artistas afroamericanos la han grabado en disco o la han interpretado sobre los escenarios, y siempre con un cuidado especial. El texto de la canción, para ellos, expresa la progresiva superación de todos los agravios que han sufrido, y todavía sufren, en muchos ámbitos. ¿Lo más chocante? Que ese texto fue escrito por un inglés blanco que, para más inri, fue traficante de esclavos. Aunque esto contiene menos ironía de lo que pueda parecer a primera vista, desde luego llama la atención. Pero hay más: este hecho es quizá menos conocido, pero Amazing Grace se ha convertido también en el himno nacional de los indios cherokee, lo cual, como es fácil de deducir, también tiene una historia detrás.

Viajemos al siglo XVIII para conocer a John Newton, un personaje cuya biografía es digna de alguna novela de Robert Louis Stevenson o Joseph Conrad. El autor de la canción cristiana más importante del mundo anglosajón fue, al menos durante su juventud, cualquier cosa excepto un individuo beatífico. De hecho, era toda una pieza, un vividor sobre el que alguien debería rodar una película o una miniserie. De momento, ya le han dedicado un musical en Broadway, así que cabe esperar que HBO o Netflix recojan el guante.

John Newton nació en Londres en 1725. Se crió en una familia burguesa y puritana. Su madre, Elizabeth, murió cuando él tenía siete años y le transmitió unas enseñanzas religiosas que él, según sus propias palabras, tardó décadas en tomarse en serio. Su padre, también llamado John Newton, era capitán de la marina mercante; con la esperanza de que continuase su camino y terminase también capitaneando un barco, se lo llevó consigo de grumete a muy temprana edad, recién cumplidos los once años. La disciplina era muy rígida, la vida en un buque precaria, y el trabajo de marinero raso muy duro, propio de gente muy pobre que no tenía mejores perspectivas en tierra firme, pero John contaba con la ventaja de estar tutelado por su padre. Para llegar a capitán había que provenir de una buena posición social, pues el puesto requería estudios y contactos, y la oficialidad estaba plagada de hijos de familias adineradas que habían recibido una educación exquisita. Así, John podía empezar a aprender desde abajo y convertirse en aspirante a oficial apenas terminada la adolescencia. Ése era, al menos, el plan paterno.

El joven John, pues, creció en el mar. Sin embargo, para disgusto de su progenitor, comenzó a mostrar una fuerte personalidad marcada por la rebeldía y una conducta desordenada muy impropia del hijo de un capitán. El chaval se estaba pareciendo más a los marineros de origen proletario que a su propia familia, así que su padre, para intentar domarlo, lo devolvió a tierra y lo ingresó en un internado. Esa medida, en el siglo XVIII, no era poca cosa. El castigo físico era la norma en las escuelas británicas, como ilustraba un elocuente refrán de la época: "Los ingleses quieren más a sus perros que a sus hijos". La situación era aún peor en los internados, y John se vio sometido a un duro régimen que incluía palizas y toda clase de maltratos; un régimen cuya severidad tal vez excedía lo que su padre había pretendido. Lo único que le permitió sobrellevar aquello fue su habilidad para el aprendizaje de las lenguas clásicas, un talento que atrajo la atención de uno de sus tutores y le supuso un cierto nivel de protección frente a la violencia indiscriminada del resto del profesorado. El paso de John por aquella escuela carcelaria duró solamente dos años, los únicos en los que recibió algún tipo de educación reglamentada durante su infancia y primera juventud, algo insólito para un muchacho de su estrato socioeconómico.

Al finalizar aquel agobiante período escolar, volvió a navegar junto a su padre. Pocas cosas habían cambiado. Su actitud seguía siendo la misma, o peor. El capitán Newton, no sabiendo muy bien qué hacer con su insurrecto retoño, depositó sus esperanzas en una posible carrera administrativa. Usando sus contactos, convenció al director de una plantación de caña de azúcar en Jamaica para que tomase a John como aprendiz. Aquella hubiese sido una salida profesional con buenas perspectivas y muy apropiada para su posición social pues, de llegar a administrador de la explotación azucarera, podía ganar mucho dinero. Pero él no parecía pensar igual.

Cuando faltaban pocos días para zarpar hacia el Caribe, John visitó a unos parientes lejanos de su madre, cuya casa quedaba de camino al puerto. Una de las hijas de la familia, Mary Catlett, a la que todos llamaban Polly, le provocó una honda impresión. Polly era casi tres años menor, pero John decidió que iba a ser la mujer de su vida. Sin avisar a su padre, prolongó su estancia en la casa, mientras el barco con rumbo a Jamaica levaba anclas sin él, haciendo añicos la posibilidad de conseguir su prometedor empleo. Suponemos que cuando su padre recibió la noticia debió de sentirse atónito y furioso. Pero también se rindió a la evidencia: su hijo no quería ser oficial, ni tampoco comerciante. Como ya se había jubilado, habló con sus conocidos y lo colocó en otro buque mercante.

El joven ya no gozaría del privilegio de ser el hijo del capitán, lo que justificaba cierta esperanza de que tuviese que someterse a la dura disciplina marinera y que eso le hiciese madurar con rapidez. Tal vez, con el tiempo, John entendería que era preferible la vida más cómoda de un capitán a las penurias propias de un marinero raso. Pero tampoco esto funcionó. Pronto se destacó por ser uno de los tripulantes más descontrolados, aficionado a la bebida y la juerga. También sobresalía por su apoteósico uso de las blasfemias. Era tan, tan malhablado, que uno de sus capitanes diría que nunca había escuchado a otro marinero soltar tantas y tan variadas maldiciones de manera tan continuada. Imaginen las barbaridades que John tenía que soltar por su boca para conseguir asombrar ¡a un capitán de barco del siglo XVIII! Eso sí, no había dejado de ser un romántico.

La pizpireta Polly seguía ocupando su corazón. Al finalizar uno de sus viajes, su padre le había concertado una importante entrevista como último intento de que obtuviese un puesto más acorde a lo que se esperaba de su estatus social, pero John se fue a visitar a su chica y sencillamente ignoró que tenía aquel compromiso profesional, al que no se dignó presentarse. Su padre, exasperado, decidió que había tenido suficiente. Volvió a usar sus contactos para colocar a su hijo en un oficio que lo disciplinase, pero esta vez no se anduvo con bromas: pidió a la Royal Navy que expidiese una requisición a nombre de su hijo. La requisición, una orden forzosa de reclutamiento que solía emplearse en tiempos de guerra para obligar a los marineros mercantes a engrosar las tripulaciones de los navíos militares, no podía ser evitada, pues las autoridades no necesitaban justificación ni cabía recurso alguno. John, al recibir el fatídico documento, entendió que no tenía escapatoria. Se vio obligado a zarpar en el HMS Harwich, un buque de cincuenta cañones. Ahora era militar y, al menos sobre el papel, se habían acabado las tonterías.

Era uno de los marineros más jóvenes del Harwich, pues acababa de cumplir los diecinueve, pero llevaba ya seis años navegando y esa experiencia fue valorada, por lo que se le otorgó un puesto de confianza. En un buque de guerra ya no cabía hacer el gamberro y John trabajó bien mientras estuvo en el puesto, pero claro, no tardó en meterse en problemas. Durante una escala en Londres, pidió un permiso de veinticuatro horas para ir a visitar a su novia. Como de costumbre, se pasó varios días junto a ella, haciendo caso omiso al plazo establecido. En el barco se preguntaban qué demonios le había pasado. Cuando por fin regresó, solamente el buen servicio que había prestado le evitó un castigo severo. Pero hubo más. John supo que el HMS Harwich iba a realizar una misión en la India, lo cual significaba que pasaría cinco años sin retornar a Inglaterra. ¡Todo un lustro sin ver a su enamorada!

Aquello era algo que no podía asimilar. Antes de zarpar, el capitán lo puso al mando de un bote para recoger pertrechos del puerto y John, aprovechando la ocasión, decidió que iba a desertar. Se escabulló en los muelles y trató de escapar, pero el capitán envió a los marines en su busca -los buques de la Royal Navy solían llevar soldados armados a bordo-, y éstos no tardaron en localizarlo y traerlo de vuelta. Una vez en cubierta, lo ataron a un poste y le propinaron varias docenas de latigazos ante la mirada del resto de la tripulación. Hundido, el joven Newton supo que ya no podría evitar el viaje de cinco años y llegó a contemplar la posibilidad de asesinar a su capitán, aunque finalmente entró en razón y se contuvo, porque aquello lo hubiese llevado directo a la horca.

Al final, sin embargo, la suerte estuvo de su lado. Se libró del viaje gracias a una inesperada carambola: un acuerdo entre la Royal Navy y una empresa comercial, por el cual el HMS Harwich iba a transferir parte de la tripulación a un barco mercante. John rogó a su capitán que lo incluyese entre los hombres que iban a cambiar de nave. El capitán, quizá ponderando si merecía la pena aguantar las estupideces de Newton durante los cinco años del periplo asiático, le concedió ese deseo. De este modo, John abandonó la Royal Navy y volvió a la flota civil. Imaginamos que su padre, al saberlo, debió tirarse los pelos una vez más.

Su nuevo buque se llamaba Pegasus y se dedicaba a un negocio muy siniestro, pero que en aquellos tiempos no todo el mundo veía con malos ojos: el tráfico de esclavos en África. El buque compraba personas en la costa africana, las llevaba a Estados Unidos y las intercambiaba por mercancías que después vendía en Europa. Como cabe imaginar, la catadura moral de la tripulación distaba de ser ejemplar, pero incluso así se las arregló John para poner a todo el mundo de los nervios. Su comportamiento se volvió a ser imprevisible: bebía aún más, se mostraba pendenciero y con demasiada querencia por las bromas pesadas, y su lenguaje atroz e irreverente seguía arqueando cejas incluso en marineros crecidos en los peores barrios. Debía de ser un jovenzuelo insoportable porque, harto de él, su capitán lo encadenó en la misma bodega donde viajaban los infortunados esclavos.

Después, al hacer escala en Sierra Leona, vendió a John a Amos Clowe, el traficante que conseguía los esclavos para el buque. Clowe pensó que aquel joven inglés sería un buen regalo para su esposa africana, Peye, princesa de una etnia local. La mujer estaba acostumbrada a los lujos y no veía con malos ojos el inhumano negocio de su marido europeo; de hecho, poseía unos cuantos esclavos tan negros como ella, a los que trataba bastante mal. Newton se convirtió en siervo de la princesa Peye, y aunque cuenta la leyenda que fueron amantes, eso no le sirvió para evitar los crueles caprichos de su nueva dueña. A sus veintitrés años, John Newton, un inglés de buena familia, era el sirviente de una princesa africana. Fue el peor momento de su vida; llegó a pensar que nunca saldría de allí.

En Inglaterra, su padre empezó a preocuparse por la ausencia de noticias. Indagando en el mundillo marinero, no tardó en averiguar que John ya no formaba parte de la tripulación del Pegasus, y se temió lo peor. Envió a un capitán amigo a buscar a John; lo encontró y lo rescató tras año y medio de cautiverio. El viaje de vuelta a Inglaterra, sin embargo, guardaba nuevas sorpresas. Frente a las costas de Irlanda, una terrorífica tormenta -como aquellas que habían diezmado la Armada Invencible siglo y medio atrás- sorprendió al buque mientras la tripulación dormía. Horrorizados, los marineros vieron un agujero en el casco: el buque se estaba inundando. Aquello suponía una muerte segura. John Newton, desesperado, se acordó de Dios por primera vez desde su infancia, y le rogó que le salvase la vida. De repente, una ola sacudió el buque con tal fuerza que parte del cargamento se volcó y, milagrosamente, quedó encajado en la vía de agua con tan buena suerte que la nave pudo sobrevivir a la tempestad.

John decidió que Dios le había escuchado. Pensó que era hora de convertirse en un devoto cristiano, como su madre le había enseñado. Aunque era más fácil decirlo que hacerlo; una vez en tierra, resultó que su conversión no era tan profunda como lo había pensado al contemplar la muerte ante sus ojos, y aunque se apuntó a una congregación evangélica, él mismo reconocería que por entonces seguía sin ser un verdadero creyente y que su religiosidad necesitó años para convertirse en algo sólido. Eso sí, había empezado a madurar lo bastante como para aceptar, por fin, que su padre le buscase un puesto como oficial que ahora parecía dispuesto a ejercer como una persona adulta.

¿El problema? Que el puesto era en un barco esclavista. Y John, pese a haber experimentado en carne propia el horror de ser encadenado y vendido como sirviente, no parecía ver nada malo en ello. Décadas después recordaría que era un "despiadado hombre de negocios", y que el trato inhumano que se les daba a los esclavos le parecía algo normal. De hecho, llegó a ser capitán de un barco esclavista. En el cristianismo de la época, al menos en Inglaterra, no había ningún precepto contra la esclavitud; la Biblia la sanciona en algún que otro pasaje, y el tráfico de seres humanos estaba generalmente aceptado. Había, eso sí, una parte de la sociedad inglesa que empezaba a contemplar ese negocio con aprensión (y eso que no conocían los detalles), pero para John era una buena fuente de ingresos. Cuando tuvo que dejar de navegar a causa de una apoplejía sufrida a edad bastante temprana, veintinueve años, continuó relacionado con el tráfico de esclavos como inversionista.

Los años pasaron y su visión del mundo empezó a cambiar. Se casó con su amada Polly, y adoptó como hijas a dos sobrinas que habían quedado huérfanas. Empezó a involucrarse cada vez más en su congregación, hasta el punto de estudiar griego para poder leer los Evangelios en su lengua original, y hebreo y sirio, para comprender mejor el Antiguo Testamento. Llevaba una vida ordenada y se había convertido en un hombre culto. Terminó siendo ordenado como pastor protestante. Aceptó un puesto de predicador en una tranquila comunidad rural. El que en otro tiempo había sido un bocazas bebedor y gamberro, empezó a atraer multitudes con su oratoria, que según parece, era verdaderamente conmovedora. Su iglesia pronto tuvo que preparar bancadas de más para atraer a todos los que querían escuchar a John Newton. Algo muy creíble, si uno atiende a las magníficas letras de los himnos que empezó a escribir por aquellos tiempos. Por entonces ya había renunciado a su participación en el tráfico de esclavos, aunque lo hizo de manera discreta y sin pronunciarse en público sobre ello. Ocultó su pasado como esclavista durante buena parte de su vida. Pocas personas de su entorno conocían ese hecho, y él, más avergonzado cuanto más entendía que la esclavitud era una atrocidad, evitaba recordar aquel periodo de su juventud.

Entretanto, publicó un libro de himnos titulado Olney Hymns, con canciones escritas por él y algunos otros, entre ellos su amigo, el poeta William Cowper. Allí apareció la letra de Amazing Grace por primera vez. La intención de Newton era la de componer himnos con un lenguaje sencillo que la gente de campo pudiera entender y sentir como propio. Al contrario que algunos otros escritores de himnos de la época, Newton no intentaba imitar la solemnidad bíblica mediante símbolos grandilocuentes, sino encontrar palabras con las que cualquiera pudiera identificarse: "Asombrosa Gracia, ¡qué dulce el sonido!, que salvó a un desgraciado como yo. Estuve perdido, pero ahora me he encontrado. Estuve ciego, pero ahora puedo ver".

Como sucede siempre con los grandes letristas, Newton consiguió que cada persona pudiera adaptar el himno a sus propias circunstancias; para los cristianos evangélicos, sobre todo, el concepto de conversión, o renacer, era similar al de recuperar la vista tras un período de oscuridad. El propio Newton, que ya era un individuo admirado por su entorno, entendía mejor que nadie el proceso de cambio que experimentaban muchos creyentes en su madurez. Eso sí, la íntima vergüenza por su pasado esclavista continuó atormentándolo.

Emilio de Gorgot
Jot Down, diciembre de 2017.

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