Es una mañana soleada, y mirando afuera ese cielo azul que cubre toda la magnitud de este hermoso país hermano que me ha acogido, recuerdo algunas escenas vividas en mi querida Habana y pienso cuán distante en el tiempo, no en mi corazón, se encuentra aquella niñez pura y sin malicia que disfruté en los años 40 y 50.
Nací en una familia humilde, en El Pilar, un barrio de gente buena y decente situado en un lugar privilegiado de la ciudad, entre los Cuatro Caminos y la Esquina de Tejas. Vivíamos en la calle San Gregorio, en una casita al costado de la Sociedad del Pilar, un centro recreacional que en aquella época solamente podían ser socios los hombres del barrio. Las mujeres crearon después la Sección Femenina, pero cuando yo nací, aun no existía.
Cuando tenía 10 años, nos mudamos unas cuadras más arriba, frente a laIiglesia del Pilar, en la calle Estévez. Fui la octava hija de un matrimonio de mayores, y cuando digo así, estoy solamente repitiendo lo que tantas veces oí, aunque mi madre solo tenía 38 años y mi padre 40. Pero entonces se consideraban mayores las personas a esas edades.
En la simpleza de nuestras vidas, no había época de vacaciones, ni paseos largos, ni salidas en carro a coger carretera. No teníamos “una máquina”, como le llamaban a los autos. Los automóviles eran solo para una urgencia y había que conformarse con tomar la guagua o el tranvía. Pero tuve la satisfacción de dar un gran paseo dominical por las calles de La Habana montada en un tranvía. Los domingos era el día de los frijoles negros y el pedacito de pollo. Sí, el pedacito, no había una porción mayor, pero con qué gusto lo comíamos después del baño dominicial, cuando no podía faltar el lavado de cabeza y el corte de uñas.
En aquellos tiempos, las películas mexicanas vivían su época de oro en el cine latinoamericano. El estreno en los cines Cuatro Caminos, Santos Suárez y otros dos más cuyos nombres no recuerdo ahora, era el punto de concentración de jóvenes y adultos, a disfrutar de Pedro Infante, Jorge Negrete, Libertad Lamarque, Sarita Montiel, Lola Flores... y tantos artistas mexicanos y españoles que cubrieron de magia la pantalla grande. Y a los cubanos de historias de amor, de machos, pistolas y canciones que han quedado en la historia musical de nuestros países.
Uno de los paseos favoritos era ir a caminar por la calle Monte. A ese paseo en de mi barrio, se le llamaba, “ir a ver las vidrieras”; allí radicaban todo tipo de tiendas con grandes vidrieras iluminadas que mostraban al público transeúnte la mercancía que podrían encontrar adentro. Las peleterías exhibían calzado para toda la familia, de los colores y estilos de moda. Las tiendas de ropa igualmente. Había ferreterías, restaurantes... el recorrido lo estoy viviendo ahora como cuando tenía 8 ó 10 años: cierro los ojos y puedo ver las calles y hasta las casas con sus vecinos asomados a las puertas y los niños jugando en la calle o patinando o montando bicicleta alquilada, pero disfrutando de la fresca brisa en el atardecer dominguero.
Ir al cine era obligado al anochecer. Nos pasábamos la semana esperando para ver a nuestros ídolos cantarnos a cara llena en aquella pantalla que nos esperaba y que nos hacía disfrutar con lo que nos brindaba. Películas que nos regalaron tantos momentos de sueños y la ilusión de convertirnos algún día en protagonistas de una historia de amor.
Fueron años de vivencias inolvidables, con muy pocos cambios en esa rutina. Nos hacía felices cuando esperábamos que llegara el domingo siguiente y poder ver completa, la película que el domingo anterior nos habían mostrado en los avances, lo que contribuía a mantener el interés durante la semana y acudir de nuevo al cine.
Salíamos por la calle Estévez abajo, pasábamos delante de la Sociedad del Pilar ,caminábamos cuatro largas cuadras buscando la Calzada de Monte, allí doblábamos a la izquierda y nos esperaban otras tres cuadras por los portales frente al Mercado Único, un enorme edificio cuadrado que cubría toda la manzana, que comprendía las calles Monte, Cristina, Matadero y Arroyo. Era el centro de abasto de infinidad de comerciantes que allí encontraban las mercancías que les permitía ganarse la vida. El Mercado Único tenía sólo dos pisos de puntal muy alto. Al menos así lo veía yo cuando caminaba de la mano de mi madre por entre todas las tarimas llenas de viandas, frutas, aves... Billeteros que pregonaban que ahí estaba su suerte en la lotería nacional, o cuando tenía que taparme la nariz porque el olor a pescado fresco me daba repulsión.
Sigo mi recorrido mental. Llegabámos a la Droguería Sarrá, una sucursal de la casa matriz que estaba en La Habana Vieja y se encontraba en una parte de los grandes portalones donde tenía un nivel más alto que la acera y había que subir en ese tramo varios escalones y después bajarlo al llegar a la otra calle. No fueron pocas las veces que por ir sonseando, tropezaba y caía dándome buenos canillazos que me dejaban sendos moretones.
De Sarrá pasábamos por delante del cine Esmeralda, que exhibían películas “no tan buenas”, un cine de medio pelo que frecuentaban mucho los camioneros y expendedores del mercado. Cine para dormir unos y espabilarse otros. Llegar a la esquina de los Cuatro Caminos, era todo un acontecimiento: el tráfico, las guaguas llenas, los caminantes y borrachines que perdían tiempo y dinero en los bares y cafetines que había en cada una de las cuatro esquinas. En una de ellas estaba el café Los Parados, en la otra, por donde primero debíamos pasar, trabajaba mi hermano.
Se llamaba Cuba Moderna, que en paz descansen los dos, mi hermano y el café. Era la esquina donde terminaba Belascoaín y comenzaba Cristina, cruzándose con la Calzada de Monte que venía desde el Parque de la Fraterniddad hasta la Esquina de Tejas, donde terminaba y se convertía en Calzada del Cerro.
Después de cruzar Belascoaín, evadiendo el ir y venir del tráfico de la hora, muchas veces había que esperar para poder sacar las entradas en el cine Cuatro Caminos, porque aun no se había terminado la función de la tarde y el cine estaba lleno. Muchas personas entraban antes que terminara la matinée y poder “empatar” la película, por ende, si les gustaba, pues se quedaban a terminarla después del empate y no daban paso a los que llegábamos a la función de la noche. La matinée costaba 0.30 centavos, era más barata que la tanda (0.40) y la noche, (0.60). El balcony era más barato que la planta baja, aunque había que sentarse o muy delante o muy detrás, tratando de no sentarse en la línea que coincidía con el balcony: no podías garantizar que no te cayera un escupitajo o la colilla de un cigarro en la cabeza.
En Cuatro Caminos y en casi todos los cines habaneros, solía haber muchachones con bandejas de madera vendiendo cajitas de chicles, “peters” de chocolate, cremitas de leche... La Coca Cola venía en una botellita de cristal chiquita y costaba "un medio" (0.05 centavos). Creo que de uno de esos vendedores salió el Pregón de los chicharrones cuyo estribillo decía "chicharritas, chicharrones, mariquitas... papitas fritas". Fueron años de una niñez y adolescencia donde los pobres podían disfrutar sanamente de una distracción amena en el cine, sin poner en peligro la integridad, donde no estaba en juego la moral ni la decencia en melodramas llenos de música y romance.
Con estos recuerdos he querido rememorar una época que imagino muchos también vivieron, en otros barrios de La Habana o de otras ciudades de la isla. Tal vez no todos han podido volver a Cuba. Yo volví hace unos años. Caminé por las calles, mis calles y lloré, porque casi no reconocí los lugares donde pasé tantos días felicés.
Tomé fotos como testimonio de una cruel realidad. De una destrucción como si una bomba hubiera acabado con todo lo que existía, tratando de borrar los sentimientos que se hubieran guardados de aquellos tiempos, para dar paso a la desolación y el abandono.
Testimonio de una habanera que firmó con el seudónimo Yucateca.
Publicado el 15 de febrero de 2009 en el blog Cuba al Descubierto.Foto: Vista del barrio El Pilar. Tomada de Cubanet.
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