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jueves, 30 de noviembre de 2017

Marta Valdés recuerda a Freddy (II y final)


Me dediqué a arrastrar personas sensibles hacia los sitios donde se encontraba, siempre lista para abrir su voz poderosa y entonar su canto, quien una vez, respondiendo a mi curiosidad acerca del origen de su nombre, dijo llamarse Fredelina, Fredelina García (quizás por enmascarar ese Fredesvinda que luego aparece registrado en diversos escritos y que me encantaría comprobar si responde o no a su verdadera identidad). El asombro particular de cada una de las personas que guardó su imagen y -añadiéndole ingredientes a gusto- fabricó a su antojo, en los años por venir, una historia propia, ha convertido en una leyenda a quien en vida fuera Freddy, la cantante.

La vi alejarse con su buena compañía y subir ligerísima las escaleras. Durante un buen tiempo permaneció en su nuevo hogar. Luego supe que estuvo albergada en otras casas de amigos y, un buen día, me enteré de que ya comenzaba a tener oportunidades, que figuraría en el show del cabaret Capri bajo la dirección artística de Anido, un prestigioso hombre de espectáculos.

Para esa ocasión, mi amiga Ela O’Farrill fue invitada a componer una pieza que le serviría como tema de presentación a la cantante. Tal como dije al comienzo de esta secuencia, la compositora acababa de darse uno de esos salticos a La Habana con que solía alegrarnos. La tarde que fui a verla para que nos diéramos el abrazo de hasta luego, le pedí que me contara con pelos y señales cómo vino al mundo la hermosa canción que hemos estado disfrutando en el disco grabado por Freddy así como, más recientemente, en la espléndida versión de Haila.

Ela me cuenta que yo le había estado insistiendo para que cruzara cualquier nochecita al Celeste o a los alrededores en busca de la cantante y se diera gusto apreciando no sólo su timbre sino, a la vez, su musicalidad tan especial. Dice la amiga querida que ella se reía con mis amenazas de tirar una piedra desde la calle Humboldt apuntando a su ventana del 9º piso para obligarla a bajar.

El encuentro nunca se produjo. Eran tiempos en que ella actuaba en sitios de los alrededores y sus horarios coincidían con los de las improvisadas presentaciones de nuestra estrella naciente, así fuera frente por frente a la casa de la compositora. Pasó algún tiempo y estando ella en una descarga de amigos, Anido se encontraba presente y sacó a la conversación, a propósito del proyectado debut de Freddy en la pista del cabaret del Hotel Capri, su preocupación acerca del tratamiento escénico que requeriría esta cantante totalmente desconocida, a los efectos de satisfacer al público que frecuentaba este tipo de espectáculos .

En la reunión se encontraba también un norteamericano -según Anido, una especie de manager del cabaret o del hotel- quien, en medio de la conversación y luego de haber escuchado algunas referencias acerca de la compositora, se le acercó y le propuso crear una canción basada en la historia (pudiéramos decir a esas alturas la ya naciente leyenda) de aquella mujer. Ela cuenta que, mientras escuchaba a Anido y a este “señor alto y delgado”, se acordaba de mi ocurrencia. Les dijo que lo pensaría. Esa noche, de regreso a casa después de su actuación, abrió la ventana de su cuarto y lo que por ella entró no fue mi piedrecita sino la idea completa, de principio a fin, de la bella canción que corrió a anotar, a pulir y perfilar hasta dejarla tal como nos ha llegado.

Lo demás fue conocer a su heroína, enseñarle letra y música, darle la pieza -posiblemente a Rafael Somavilla, quien debe haber sido el director de la orquesta que acompañaba el show por aquel entonces– y luego a Humberto Suárez, arreglista y director musical del disco que, más tarde, se decidió grabar bajo el sello Puchito, quién sabe si pensando ya en el viaje próximo de la cantante a México, a juzgar por la inclusión en él de piezas como Noche de ronda, de Agustín Lara, Bésame mucho, de Consuelo Velázquez y La cita, de Gabriel Ruiz, enmarcadas en un estilo que no tenía puntos de contacto con el repertorio habitual de la cantante, inclinado de lleno a la canción y el bolero cubanos relacionados con el feeling, así como a versiones de canciones norteamericanas.

Las fechas probables en que ocurre esta parte de la historia pueden investigarse consultando los periódicos y revistas de la época. Avanzaba el año 60. A partir de agosto, la vida musical se volvió agitada, interesante, extremadamente viva para quienes éramos tan jóvenes así como para quienes no lo eran.

Mi tiempo se repartía entre algunas responsabilidades que acepté, mis colaboraciones escribiendo sobre espectáculos en el periódico Revolución, una moderada vida como intérprete y una atención creciente al reclamo de figuras que, como Doris de la Torre y Omara Portuondo, al iniciar por todo lo alto sus carreras discográficas, incluían en ellas versiones insuperables de canciones mías. Freddy no se quedó atrás y, para mi gloria, dejó registrada en la placa que conocemos como el único disco suyo de que tengamos noticias, Tengo.

A partir del mes de agosto de 1960 la vida me regaló la oportunidad de iniciar y llevar hasta lo más hondo una amistad con el compositor Julio Gutiérrez. Al calor de nuestras labores en la recién creada Sociedad Cubana de Autores Musicales -él como presidente y yo figurando, junto a Ignacio Piñeiro y Sergio Francia, entre los tres vicepresidentes de la entidad- el año 1961 puso mar por medio entre nosotros dos cuando el entrañable amigo marchó a México como director musical y arreglista de una producción de cabaret encabezada por el gran coreógrafo Rodney, en la cual Freddy figuraba como atracción.

Debe haber sido a finales de febrero o comienzos de marzo de 1961 cuando alguien puso en mis manos una carta de Julio Gutiérrez, fechada el 19 de febrero, que he conservado con verdadero celo. En ella se refiere al estreno exitoso de la producción, la noche anterior así como al proyecto de suyo y de Freddy de incluir mi canción Tú no sospechas “que a ella y a mí (sic) me gusta mucho” en un nuevo Long Playing de la cantante que comenzaría a grabarse a la semana siguiente en aquella ciudad.

Fue la última noticia que tuve acerca de ella. Si el disco se grabó, con qué sello pudo haber sido, si algunos fragmentos de la grabación yacen en un almacén de cintas magnetofónicas en México por no haber resultado interesantes para los discósofos de entonces, es un misterio. Julio no regresó a Cuba. He leído que Freddy pasó a Puerto Rico y los diccionarios dicen que murió el 31 de julio de ese mismo año en San Juan. La carta venía acompañada de un recorte de prensa con la propaganda del show a que hace referencia mi amigo. Yo lo despedacé en un arranque de rabia porque no pude soportar el carácter ofensivo con que se permitían anunciar a la cantante aludiendo a su peso corporal y no a su arte.

Un par de cosas para terminar: he estado repasando los comentarios recibidos y no acierto a localizar uno donde alguien se refiere al poder unificador que tiene la música cubana. Es curioso que algo casi exacto, casi con las mismas palabras, afirma Julio Gutiérrez en los primeros párrafos de esa carta que me ha hecho sentirlo vivo y cercano cada vez que he tenido el valor de releerla. Dicen que la casualidad no existe. Yo veo las coincidencias entre lo que afirman el lector y el compositor separadas por medio siglo y pienso eso mismo que ambos sostienen y añado aquello que Harold no se cansaba de repetir y que lo explica todo: “la música es un misterio”.

Ha sido un regalo para mí encontrar, donde no lo esperaba, personas nacidas, crecidas o maduradas a lo largo de este medio siglo lleno de saltos mortales para nuestra memoria musical y sentirlas nadando en amor hacia quienes han protagonizado una historia que, a fin de cuentas, siempre saldrá a flote porque tiene como tierra firme y escenario único al alma cubana.

Cubadebate, octubre de 2010.

Video inicial: Freddy, dibujada por el caricaturista Arístides Pumariega, interpreta Tengo, de Marta Valdés, bolero del cual ha hecho una excelente versión la cantante cubana Gema Corredera.

Nota de Tania Quintero.- Al igual que en el caso del bolero No te empeñes más, de Marta Valdés, en You Tube ni en internet no se localiza Tú no sospechas, de la misma autora, en la voz Freddy. Sí, por suerte, tres interpretaciones magistrales: del siempre recordado Bola de Nieve; por Orlando Vallejo, uno de los mejores boleristas cubanos, en esta ocasión acompañado por la orquesta del maestro Bebo Valdés, y y del hoy casi olvidado Pacho Alonso.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Marta Valdés recuerda a Freddy (I)


En atención a la sana curiosidad expresada recientemente en un comentario del amigo Fuillerat a esta columna en Cubadebate, me he tomado un par de días en destapar, pulir y ordenar como si fueran piezas de un rompecabezas, los recuerdos -siempre los mismos- que guardo de la malograda cantante cubana Freddy. A ellos les añado un resumen del testimonio que, con mucho cariño y extrema delicadeza, me ofreciera la compositora cubana Ela O’Farrill afortunadamente de visita en esta ciudad, acerca de la canción que ella le dedicó.

Ela vivía en el noveno piso del edificio de Infanta y Humboldt ubicado frente a lo que fue el bar Celeste, un sitio al que yo caracterizaría, más bien, como un café-bar, especie de paradero obligado al final de la noche para los músicos que, de regreso de sus actuaciones en los shows de los cabarets cercanos por aquel entonces a La Rampa, así como en la multitud de pequeños sitios donde era posible escuchar cada noche la buena y variada producción musical del momento, coincidían para reponer fuerzas con un buen sandwich y un café con leche mientras compartían las impresiones de esa jornada.

Fue allí donde comenzó a aparecer noche a noche, una mujer dotada de una poderosa voz de contralto, que se sentaba a cantar, por ejemplo, una versión al español de The Man I Love dando muestras de una musicalidad especial cuando intercalaba, entre frase y frase, unos tarareos equivalentes a los giros instrumentales que van armando los arreglos orquestales y que van funcionando como referencia a la armonía, elemento muy a tener en cuenta en este tipo de canciones conectadas con el repertorio de los hoy llamados “standards” norteamericanos (digamos, con el jazz). Alguien me dijo: “tienes que oír lo que hace con tu bolero No te empeñes más”. Salí a buscarla.

Ya me habían dicho que Freddy, a partir de las 10, cuando todavía los músicos no habían carenado en el bar Celeste, se sentaba un rato en una barra que estaba enfrente, en el cuchillo que hacen las calles de Infanta y San Francisco (¿o Espada?) y una noche, como a eso de las 10:30, me llegué al lugar y me di cuenta de que la tenía delante de mí. La escena se repitió bastantes veces a partir de ese momento.

Estábamos en 1959 -de eso estoy segura, a juzgar por la animación y el tráfico en la zona a esas horas y por la sensación de seguridad en las calles. Tal vez haya podido ocurrir este episodio a comienzos del 60, a juzgar con la libertad de que yo misma gozara, de salir a la calle ya entrada la noche sin que, por ello, se originara un conflicto en mi hogar (muchas veces me daba cita frente al St. John’s o el Habana Libre con Elena Burke y Manolo, su marido, dealer del Casino de ese hotel, quienes por aquellos años eran mis vecinos muy cercanos, para regresar con ellos al barrio una vez terminadas sus respectivas actividades, ya bien entrada la madrugada).

Desde que llegué al bar, una barra larga, abierta a la vista de la calle, identifiqué a aquella mujer gorda, sin otros afeites que no fueran la pulcritud y la sencillez de su atuendo y un olor suave a persona limpia. Seria, callada, delante tenía un trago de algo “a la roca” y una caja de cigarrillos Salem. Me le presenté y su respuesta fue cantarme mi bolero allí, a voz en cuello. Me aficioné a buscarla, no sólo por el placer que me producía su interpretación llena de creatividad donde ni un alpiste de la parte que había puesto yo como creadora, salía lesionado en letra o música.

Freddy me inspiraba admiración y respeto. Yo le pedía otra canción y otra y ella me complacía mientras miraba de reojo hacia la acera de enfrente. Tan pronto comenzaban a aterrizar los músicos en el Celeste, ella cruzaba y yo me iba hacia donde pudiera estar Elena para esperar a que la jornada se diera por terminada y regresáramos al barrio en el carro de Manolo, sabiendo que me perdía la tanda que, con toda seguridad, Freddy estaba ofreciendo en cualquier mesa del Celeste por el solo placer de saber que los elogios de quienes la estaban escuchando no eran cosa de juego: baste decir que uno de sus más fervientes admiradores era Guillermo Barreto (Barretico), el más exigente y quisquilloso de cuantos músicos allí se reunían.

Cada vez que podía hacerlo, me llegaba al bar de Infanta, me le sentaba al lado y, al poco rato, le pedía que cantara algo. Ella me complacía y, por supuesto, invariablemente incluía, entre las dos o tres piezas que cantaba, el bolero mío -No te empeñes más- que debió haber aprendido de la radio o la victrola en su primera y, por aquel entonces, única versión grabada en la voz de Fernando Álvarez con arreglo orquestal de Bebo Valdés.

Una de las piezas -siempre las mismas- de este rompecabezas que armo y desarmo cada vez que viene al caso el tema de Freddy, se refiere a la noche en que, al filo de las doce, cuando más inspirada se hallaba ella entonando algo con su poderosa voz, un vecino de los alrededores emitió a todo meter ese sonido digno de figurar en cualquier crucigrama cuyas tres letras, metidas entre signos de admiración, resumen el más despiadado 'cálleselaboca' en su ordinario “¡Sió!”.

Ella, sin alterarse, terminó de cantar la canción, pagó su cuenta y, con la misma, cruzó la calle y se puso a cantar debajo del poste que estaba en la esquina del bar Celeste. Yo me paré a mirarla y me sentí como el ser privilegiado que presenciaba una escena de ésas que sirven como portada a los Long-playings e imaginé el suyo y a ella famosa. Y en eso se me fue la mente un buen rato.

Dije Long-playings y me doy cuenta de que, en esta era de los MP y los CD, muchas de aquellas personas que no pasen de 40 años no tendrán idea del significado de ese término aterrizado, de pronto, aquí.

En aquel tiempo, circulaban entre nosotros tres tipos de discos: uno pequeño con una pieza grabada por cada lado, que era el que funcionaba en las victrolas de bares, bodegas y demás establecimientos; uno algo más grande, al que se denominaba “extended play” y la jerga popular identificaba como “extended”, con dos piezas por cada cara, y uno de doce pulgadas de diámetro que contenía doce piezas repartidas entre ambos lados al que en términos formales se denominaba “disco de larga duración” y comúnmente aceptábamos, tal como aparecían sus siglas o su denominación estampadas en él, como “long playing” o, sencillamente, “lon-pléi” y que, a partir de los 60, cuando comenzó a resultar pecaminoso emplear palabras americanas, pasó a tener una desabrida denominación derivada de la sigla LD, es decir, “ele-dé” (algo similar le pasó al feeling cuando se le hizo la cirugía plástica que lo enmascaró bajo el término filin). El “extended” giraba a la velocidad de 45 revoluciones por minuto, de manera que los cubanos nos referíamos a él como “un disco de 45” mientras que el más pequeño y el más grande giraban a 33 revoluciones y nos referíamos a ellos, respectivamente, como “un disco pequeño” o “un long-playing”.

Pues bien, queridos amigos: aquella imagen de mujer cantando a la luz de un farol de la calle Infanta, me hizo soñar con un disco que sólo existió en mi imaginación particular, un disco que no estaría regido por las exigencias de mercado alguno, donde el repertorio de primera que -en honor a las leyes del contraste- ella había ido configurando posiblemente (son imaginaciones mías también) bajo la influencia de la programación radial que escuchaba en el transcurso de las horas de dedicación a las labores domésticas que le servían para ganarse la vida. Ese disco -pensaba yo– pasaría a ser el mejor testimonio de su paso por el arte.

Posiblemente esa necesidad de compartirlo todo para poder degustar mejor lo bueno (tan preciosamente resumida por Pablo Milanés en una de sus canciones) sea uno de los rasgos que caracterizan a las personas que, al decir de los más grandes de entonces, tienen o no tienen feeling.

Cubadebate, septiembre de 2010.

Foto: Tomada del post Freddy o Fredesvinda García Valdés, publicado en diciembre de 2012 en el blog Habanero 2000.

Nota de Tania Quintero.- Es una lástima que de la interpretación que hizo Freddy del bolero No te empeñes más, de Marta Valdés, hoy en You Tube ni en internet se pueda escuchar. Como es uno de los grandes boleros cubanos de todos los tiempos, les propongo escucharlo también en las voces de Pablo Milanés, Beatriz Márquez, Cheo Feliciano y Paulo FG.

Escuchar: Radio.documental Ella cantaba boleros.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Lucrecia López Vega: toda una vida



Lucrecia, "Cutico" (como le decían sus hermanos) o Lucre, como la llamamos todos los demás incluidos sus hijos, cumple hoy, 23 de noviembre, 95 años. Si bien su memoria y energías no son tan electrizantes como antes, aún conserva la misma voz y una lucidez y raciocinio impresionantes, y se esfuerza a diario por hacer algo de ejercicio y bajar, muchas veces a pie, los cuatro pisos del edificio donde vive con su hijo Rafael, para caminar aunque sea un par de cuadras y mantenerse en forma.

Lucre se ha ganado el cariño y la admiración de mucha gente a lo largo de su vida. Quizá sea por su indómito carácter de decirle lo que sea a quien sea, sin importar las consecuencias, y a pesar de eso externar una bonhomía y dulzura que infructuosamente trata de ocultar. Quizá sea porque su cocina exquisita es todavía recordada por quienes la conocemos como lo mejor que hemos probado en la vida; quizá porque siempre dio su apoyo y consejo a quienes venían a ella a confiarle y consultarle sus problemas. Quizá porque nunca hizo caso a chismes y habladurías y siempre se preocupó por las cosas verdaderamente importantes y por superarse en la vida, estudiando y terminando la secundaria después de tener tres hijos, aunque su inteligencia natural siempre estuvo por encima de los dogmáticos límites académicos. Lucre tiene algo que atrae y encanta a la gente que siempre quiere convertirse en su amiga. Siempre fue querida y algo temida en el edificio de Pedroso 275 en La Habana donde vivió durante casi 60 años y del que se convirtió en la indiscutida reina a la que los vecinos acudían en busca de consejos.

Anécdotas de la vida de Lucre hay muchas... desde que empezó desde muy joven a trabajar en las oficinas centrales del Partido Socialista Popular a cargo de la biblioteca y donde conoció a muchas figuras que con el tiempo llegaron a ser altos personajes del gobierno y la política, aunque jamás hizo uso de esos contactos para su beneficio personal ni el de su familia.

O cuando se mudó con mi padre y nosotros a un pequeño apartamento en Marianao en los años 50, donde notó que un vecino todos los días la saludaba con mucha amabilidad y se quedaba mirándola como pensando "de dónde te conozco" y luego supo que era el jefe del temido Servicio de Inteligencia Militar (SIM) de la tiranía batistiana y ella que había trabajado muchos años en el ahora ilegalizado Partido Socialista, estaba entre la lista de los más buscados... tuvieron que mudarse a toda prisa de aquel lugar.

O cuando muy al principio de la revolución ella fue a la oficina de un antiguo funcionario del Partido que era ahora un alto dirigente del gobierno, con el objetivo de ofrecerse a hacer lo que fuera por ayudar al país, y aquel hombre, ahora encumbrado en su nueva posición, la recibió con un "Hola Chinita (así le decían), no tengo ni casas, ni carros, ni puestos" dicho desde la altura de su supuesta autoridad, y ella le respondió "pues yo no vine aquí ni por casa, ni por carro ni por puesto. Yo venía para ver en qué podía ayudar, en qué podría ser más útil para el nuevo gobierno, pero viendo que es gente como tú la que está a cargo, me voy pa'l carajo porque ni muerta trabajaría para un "equivoca'o" como tú.", y dicho y hecho se fue a su casa y a partir de ese día comprendió que la revolución sólo había cambiado los personajes en el poder pero "los de abajo" con los que ella siempre se identificó de corazón, iban a seguir siempre jodidos, como así fue.

O cuando "le cantó las cuarenta" al entonces Ministro de Educación José Llanusa en un teatro donde se llevaba a cabo una reunión (pura pose) del Ministro con padres de familia, de los hijos que iban a participar en la primera edición masiva del plan "La Escuela al Campo" que iba a ser en Camagüey por 45 días para estudiantes de Secundaria y Preuniversitario. El año anterior se había realizado una prueba piloto del plan con algunas escuelas, entre ellas la secundaria donde estudiaban mis hermanos, que habían ido a Isla de Pinos durante 15 días, y que había sido un desastre. Después de un discurso edulcorado del ministro, en la sesión de preguntas y respuestas nadie se atrevía a plantear las preocupaciones en la mente de todos los padres presentes hasta que Lucre se levantó y preguntó con ese tono tan suyo, esa dulzura presagiadora de tormentas que sus cercanos conocemos tan bien:

- Bueno, yo tengo una pregunta. Yo quisiera saber cómo va a ser la alimentación de los muchachos.

El ministro tratando de hacerse el gracioso, respondió:

- Pues señora, ¿cómo que cómo va a ser? Desayuno, almuerzo y comida, por supuesto.

Y ahí se lanzó Lucre a fondo:

- Pues mientras lo que usted llama "desayuno, almuerzo y comida" no sea como lo que les dieron el año pasado en Isla de Pinos, que hasta los muchachos sacaron una canción que decía "Agua y azúcar, pan con tomate... ¡dame mi chocolate!" porque eso fue lo que les dieron a comer a los muchachos el año pasado, además de que todo fue una desorganización completa, y a mi hijo de 12 años lo mandaron solo en un lugar que él totalmente desconocía a ver al médico relejos en Nueva Gerona, y gracias que su hermano mayor lo acompañó y luego muchos muchachos entre ellos mis hijos regresaron con gastroenteritis y diarrea por beber agua contaminada, y la atención y el cuidado a los muchachos fue un desastre y muchos sufrieron accidentes de gravedad por el descuido de los maestros y la falta de organización... si todo eso pasó en 15 días y ahora van a ser 45... si a eso usted le llama "desayuno, almuerzo y comida" pues la verdad yo no sé qué pensar...

Por supuesto la reunión se acabó inmediatamente "como la fiesta del Guatao", el ministro balbuciendo excusas y mirando a Lucre como si la quisiera matar y el público, unos aplaudiendo a Lucre a rabiar, y otros indignados de que "esa señora" se hubiera atrevido a hablarle así nada menos que al Ministro de Educación... a partir de ese día Lucre fue una celebridad en el barrio y mucha gente se le acercaba para decirle bajito "hizo bien en decirle cuatro cosas, porque si usted no lo hace, nadie se hubiera atrevido".

En fin hay muchas más anécdotas de la larga vida de Lucre pero sirvan éstas como exponentes de su recio carácter y sus principios. Y aquí van algunas fotos de su vida:

El noviazgo de Lucrecia y Rafael Pérez Vega (Cienfuegos 1919 - La Habana 2003) se alargó seis años porque tras Rafael terminar sus estudios técnicos en la Escuela de Artes y Oficios de La Habana, por sus buenas notas y su dominio del idioma inglés, fue seleccionado para trabajar en la Base Naval de Guantánamo, donde permaneció dos años.





Día de su boda. Lucrecia y Rafael se casaron por lo civil el 3 de julio de 1948. La celebración de la boda tuvo lugar en el domicilio donde residía Rafael con sus cinco hermanas (Esther, Ofelia, Herminia, Olga e Hilda), en Peñalver 210 entre Escobar y División. Las hermanas, excelentes bordadoras, eran conocidas como Las Pérez.


El matrimonio Pérez-López en 1957, en el sexto cumpleaños de Rafael, el hijo mayor, nacido en 1951. A su lado, Armando (1953) y en brazos de Lucrecia, Marco Antonio (1956).


Lucrecia en la playa de Santa María del Mar en 1967, con cuatro de sus cuñadas: de izquierda a derecha, Ofelia, Esther, Hilda, Olga y Lucre.


Lucrecia, de pie a la izquierda, durante uno de los últimos cumpleaños de Mama, como sus seis hijos le decían a Rosa Vega (La Habana, 1893-1984), junto a sus hermanas Ana Rosa (Tita) y Merceditas y sus hermanos Roberto y Filiberto (Machito). Sólo falta Rodolfo (Minino), el menor de los varones.

De origen muy humilde, Lucrecia, sus madres, sus hermanos y una abuela, vivían en un solar en la calle Hospital, hoy municipio de Centro Habana. A partir de la muerte de su padre Armando López de la Cruz, en 1940, con tan solo 18 años comenzó a trabajar (foto del 23 de noviembre de 1944).

 Como a casi todas las cubanas y en particular a las habaneras de aquella época, fueran ricas o pobres, blancas, negras o mulatas, a Lucre le gustaba vestirse bien y no pasar inadvertida cuando salía a la calle:














Lucre, con esta pequeña reseña quisimos hacerte saber lo importante que eres para todos nosotros aún hoy como referencia de carácter y de integridad, por tus enseñanzas y ejemplo a lo largo de toda tu vida y por haber hecho de nosotros quienes hoy somos.

Sus tres hijos y yo a Lucre también le queremos dedicar una de las canciones cubanas más internacionales: el bolero Toda una vida, de Osvaldo Farrés (Las Villas 1902-Nueva Jersey 1985), en esta ocasión interpretado por Reinaldo Creagh (Santiago de Cuba 1918-2004).


Tania Quintero y Marco A. Pérez López
Foto: Lucre el 9 de octubre de 2017.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Chicho Ibáñez, el músico cubano más longevo


Al finalizar el documental, el director Juan Carlos Tabío aclara que fue realizado en el año en que Chicho Ibáñez cumplió 100 años. O sea que al hombre que en el video vemos cantando y bromeando en ese momento tenía 99 años.

Chicho Ibáñez nació en Corral Falso, Pedro Betancourt, Matanzas, el 22 de noviembre de 1875 y falleció en La Habana el 18 de mayo de 1987, a los 112 años, una edad que hasta la fecha no ha sido superada por ningún músico cubano en activo.

Otros músicos longevos han sido Tata Villegas, 103 años; Sindo Garay, con 101 años; Roberto Nápoles, quien murió en 2011, tres meses antes de cumplir los 100 años; Rosendo Ruiz Suárez, 98 años; Compay Segundo, 96 años; Faustino Oramas, El guayabero, 96 años; (1911-2007); Reinaldo Creagh, 96 años y Emiliano Blez, 94 años

Enrique 'Nené' Alvarez, el padre de Adalberto Álvarez, falleció el 7 de febrero de 2017 en Camagüey, su provincia natal. En un documental que en 2016 le dedicaron, Nené decía que pensaba llegar a los 100 años.

No llegó. A modo de homenaje a él y a todos los músicos cubanos que han tenido una larga y fructífera existencia, reproducimos el documental El embajador del son:


De las mujeres, la más longeva ha sido Esther Borja, con 100 años (1913-2013). Detrás le seguiría Omara Portuondo, quien el pasado 29 de octubre cumplió 87 años.

Tania Quintero

jueves, 16 de noviembre de 2017

Isora Club y Coralia López



Nada en su aspecto actual hace suponer que fue allí donde estuvo por mucho tiempo uno de los templos de la música bailable en Cuba. Sólo la gran puerta de madera que da paso al interior del recinto, parece recordar la edad que tiene, y que está allí desde entonces. Aun así, sobrecoge saber que hacia ese lugar encaminaron sus pasos muchísimas veces hombres y mujeres que hoy veneramos, agradecidos por la mar de música buena que nos dejaron.

Difícil imaginar hoy que esa puerta desvencijada de la casa marcada con el número 720 de la calle Melones, en la medianía de la cuadra que escoltan la Calzada de Luyanó y la calle Compromiso, en la barriada habanera de Luyanó, franqueaba el paso a bailadores y bailadoras y, por supuesto, a los músicos de las más famosas orquestas, en lo que fue una de las primeras y más famosas sociedad de recreo de negros y mulatos: el Isora Club.

Constituída a finales de la década de 1930, a escasos metros de la casa de los Cachao, familia legendaria de músicos cubanos, el entusiasmo y la dedicación de su fundador, Nando Padrón hizo que el Isora Club deviniera rápidamente en uno de los sitios preferidos de los bailadores y que su fama permaneciera por espacio de casi treinta años. Al inicio, Nando alquiló aquella casa espaciosa y bien ventilada, que aumentaba su valor al poseer dentro de la propiedad un terreno aledaño, y decidió inscribir el Isora Club como una sociedad de instrucción y recreo en el Registro Nacional de Asociaciones, donde consta su existencia a partir del 19 de octubre de 1941.

Clara Emelina Padrón Morales, hija de Nando, en 2015 era una anciana muy avanzada en años, aunque su rostro denotaba los rasgos de una belleza pretérita incontestable. La enfermedad la mantenía inmovilizada en su cama, pero cuando le pedí que me contara sobre el Isora Club, su mirada se tornó vivaz, la voz firme y alegre y las remembranzas obraron el milagro: el Isora comenzó a dibujarse ante mis ojos.

“Mi padre le puso así por el árbol florido del mismo nombre -Isora- que estaba frente a la entrada. La casa donde se instaló el club es esta misma, pero ahora ha cambiado mucho. Fue alquilada por mi padres para ese fin y luego pasó a ser de su propiedad. Constaba del área de vivienda, como tal, y de un patio lateral donde se ponía la tarima para los músicos, las mesas y las sillas, así como el espacio para que la gente pudiera bailar. Aquí adentro, en esa habitación de ahí al lado-y señala a la que se ubica en el fondo de la edificación actual- era donde ensayaba Pérez Prado todos los días. Celia Cruz también venía mucho. Todos venían, y las orquestas que tocaban aquí eran las más populares del momento: los llamados Tres Grandes (Conjunto de Arsenio Rodríguez, Orquesta Melodías del 40 y Arcaño y sus Maravillas), en la que entonces tocaba Orestes López, el primer Cachao. Lo que más se bailó en el Isora Club fueron danzones y hasta un danzón le compusieron en su honor!”, contó orgullosa Clara Emelina Padrón

Y claro que tenía razón: en 1941 la compositora y pianista Coralia López, hermana de los Cachao, los músicos Orestes e Israel López Valdés, y también vecina de la misma barriada de Luyanó compuso el famoso danzón Isora Club, a mi juicio, uno de los mejores danzones de todos los tiempos, presente en los repertorios de casi todas las orquestas cultoras del género y a través del cual, el recinto creado y animado por Nando Padrón pasó a la historia musical de Cuba. Con este danzón, su creadora conquistó el premio del concurso de danzones realizado aquel año por la radioemisora Mil Diez.

Al hablar de la familia de los Cachao se suele relegar un tanto la labor de Coralia, como músico, debido, quizás, a los aportes fundacionales y magníficos que sus hermanos varones Orestes 'Macho' e Israel 'Cachao', hicieron a la evolución del danzón y el surgimiento del mambo, así como las innovaciones de Cachao en la ejecución del contrabajo. Sin embargo, Coralia vivió una vida musical tan activa como las de sus hermanos, salvando las distancias y limitaciones que imponían su condición femenina y las costumbres de la época.



Juana Coralia López Valdés, nacida en La Habana el 6 de mayo de 1910, estudió con su padre, el contrabajista Pedro López. En el piano recordaría únicamente el apelativo misterioso de la que fue su mentora inicial: Madame Clara. Contaba 30 años cuando fundó su propia orquesta, que llamó como ella: la Orquesta de Coralia López, de la que sería pianista y directora, marcando un hito importante: fue la primera mujer que dirigió una orquesta danzonera en Cuba. Entre sus integrantes tendría a Edelmiro Pérez, en la flauta; Alfredo Lazo, güiro; Armando Lazo, timbal; Rubén Cortada, cantante; Pepito Seoani, contrabajo; y en los violines Raúl Valdés, Jesús Lanza, Tomás Reisoto y un joven llamado Enrique Jorrín, quien luego pasaría a la historia musical cubana por ser el creador del chachachá. En su repertorio figuraban los danzones escritos por la propia Coralia y por otros compositores danzoneros como Abelardito Valdés y Antonio María Romeu. Al parecer, la orquesta nunca realizó grabaciones, a pesar de que tocaban en numerosos bailes y sitios habaneros, como El Carmelo, Los Marquesitos, las sociedades Club Progresista y el propio Isora Club.

A partir de 1930 proliferan este tipo de sociedades de instrucción y recreo, que, como el Isora, se regían por un patrón segregacionista: había sociedades de blancos y de negros y mulatos. En el caso de estas últimas se convierten en sitios apropiados para la recreación y disfrute de aquéllos y, en general, de personas de los sectores más humildes, ya fueran blancos o negros, igualados por los escasos recursos: obreros, operarios, maestros, trabajadores portuarios... Eran sitios de mucha afluencia y socialización y, por tanto, fueron muy importantes en la difusión de los ritmos emergentes en cada momento: del danzón, el llamado 'danzón de nuevo ritmo' que sería para algunos, quizás, la prehistoria del mambo, el mambo y más tarde, el chachachá.

En las sociedades de instrucción y recreo de negros y mulatos alcanzaron popularidad músicos como Arsenio Rodríguez, Antonio Arcaño con sus Maravillas, Dámaso Pérez Prado, Regino Frontela, al frente de la orquesta Melodías del 40 y muchos otros. Eran auténticos laboratorios musicales donde sometían a la consideración de los bailadores sus nuevas creaciones, en un proceso de constante experimento y retroalimentación entre músicos y público. De ahí su importancia en la evolución de la música popular cubana en las décadas de 1930, 1940 y 1950.

Las más famosas fueron la Unión Fraternal, situada en el piso superior del inmueble ubicado en la confluencia de las calles Misión y Revillagigedo, en el barrio de Jesús María; Isora Club, en Luyanó; Jóvenes del Vals, en la calle Rodríguez esquina a Atarés primero, y luego en Santos Suárez en Calzada de 10 de Octubre y Correa; Las Águilas, en Luz 56, Lawton. El Marianao Social Club quedaba muy distante de éstas, al oeste de la ciudad, en la calle 57 entre 134 y 136, en La Lisa. Este club tiene un lugar destacado en la historia musical cubana, pues fue allí donde la Orquesta Aragón, en 1950, tuvo su debut oficial en la capital.

El Club Social de Buenavista, muy popular en las décadas del 40 y del 50, también se ubicaba en otro barrio marianense, como lo indica su nombre, inspirador del proyecto musical cubano que alcanzara la mayor repercusión global a finales del pasado milenio; el Antilla Sport Club, el Club Paseo y Mar, la Sociedad Los Faraones, el Club Intersocial, el Club Artístico y Cultural y muchas otras, diseminadas no sólo en la capital, sino en todo el país. La popularidad de estas sociedades llega hasta la década de 1950, jugando también un remarcable papel en la difusión del mambo y el chachachá entre los bailadores. El Isora Club, como muchas otras sociedades, continuó vigente con los nuevos ritmos.

En las décadas de 1930 y 1940, en pleno auge del danzón, se hizo costumbre que muchas orquestas, a modo de agradecimiento y elogio, dedicaran una promoción a esas sociedades. El título de esos danzones era, por lo general, el nombre de aquellas sociedades de recreo y clubes sociales donde solían presentarse. Los Cachao y su hermana, la creativa Coralia, todos músicos de formación académica, fueron prolíficos en la composición de danzones para rendir tributo a aquellas entidades que acogían las presentaciones en bailables de las orquestas más populares. Así surgieron las piezas Club Social de Marianao, Jóvenes de la Defensa; Armoniosos de Santa Amalia, Juventud de Colón, Aponte Sport Club, Avance Juvenil de Ciego de Avila, Centro San Agustín de Alquízar, Jóvenes del Ritmo, Marianao Social y Social Club Buenavista, entre otros.

Por su parte, Coralia López, como autora, homenajeó también con sus danzones a otras sociedades como Magnetic Sport Club y Juventud de Colón (1942). Otras piezas suyas, de cierta popularidad fueron Los panqueleros (1942); Sal de la cueva cua cua, Transferencia a quilo, El bajo come chivo, El gran stadium del Cerro, El sueño de Rolando, Llegó Manolo, Los jóvenes del agua fría (1941) y Pepito el castigador, la mayoría de ellas con un perfil de cronismo social de su época, destacando personajes pintorescos y situaciones peculiares. Coralia López aportó también su creación a esa larga lista de danzones, pero sin duda, ninguno conquistó la popularidad y permanencia de su danzón Isora Club, convertido ya en un clásico del género, con versiones excelentes.


En grabaciones, no encuentro ninguna que sea anterior a la realizada por Cachao y su Típica en 1958 en los estudios de Radio Progreso y que se incluye en el LP Camina Juan Pescao, publicado por los sellos Kubaney (392) y Duher (1603) unos años después. Por la Orquesta Aragón se conserva una grabación de 1960 realizada en vivo en los estudios de Radio Progreso, La Habana, y que forma parte del LP Danzones de ayer y hoy” (sello Discuba LP-515, reeditado en 1990 por el mismo sello en CDD-155). Israel Cachao López vuelve a grabarla en 1993 para su premiado CD Cachao. Masters Sessions. Vol. 1 (sello Crescent Moon), registrado en Los Angeles por un verdadero all-stars y que recibiera el Premio Grammy en 1994 a la Mejor Interpretación Tropical Latina (Best Tropical Latin Performance), y en la que, para mi gusto, descuellan el propio Cachao en el contrabajo y la flauta del boricua Néstor Torres. En esta versión, intervienen Cachao en la dirección, arreglo, contrabajo y coros; el boricua Néstor Torres en la flauta; en el piano el cubano Alfredo Valdés Jr.; el newyorrican Richie Flores en las tumbadoras; el boricua Rafael 'Felo' Barrio en el güiro y coros, y en los timbales, el camagüeyano Orestes Vilató.

El pianista Rubén González, bajo el influjo del Buenavista Social Club, elige también Isora Club para su disco Chanchullo, en una memorable grabación revisitando la pieza en la que aportó una fabulosa versión insertada con propiedad en un contexto actual, ejemplo de cómo puede el género ser aún atractivo y dúctil a abordajes oportunos más allá de los patrones iniciales establecidos por Miguel Faílde, pero nutridos por el camino con el ingenio creativo de otros nombres como Cheo Belén Puig, Antonio María Romeu, Belisario López, Antonio Arcaño. Grabada en los Estudios Areíto, de EGREM, en La Habana, en el año 2000, la versión de Rubén González da protagonismo a su piano, en un delicioso solo, secundado por el trombón de Jesús 'Aguaje' Ramos -quien se encarga también de la dirección-, y la trompeta de Manuel 'Guajiro' Mirabal, a los que se le une en el contrabajo un descendiente de la familia Cachao, Orlando 'Cachaíto' López; Amadito Valdés, en las pailas; Roberto García (bongó y percusión menor); Alejandro Pichardo Pérez (güiro y claves) y Alberto 'Virgilio' Valdés (maracas).

Cuando Coralia López falleció en 1993, el nombre de Isora Club recorría ya el mundo, asociado al danzón, que a diferencia de aquella sociedad que creara Nando Padrón en la calle Melones de Luyanó, ha resistido el paso del tiempo.

Rosa Marquetti Torres
Desmemoriados. Historias de la Música Cubana, septiembre de 2017. 
Ver fotos y otros datos en Desmemoriados.

Video inicial: Al final, uno de los tres hombres haciendo coro con el estribillo "Isora, mi vida, te quiero" es el actor cubano Andy García, gran amigo y admirador de Orestes 'Cachao' López.

Nota de Tania Quintero.- En Tampico, México, una Academia de Danzón se llama Isora Club. En You Tube se localizan varios videos realizados por aficionados en distintas ciudades mexicanas en los cuales niños, jóvenes o adultos bailan un danzón del cual probablemente no saben su historia ni quién lo compuso. Bailando Isora Club en Veracruz; Jalisco y Yucatán, entre otros.

lunes, 13 de noviembre de 2017

La revolución en la décima cubana


Alex Díaz Hernández es neorrepentista, que es lo mismo que transgresor y cambiante. Porque el Neorrepentismo es una amalgama de la improvisación poética con otras manifestaciones artísticas, una apuesta por trastocar lo que convencionalmente se escucha en un guateque.

Se graduó de Termoenergética, pero nunca ejerció su profesión. Prefirió las letras y la narración oral. El hijo del célebre improvisador cubano Alexis Díaz-Pimienta tiene apenas 21 años y configura ya una carrera propia con otra forma de hacer décima cubana, más allá de la tradicional.

Junto a Diego Guerra Hernández y a Fausto Arnaldo Pompa, Alex dirige el proyecto La Resistencia, surgido hace poco menos de dos años. Este grupo apuesta por un arte revolucionario, pues además de la música, en el mismo escenario conviven la improvisación, la narración oral, el baile y el teatro.

Su peña habitual es en La Lucecita, en las periferias del municipio Playa en La Habana. El público que los visita está consciente de que verá algo distinto al guateque tradicional en cada presentación.

“Lo que me gusta es mezclar la improvisación poética con otras manifestaciones artísticas porque de eso va el neorrepentismo. La diferencia no radica en cantarla o no, sino en la banda musical que la acompañe, porque ya el laúd y el tres no tocan el punto guajiro, sino que ahora lo que se escucha son acordes de violines, chelo, guitarra, y el cajón flamenco; instrumentos que nada tienen que ver con los tradicionales. La idea es trastocar el oído a lo que convencionalmente está adaptado a escuchar, por eso incluimos el repentismo hablado, poco usado en lo guateques campesinos”, explica Alex.

Las nuevas formas de hacer arte puede causar ruido en el público, sin embargo La Resistencia ha logrado ganarse a sus propios seguidores.

“Hay muchas formas de hacer la décima cubana, pero solo se había hecho popular el punto guajiro. Las cátedras de repentismo de la décima improvisada en Cuba, han comenzado a enseñar la décima performática, ligada al neorrepentismo”, dice Alex, quien proviene de una familia de improvisadores. Así que la décima es parte de su ADN, como él mismo lo definió.

“El término neorrepentismo no me es ajeno, como tampoco lo es la improvisación. Crecí escuchando décimas cubanas. Mi padre es uno de los mejores exponentes de este género”, dice. Y muy cerca, en casa, tiene al maestro. “Mi padre fue el creador del término neorrepentismo, pero también he puesto lo mío; ahora estoy trabajando en controversias monólogos, en las que un mismo poeta hace los dos personajes”.

La improvisación requiere trabajo, mucho estudio de ejercicios y técnicas. Es más fácil aprenderla de niño, por eso este talentoso narrador se desempeña con soltura.

“Las palabras no se aprenden. Ningún improvisador tiene como meta aprender x cantidad de palabras por día, simplemente incorporas a tu vocabulario nuevos términos producto de la misma lectura”, aclara.

¿Y qué lee un improvisador?

-Yo leo de todo, poesía, ensayo. No puedes elegir solo lo que te gusta, porque cuando estás en escena no sabes sobre qué temas tienes que improvisar. El público te da palabras y personajes, después hay que unirlos todos en una misma décima. Hay palabras tristes que no tienen rimas, por eso no haces nada con aprenderlas de memoria, sino aprender a jugar con las palabras.

El repentismo puede ser una vía para ganarse la vida. En Cuba ha habido figuras reconocidas como El Jilguero de Cienfuegos. Pero pudiera ser distinto para alguien que está comenzando, como Alex Díaz Hernández.

“Gano algo de dinero, no lo que debería, pero por ahora no me preocupa. Escogí este camino, es lo que realmente me gusta hacer, quiero que la juventud conozca más la tradición poética nuestra, que no solo es Palmas y Cañas.

“El neorrepentismo rompe con los presupuestos anteriores sin dejar de ser tradicional. No he dejado de hacer décima tradicional, solo trato de enriquecerla. Y no me interesa cómo la gente me ve, simplemente quiero mostrar mi talento. No soy como mi padre y creo que nunca lo seré, porque él es un genio. Solo hago algo de su obra, pero desde mi óptica. Él también está seguro de que él es él y yo soy yo”.

Claudia Rodríguez González
On Cuba, 26 de junio de 2017.

jueves, 9 de noviembre de 2017

La historia de los olvidados


El documental, realizado en 2012 en Cuba por Pitingo tiene una duración de 49.37 minutos.

Los músicos cubanos incluidos son Joseíto Fernández, Frank Domínguez, César Portillo de la Luz, Gonzalo Roig, Manuel Corona. Miguel Matamoros, Osvaldo Farrés, Julio Gutiérrez, Pedro Junco, Arsenio Rodríguez y Moisés Simons.

También salen la hija de Joseíto, la viuda de Roig, una nieta de Matamoros, la hija de Arsenio Rodríguez y el músico Carlos Faxas, que dos años después falleció. El hilo conductor, estuvo a cargo del musicólogo santiaguero Radamés Giró.

Es una vergüenza que tenga que ir a Cuba un músico extranjero para rescatar del olvido a glorias de nuestra música y también a sus familias. Por suerte, en La Habana hay quienes dedican su tiempo libre a mantener viva la historia musical cubana, como Rosa Marquetti en su blog Desmemoriados. O yo, que en los diez años de mi blog he publicado ya decenas de posts dedicados a la música cubana y a la música en general.

No permitamos que Donald Trump, congresistas cubanoamericanos, exiliados miamenses y disidentes cubanos de línea dura, impidan que se sigan haciendo documentales como el que hizo Pitingo en Cuba.

Al margen del país donde se resida y de posturas ideológicas, no dejemos que los grandes nombres de la música, el arte y la literatura cubanos de todos los tiempos sean olvidados o ninguneados por personajes que hasta ahora han demostrado ser portavoces de la anticultura, la mediocridad y la politiquería.

Como al documental le faltó una compositora, incluyo a Isolina Carrillo y sus Dos Gardenias, en la voz de la brasileña María Rita, hija de Elis Regina.

Tania Quintero

lunes, 6 de noviembre de 2017

¿Seguirá siendo Cuba la isla de la música?


Dejando a un lado los excesos de nacionalismos, pero reconociendo lo que indudablemente es motivo para sentirnos orgullosos, hemos de admitir que la cultura cubana, cuyo día se celebre los 20 de octubre, ha engrandecido la universalidad de Cuba.

De manera increíble, en un pequeño territorio bien distante del viejo mundo y solo con vestigios aborígenes culturales que muy pronto se extinguieron en el tiempo, Cuba ha podido mostrar las grandezas de su arte a través de la pintura, la escultura, la danza, y de manera particular de su música.

En la primera mitad del siglo veinte algunos pintores de formación académica enmarcada en los cánones de la tradición, se abrieron paso en Europa para salir triunfantes y colocar a la pintura cubana en sitio cimero. Víctor Manuel, Abela, Amelia Peláez, Pogolotti, Carlos Enríquez y Lam iniciaron el vanguardismo en Cuba con obras que sobrepasando lo aprendido en la academia lograron situarse a la altura de sus contemporáneos del viejo continente.

En 1948 se constituía y muy pronto se consolidaba el Ballet Alicia Alonso, luego Ballet Nacional. Alicia, bailarina ejemplar, triunfaba en los Estados Unidos. Luego surgía ante el mundo la Escuela Cubana de Ballet con sus emblemáticas cuatro joyas: Mirtha, Josefina, Aurora y Loipa, las que iniciaron un camino que continuaron luego grandes estrellas de relevancia mundial. No obstante, ha sido a través de la música que Cuba ha logrado su mayor trascendencia. Desde la refinada obra de Ernesto Lecuona hasta la gracia interpretativa de Celia Cruz, la música ha sido el símbolo de la isla por más de un siglo.

En la llamada música culta o de concierto, durante las primeras décadas del pasado siglo, lograban abrirse paso en países de Europa y Estados Unidos dos jóvenes talentos que intuitivamente supieron apropiarse de la magia de los ritmos africanos arraigados en Cuba y llevarlos a terreno del sinfonismo. Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla iniciaron un movimiento de marcada contemporaneidad conocido como afrocubanismo. Obras como La Rumba, Bembé, Obertura Cubana, Tres Danzas Cubanas y Primera Suite de García Caturla y La Rebambaramba, Tres Pequeños Poemas y Rítmicas de Roldán, alcanzaban el reconocimiento de la crítica especializada y del público.

Pero la verdadera explosión de nuestra música ha sido en la variante popular. Ernesto Lecuona, sin abandonar del todo su labor como concertista ni su creación musical de una factura más elaborada,que con frecuencia se insertaba en los cánones de lo clásico, fue capaz de difundir la música popular cubana por parte del mundo. Las grandes temporadas que protagonizaba con su compañía de revistas musicales por América y Europa le abrieron paso a figuras como Rita Montaner, Bola de Nieve y Esther Borja, que luego alcanzarían notoriedad internacional.

Obras como El manisero, Para Vigo me voy, Mama Inés, Siboney y Mesié Julián se repetían en teatros y centros nocturnos para un público exigente, que más allá de lo exótico supo captar la grandeza de una música única en el mundo. Compositores como Moisés Simons, Eliseo y Emilio Grenet, Jorge Ankermann, Luis Casas Romero, y el propio Lecuona y Bola de Nieve, los que además fueron notables intérpretes, aportaban al panorama sonoro de la isla un grupo de obras que aún se interpretan en Cuba y parte del mundo.

El son, como modalidad musical, se insertaba sutilmente hasta su definitivo triunfo en los principales salones habaneros. El Trío Matamoros, el Septeto Habanero, posteriormente el Septeto Ignacio Piñeiro y el Conjunto Los Naranjos, entre otros, se imponían con un repertorio de obras soneras de Matamoros y Piñeiro, las que competían con canciones trovadorescas de Alberto Villalón, Manuel Corona, Sindo Garay, Oscar Hernández, Eusebio Delfín y María Teresa Vera.

Nuevas variantes genéricas como el mambo y el chachachá nacían para crecer entre danzas, danzones y danzonetes. Músicos de meritoria formación se sintieron atraídos hacia las modalidades populares y crearon varias obras emblemáticas en estos géneros, destacándose Dámaso Pérez Prado, quien hizo época principalmente en México con el mambo, así como Enrique Jorrín y Richard Egües en el chachachá.

Agrupaciones como la Sonora Matancera, Aragón, América y los conjuntos Arsenio Rodríguez y Félix Chappottín, entre otros, llevaban por el mundo los contagiosos ritmos cubanos. En la década de 1970, la Orquesta Cubana de Música Moderna, institución de la que surgieron estrellas como Paquito D'Rivera, Enrique Plá y Arturo Sandoval, y el Grupo Irakere, dirigido por el excepcional pianista Chucho Valdés, trascendieron con su estilo y difundieron el jazz dentro y fuera de Cuba, destacándose no solo en su línea interpretativa, sino como acompañantes de destacados solistas como Leo Brouwer, Frank Emilio Flyn, Farah María, Elena Burke y Ela Calvo.

En la canción alcanzaron notoriedad algunos compositores en la línea del filin. Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Martha Valdés, Ángel Díaz y Ñico Rojas entregarían para la posteridad obras de inigualable lirismo, algo que continuaron jóvenes que, con guitarra en mano, conquistaban la emoción de múltiples seguidores, aunque lamentablemente algunos dispersaron su talento bajo el influjo de un socialismo que se impuso recién nacida la llamada revolución cubana. Otros prefirieron mantenerse al margen y continuar una línea temática que excluía la política del régimen, entre ellos los poco recordados Mike Porcel y Santiago Feliú.

En los 70, la proyección internacional se alcanzaba a través de dos jóvenes intérpretes que conquistaban grandes premios en importantes festivales internacionales. Aún recordadas en el mundo, Farah María y Argelia Fragoso han sido las cantantes más premiadas, algo que les permitió luego desarrollar sus carreras en Europa. Los festivales Orfeo de Oro de Varna, Lira de Bratislava, Canción de Yamaha en Japón, Dresden en la RDA, Sopot en Polonia, entre otros, las distinguían entre una multitud de intérpretes del mundo.

Sin embargo, desde el inicio de la década de 1980 resulta patente un estancamiento de lo que prometía ser un verdadero fenómeno cultural. ¿Seguirá siendo Cuba la isla de la música?

Ese ímpetu arrollador se extinguía en las últimas décadas del siglo XX. La llegada del nuevo siglo traía ritmos y géneros para el mundo y como es lógico, Cuba no escapó de su influencia. A la dureza armónica y casi ausencia de verdaderas líneas melódicas, se une la mediocridad de unos lamentables textos que muchas veces no llegan a entenderse ante la pésima dicción de sus intérpretes y la marcada estridencia, que como artefactos sonoros, sobresalen a unas voces que jamás fueron educadas en el arte de la impostación.

A esto se une una gestualidad desenfrenada que se mueve entre la agresividad y la vulgaridad, lo que constituye un elemento determinante junto a las nuevas formas surgidas, muy distantes de las llamadas raíces cubanas -que al parecer fueron la clave del éxito para la proyección ante el mundo-, lo que ha hecho que la música popular cubana actual no goce de la misma suerte que tuvo en el pasado.

No es que todo lo tratemos de relacionar con la política cubana y su sistema comunista de gobierno, pero sí hemos de cuestionarnos por qué la época de la llamada explosión de los ritmos cubanos ante el mundo fue en la primera mitad del siglo. Podría ser algo circunstancial, pero nadie podrá negar que las limitaciones, no solo las materiales, que han sido muchas, si no la ausencia de libertad creadora, la imposibilidad para firmar contratos, de tener disqueras disponibles y otras formas para poder difundir libremente el trabajo de los artistas, han podido influir negativamente en una frustración de lo que prometía ser un verdadero fenómeno musical y lamentablemente se detuvo después de 1959.

Habría que cuestionarse también por qué todos los artistas cubanos que hacían presentaciones y cumplían contratos en el extranjero regresaban a Cuba antes de 1959, algo que lamentablemente no fue así en las últimas décadas, en que la mayoría de los grandes músicos abandonaron su patria para siempre o solo regresan a ella de forma temporal como visitantes. Recordemos a figuras de excepcionales cualidades que han desarrollado sus carreras en otros países: Paquito D’Rivera, Arturo Sandoval, Joaquín Clerk, Alberto Joya, Ramón Calzadilla, Alina Sánchez, entre otros.

El hecho de que unos pocos artistas actuales, con uno o dos temas, lograran cierta notoriedad, no da la real medida de una aceptación de las tendencias. Se trata de sucesos aislados que en breve van quedando en el olvido. Aunque nuestra música seguirá siendo reconocida, tal vez no en las modalidades actuales, sino a través de los ya consagrados que merecen ser recordados en el Día de la Cultura Cubana.

Alberto Roteta Delgado
Cubanet, 20 de octubre de 2016.
Leer también: La salsa vuelve a explotar en Nueva York.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Amy Winehouse, confesiones de una fan irredenta



El último concierto importante de Amy Winehouse se celebró en Belgrado, un mes antes de su muerte. Era junio de 2011. El evento, que se había anunciado como el inicio de su gira de regreso, acabó siendo uno de los desastres de la cantante más tristemente célebres: cuando subió al escenario, estaba tan borracha que era incapaz de hablar con coherencia, incapaz de mantenerse en pie; se tropezó, se puso en cuclillas, se sentó para quitarse los zapatos, se apoyó en el bajista y le dio la mano. El público empezó a abuchearla desde el principio y no dejó de hacerlo. “¡Canta!”, exclamaban los asistentes. “¡Canta! ¡Canta!”.

Sus ojos eran grandes como los de un niño; parecía que le habían impuesto una vida que no tenía la menor idea de cómo vivir. Hacía años que su existencia era algo imposible de gestionar. Y lo curioso era que estaba rodeada de gestores: un promotor, un productor, su padre. Estaba dormida cuando la metieron en el avión que se dirigía a Serbia. Se pasó todo el vuelo dormida, volvió a ser Amy Winehouse al despertarse y oyó que le gritaban: “¡Canta!”. Sus fans la adoraban siempre y cuando ella les diera lo que ellos anhelaban, siempre que se desmoronase para que ellos pudieran observar el proceso, siempre que volviera a recomponerse para que pudiera brindarles su voz. Sus músicos, que llevaban trajes de color naranja, no sabían qué hacer con ella.

Las imágenes grabadas en Belgrado resultan casi inverosímiles, pero son reales y se repiten un sinfín de veces, tantas veces como uno quiera pulsar el botón de repetición que tiene YouTube. Amy camina a duras penas ataviada con un minúsculo vestido amarillo de desiguales franjas negras, como si fuera un plátano magullado. Cuando se cae de un amplificador, la sonrisa del batería pasa a ser algo más parecido a una mueca.

¿Estamos ante uno de esos momentos en que una autodestructiva leyenda de la música pierde los papeles, o estamos presenciando cómo Winehouse se está esencialmente suicidando delante de ti? El músico no sabe muy bien qué cara poner. El público estuvo años sin saber qué cara poner. “Va pasadísima”, dice una voz en el vídeo de YouTube. “No sabe dónde está”. Y a continuación: “Mírala. Mírala”. Llegado cierto punto, el semblante de la cantante cambia. Ya no trasluce confusión ni miedo. Esboza una sonrisita de desdén, que parece transmitir lo siguiente: “Ya me he hartado de esto”. Tira el micrófono. Alguien le da otro. Una voz grita: “¡Canta o devuélveme el dinero!”.

Al final canta, con una voz que apenas se oye en medio de la música, mientras suena la canción que Winehouse había compuesto para transformar su desgarro emocional en algo bello, en algo de provecho, “tu amor desaparece y mi amor aumenta”; suena esa música que la había convertido en protagonista de la prensa sensacionalista, cosa que daba la impresión que ella nunca quiso ser. En determinado momento, su voz ya no se percibe y queda ahogada por el ruido del público, por los sonidos con que los asistentes manifiestan su frustración y su deseo, con unas voces que le recuerdan a la cantante la letra de su propia canción.

Al público le encantaba ver cómo Amy perdía los papeles. Le encantaba odiarla, la encantaba juzgarla, la encantaba sentir pena por ella. También verse reflejado con ella, fueran cuales fueran los términos de ese vínculo entre ambos, porque así los espectadores se sentían más cerca de Winehouse, y lo que más deseaban era tener acceso a la artista. A la opinión pública le encantaba ver cómo Winehouse se desmoronaba. La oscuridad que había en el interior de la cantante siempre acababa saliendo al exterior. Los espectadores recibieron una dosis mayor de la que deseaban: en Belgrado, no pudo cantar para ellos. En Londres, no pudo mantenerse con vida para seguir junto a ellos.

En un concierto celebrado en la isla de Wight, en el que la artista se dedicó a farfullar detrás de un timón en el que aparecía la inscripción “Buque de guerra Winehouse”, cantó Rehab, su desobediente declaración de intenciones, y estuvo bebiendo vino de un vaso de plástico que sostenía cerca de la boca. Tenía que elegir continuamente entre cantar y beber, a un nivel físico y literal: no podía hacer las dos cosas a la vez. Ya estaba borracha. Al final de la canción, lanzó el vaso, un reguero de alcohol se desparramó por el escenario y dejó un rastro, como si fuera pintura. “No, no, no”, cantaba Amy. No pensaba someterse a un tratamiento de rehabilitación. En cambio, se subía al escenario.

Hay miles de comentarios en sus vídeos de YouTube, en los que abundan las empalagosas muestras de conmiseración: “Qué triste es ver así a un ser humano”. O frases implacables y sentenciosas: “Amy es el mejor ejemplo de alguien de baja estofa, ¡tenga buena voz o no! Es una vergüenza para la música y para todos los músicos que trabajan duramente en todo el mundo”. Cincuenta años después de la aparición del modelo de Morton Jellinek que considera el alcoholismo una enfermedad, la gente sigue sin tener claro si esta dependencia se trata de una afección o un pecado: “Un adicto es un retrasado mental… La gente acertó al abuchearla… Mucha gente sueña con ser cantante y estar sobre un escenario y Amy lo tiró todo por la borda”. Otra persona: “Yo veo a alguien con el corazón partido”.

Después del concierto de Belgrado, el presentador de un telediario se preguntó: “¿Por qué siguen sacándola al escenario? Es imposible que no sepan que tiene un problema”. Otro declaró: “En teoría, esto iba a ser su reaparición. ¡Y ha fracasado estrepitosamente!”.Había algo en su adicción que enfadaba a la gente. Pero ese enfado era complejo. La mujer que escribió el comentario de que Amy lo había tirado todo por la borda también había vivido una historia personal: “Lo de las sobredosis por accidente es una gilipollez. Mi padre no tuvo un puto accidente cuando le sufrió una sobredosis de heroína… Mis hermanos y yo nos quedamos mirando cómo el personal de urgencias lo revivía”.Otra persona planteó una pregunta: “Y ahora ¿querrá o no ir a rehabilitación?”.

La versión que presentaba esta historia en clave de telenovela venía a decir lo siguiente: Amy empezó a beber de forma descontrolada después de una ruptura con Blake, su novio tarambana y yonqui; entonces, sus amigos trataron de que se sometiera a un tratamiento de rehabilitación. Ella contestó que “no, no, no”, y a continuación compuso un disco que alcanzó un éxito clamoroso, gracias a ese himno en el que hablaba de su negativa a curarse. Su carrera profesional llegó a lo más alto y Blake se esforzó por recuperarla. Estaban locamente enamorados. Se casaron en Miami y, con una tremenda adicción al crack, volvieron a Londres. En el punto culminante de su consumo, Winehouse gastaba 16 mil libras (unos 18 mil euros) en drogas duras a la semana.

Después de que la cantante estuviera a punto de sufrir una sobredosis, su familia y sus amigos le organizaron una sesión de intervención psicológica en un hotel Four Seasons de Hampshire. El médico afirmó que, si padecía otro episodio semejante, moriría. Sin embargo, ella se marchó de gira por Estados Unidos. Blake y Winehouse siguieron drogándose juntos hasta que él entró en la cárcel. Ella ganó cinco premios Grammy, pero no le permitieron acudir a la ceremonia por culpa de su drogodependencia. En su discurso de agradecimiento (pronunciado en un club de Londres, en el que seguía la gala desde la distancia), dijo: “Para mi Blake, mi Blake que está encarcelado”.

Incluso después de dejar finalmente de consumir drogas duras, Amy siguió bebiendo. Blake y ella se divorciaron, a pesar de sus súplicas. La cantante continuó consumiendo alcohol y también cantando, pero no llegó a crear otro álbum. Dejaba de beber y lo retomaba, dejaba de beber y lo retomaba, hasta que finalmente su cuerpo dijo basta. Cuando falleció, su tasa de alcohol era superior a los 400 miligramos por cada 100 mililitros de sangre, una cantidad cinco veces superior al límite legal permitido para conducir. El forense dictaminó que se trataba de una “muerte accidental”.

Los paparazzis adoraban a Amy. No se cansaban de ella. Les encantaba su belleza, pero les gustaba aún más su deterioro. No solo querían fotografiar su moño alto y cardado; querían que lo llevara despeinado. No solo aspiraban a ver su mirada felina realzada con lápiz de ojos; querían que el maquillaje estuviera corrido. En las fotos, intentaban que se vieran de forma destacada los cortes y los moratones, las lesiones que Winehouse sufría durante las juergas aderezadas de crack y alcohol. Pequeñas heridas que parecían aberturas por las que acceder a lo más recóndito de su intimidad. La cámara se acercaba a su carne húmeda como si intentase entrar en las propias heridas; si las cámaras pudieran follar, lo harían precisamente de ese modo. Los paparazzi querían introducirse hasta el torrente sanguíneo de la artista.

En cierta ocasión, Amy le dijo a su marido: “Quiero sentir lo que sientes tú”. Y eso era lo que el público esperaba de ella: saber lo que sentía, meterse en su piel. Pero los espectadores también aspiraban a salir después del interior de la artista, a ocultarse bajo el manto seguro de la ironía: “¿Qué se le ha colado en el pelo y se le ha muerto ahí dentro?”, preguntó un humorista. “Parece sacada del póster de una campaña para salvar a los caballos maltratados”. El lado de su personalidad adicto y destruido molestaba. Era algo “triste”. También era divertido, “¡y muy fuerte!”.

Sus adicciones no dejaban de presentar pruebas físicas de la vulnerabilidad de Amy, a través de sus moratones, sus heridas y su cuerpo escuálido; los humoristas, a su vez, no dejaban de crear chistes mediante los cuales los espectadores procesaban el horror de lo que estaba sucediendo, como si el proceso fuera un vídeo de cinco años de duración en el que una persona va muriendo lentamente en público. Un paparazzi hizo una foto en la que la artista subía a un coche; a continuación, empezó a sacar otras imágenes en las que se iba centrando cada vez más en la entrepierna de la cantante, y las publicó en internet para demostrar que Amy llevaba pañales, que había empezado a utilizarlos porque era incapaz de controlar sus necesidades fisiológicas. Parecía inagotable esa fascinación colectiva que nos inspiraba la debilidad autoinfligida de una mujer bella.

¿Por qué nos obsesionaba ese himno suyo en que se mostraba contraria al proceso de rehabilitación? Rehab es una canción extraordinaria, sincera y rotunda, descarada y sublime; en ella, la singular voz de Amy suena acrobática, segura y llena de matices, como el vinilo y el cuero; el estribillo llega de forma brusca y sorprendente, rebosante de rebeldía en el momento en que quizá esperaríamos escuchar la melodía desfallecida del victimismo. La canción encuentra esperanza y energía en su propio ritmo. Es un tema en el que no se defiende la idea de cuidar de uno mismo; el “no, no, no” con el que se rechaza la rehabilitación anticipa otra declaración que se produce después: “Sí, he estado mal, pero cuando vuelva lo sabrás, sabrás, sabrás”. El “no” da paso a “lo sabrás”: la resistencia se convierte en conocimiento. No estamos ante un mero rechazo, sino ante la afirmación de una presencia.

La figura del yonqui que no muestra arrepentimiento llevaba mucho tiempo gozando de gran popularidad; constituía la alternativa desbocada de la figura del muchacho bueno y formal. Yonqui, el clásico de culto que publicó William Burroughs en 1953, llevaba el subtítulo de Confesiones de un drogadicto irredento; el libro ofrecía un atractivo antídoto frente al relato oficial sobre las rehabilitaciones. A lo largo de la misma década, mientras la legislación contra los “adictos a los narcóticos” se iba haciendo más draconiana (prescribía penas mínimas y presentaba al adicto como una persona malvada), ciertas personas crearon otra visión del consumidor de estupefacientes, una imagen diametralmente opuesta a la que ofrecían esas medidas moralizantes: la de un individuo que no pedía perdón por nada, que lograba extraer algo contestatario o incluso bello de la oscuridad de su compulsión.

A la escritora Elizabeth Hardwick le encantaba imaginar que Billie Holiday se había enfrentado al desmoronamiento de su vida con una magnificencia exenta de remordimientos. Admiraba la “luminosa autodestrucción” de Holiday y su negativa a acatar las convenciones sociales: “Daba la impresión de que no sentía la necesidad acuciante de dejarlo, de cambiar”. Pero esta idea también es un mito: Holiday trató de desengancharse muchas veces. Es posible que en el caso de Amy, décadas después, el fenómeno de ver a alguien que no quería curarse presentara un elemento liberador; parecía que la artista estaba diciendo: “A tomar por culo, ¡vamos a beber! Hagamos un canuto de papel de plata y fumemos”.

Si Amy fue una adicta irredenta, Rehab fue su grito de guerra: lo entonó en infinidad de ocasiones. Lo cantaba mientras se tambaleaba; lo cantaba mientras bebía; lo cantaba mientras derramaba el vino, mientras se tropezaba con los tacones de vértigo. “No pienso dedicarle a eso diez semanas -decía la letra de la canción-, para que la gente crea que me he reformado”. Era emocionante ver cómo Winehouse rechazaba el consuelo y las respuestas fáciles que brinda la rehabilitación, cómo se negaba a aceptar una redención que se presentaba como un regalo, cómo se resistía a darnos un acto público en el que mostrase que había superado el dolor, que lo había trascendido mediante el arte. Se negaba a curarse.

Aunque es posible que ese carácter irredento no supusiera una alternativa a la fantasía de la rehabilitación, sino que más bien constituyera otra clase de fantasía. Es posible que esa actitud de “a tomar por culo” fuera otra fantasía. Es posible que nuestra visión colectiva de su alquimia, de esa fusión entre dolor y melodía, se basara en un mito que no era del todo real. Tal como lo expresó el poeta John Berryman, hasta él tuvo que luchar contra el “engaño de que mi arte dependía de mi alcoholismo”. Era un engaño que Berryman creía que debía romper si quería llegar a estar sobrio.

Amy lanzó su carrera a partir de esa negativa a someterse a un proceso de desintoxicación, pero lo cierto es que estuvo en rehabilitación cuatro veces. En un vídeo casero grabado durante su primera estancia en un lujoso centro para adictos situado en una isla y llamado Causeway Retreat, Blake le reta a que cante una versión alterada de Rehab.¿Puede Amy entonar ese “no, no, no” mientras está en tratamiento? ¿No debería decir “sí” en la canción? Sin embargo, da la impresión de que a Winehouse el chiste no le hace una gracia especial. Le contesta a Blake: “La verdad es que no me molesta estar aquí”.

Amy Winehouse nació en Londres el 14 de septiembre de 1983, tres meses después de que lo hiciera yo al otro lado del océano. Cuando tenía 27 años, murió por tener una cantidad demasiado elevada de alcohol en sangre. Con la misma edad, yo abandoné por completo el consumo de alcohol. Es posible que estos paralelismos expliquen en parte por qué me acabaron obsesionando tanto la vida de Winehouse y la posibilidad de cómo podría haber sido su vida de haber estado sobria. También cabe la posibilidad de que estos paralelismos no sean más que pedacitos de ella que me gustaría quedarme. A la gente le encanta hacerlo: “Todo el mundo quería un pedacito de Amy”, afirmó su amigo Nick, su primer manager.

Cuando, de forma inconsciente, empecé a notar el deseo de tener ese pedacito de Amy, póstumamente, yo ya llevaba años sin beber alcohol. Pero aún recordaba lo que era la embriaguez, una embriaguez gloriosa y carente de remordimientos, cuando tomaba whisky junto a una hoguera y notaba cómo el chorro de calor me bajaba por la garganta, tan caliente como las llamas que casi rozaba con los dedos.

Recuerdo que me daba la impresión de que beber era una disculpa constante, que una pérdida de conocimiento podía introducirse en tu vida como si fuera un territorio hostil, como si estuvieras detrás de las líneas enemigas; y que emborracharme también me parecía algo absolutamente necesario, la única perspectiva de alivio, como el punto de fuga de un cuadro, el núcleo esencial en torno al cual giraba todo lo demás. También recuerdo que la idea de la sobriedad me presentaba una grisura implacable, después de haber vivido noches luminosas y disruptivas: un horizonte sombrío, una prenda lavada tantas veces que había perdido el color. ¿Podía la línea recta de la rehabilitación ofrecer algo equiparable al oscuro y centelleante torrente de la destrucción?

Cuando me imaginaba la ausencia de alcohol, antes de estar sobria, me venía a la cabeza El Resplandor: Jack Nicholson fingiendo que escribe mientras lucha denodadamente por alcanzar una amarga sobriedad en un vacío complejo vacacional, lo contrario de la rehabilitación, un encierro solitario en vez de estar en compañía; o también podría considerarse una rehabilitación llena de fantasmas, mientras Nicholson se pasa el día tecleando una sola frase en la máquina de escribir, una y otra vez: “No por mucho madrugar amanece más temprano”.

En la noche en que ganó cinco premios Grammy, Amy le confesó a una de sus mejores amigas: “Jules, esto es de lo más aburrido sin drogas”. Una parte de mí quiere decirle: “Te equivocabas. La vida no era aburrida sin drogas. Solo tenías que aprender a vivir sin consumir”. Una parte de mí quiere hablarle de las reuniones en sótanos de iglesias, de citas vespertinas para tomar café, de la emoción primaria que surge al estar delante de una persona que ha sentido una versión parecida de lo que sientes tú: el miedo al aburrimiento, el impulso de huir del dolor, de borrar el yo, o de permitirte el yo; la emoción de oír cómo la otra persona lo dice de viva voz, lo liberador que eso resulta; cuando te rehabilitas, verte reflejado en el otro no es un ejercicio moralizante ni de redención, sino algo que te ayuda a percibir las posibilidades del exterior, que te abre una puerta en un sitio que parecía un muro.

Lo arriba descrito forma parte de mí. Otra parte de mí sabe que también me atrae contemplar cómo Amy se destruye. En un relato breve sobre un alcohólico que acude a sesiones de rehabilitación, Raymond Carver escribe lo siguiente: “Una parte de mí quería ayudar. Pero había otra parte”. La otra parte era la siguiente: las drogas y el alcohol constituían uno de los rasgos por los cuales la vida de Amy resultaba tan interesante, tanto para mí como para todo el mundo. Explicaban parcialmente por qué queríamos acercarnos cada vez más, por qué queríamos sacar las lupas y los microscopios, los teleobjetivos, para obtener una imagen mejor de su desgarro emocional.

Incluso el título del documental que Asik Kapadia estrenó en 2015 sobre la vida de la artista pone de manifiesto nuestro colectivo deseo de cercanía: se titula Amy a secas. Como si todos la conociéramos, o todavía pudiéramos llegar a hacerlo, incluso después de que haya muerto, quizá precisamente por eso. Como si todavía la tuviéramos disponible; como si siempre lo hubiera estado.

Amy. Es ridículo que yo la llame de ese modo. Pero me cuesta utilizar cualquier otro apelativo. El documental recurre a una intimidad ilusoria, pero también la aborda con ironía. En él se ve a un sinfín de paparazzi que gritan: “¡Amy! ¡Amy! ¡Amy!”, como si estas palabras fueran el estribillo de otra canción. Así pronunciado, tal como lo dicen, su nombre no evoca una sensación de intimidad, sino su deformación; no una relación privada, sino su violación. “¡Alegra esa cara, Amy!”, le grita el periodista de un tabloide, después de que ella aparte a empellones a varios de los colegas de este hombre. Después, al cabo de un año, cuando están sacando su cuerpo de su casa de Camden, otra voz dice: “Descansa en paz, Amy”: un perfecto desconocido sigue empleando su nombre de pila.

En todas las historias sobre una chica muerta hace falta que aparezca un villano, y el documental Amy nos presenta a varios sospechosos: es posible que la matara su promotor al impedir que la maquinaria de su fama se detuviese, a pesar de que todo aquello le estaba destrozando el cuerpo. Quizá la mató su padre por no haberle dado el amor que necesitaba de pequeña. A lo mejor la mató su marido por haberle dado aquello que le mitigaba el dolor que ya le había infligido su padre, y por causar aún más dolor que hacía falta mitigar. La cinta nos muestra a Amy como adicta y víctima, a Blake como adicto y villano: ella es la mujer que se vio arrastrada al consumo de crack; él, quien la convenció para que cayera bajo el hechizo de esta droga. No nos resulta necesario romper esa distinción entre el adicto que es una víctima y el que es un villano. Se nos permite proyectar estas ideas en dos cuerpos humanos que, convenientemente, son muy distintos entre sí.

Cuando el documental muestra el momento en que Blake reaparece en la vida de Amy, después de que el disco sobre la ruptura entre ambos haya convertido a la artista en una estrella, visualmente se nos presenta ese regreso como una ascensión literal desde las tinieblas: vemos a Blake en una puerta oscura, a lo largo de toda una serie de imágenes de paparazzi. Parece un demonio que está dispuesto a recuperarla: Back to Black (Regreso a la oscuridad). Un médico que los trató a ambos declaró: “Aquello fue un caso típico de una persona que vive una situación que puede utilizar de forma muy beneficiosa…, que no quiere que la otra persona mejore porque le da miedo perder el chollo del que disfruta”.Con respecto a Amy, el doctor comentó sin más: “Era una mujer muy vulnerable”.

La adicción de Amy la convertía en esa persona vulnerable, mientras que la adicción de Blake lo convertía en depredador de la persona vulnerable. A Amy había que protegerla; en el caso de Blake, había que proteger a los demás de él. Aunque él también recurría al crack por motivos personales: “Literalmente, elimina todos los sentimientos negativos”, afirmó en cierta ocasión. Hablamos de un hombre que, con nueve años, intentó cortarse las venas. ¿No estamos ante otra muestra de vulnerabilidad?

En realidad, el mayor villano del documental es la fama en sí: a Amy la matamos nosotros. La celebridad se convirtió en un aliado de sus adicciones, y en enemigo de su arte. La obligaba a seguir dando conciertos en vez de volver al estudio. El documental de Kapadia mantiene una relación incómoda con los paparazzis a los que muestra. Son los personajes malvados de la cinta (un estallido de amenazas y flashes; los obturadores suenan como los disparos entrecortados de armas de fuego), pero también sus colaboradores. Gran parte de la obra está creada a partir de las imágenes que ellos sacaron. En determinado momento vemos cómo Amy corre una cortina, mientras mira por la ventana con recelo, tapándose para no ser vista. Pero solo podemos presenciar esa violación porque dicha violación nos brindó un ejemplo grabado de su resistencia.

El documental critica el ansia de los paparazzis por tener acceso a Amy, pero al mismo tiempo intensifica esa ansia (de forma efectiva e implícita) cuando nos promete que nos va a enseñar las heridas de Amy con una profundidad mayor que la que jamás logró cualquier paparazzi. Al mostrar el duro resplandor y la invasiva constancia de estos fotógrafos como un acercamiento de cierta índole, despiadado y superficial, la película nos invita a que consideremos que su exploración plantea un acercamiento de otra índole completamente distinta, llena de profundidad y compasión. Queremos que nuestra ansia no nos haga sentir tan mal, pero no deja de ser ansia: seguimos persiguiendo a la cantante, no dejamos de olfatear el rastro de su sangre. Seguimos queriendo estar dentro de ella.

O quizá debería decir que era yo quien lo quería. No es algo que me guste ni que me inspire orgullo, ese deseo. La vida de Winehouse había tocado a su fin, el documental no lo explicaba todo, lo cual solo aumentaba mis ganas de conocer su existencia con una profundidad aún mayor. Mi vida de borracha también había tocado a su fin y, a veces, también sentía ganas de volver a estar dentro de ella. A veces me acometía la sensación de que no había dejado atrás del todo esa existencia. Cuando vi las diez copas de champán vacías y colocadas delante de ella en una mesa, en la isla de Santa Lucía, Amy me dio pena, pero también sentí vergüenza (por ese deseo mío de acercamiento), y asimismo ganas de beber. Hasta las botellas de vodka vacías que atestaban su casa, todo aquello me recordaba la antigua sensación que tenía cuando me decía: “Que se vaya todo a tomar por culo”. Ella había seguido esa sensación hasta llegar a otro lugar.

Cuando vi esa obsesión pública reflejada en la película, ese combustible inagotable que daba vida a la fama que la mató, las manos anhelantes de quienes compraban las revistas que los paparazzis llenaban con sus ávidas imágenes, odié al público. Pero supe que yo también formaba parte de él. El hecho mismo de que el documental existiera casi resultaba repulsivo: habíamos sobrevivido a Amy, pero seguíamos obsesionados con ella. En determinado momento, en el documental se nos muestra, mediante un collage fotográfico, una juerga celebrada después de la primera estancia de Amy en un centro de desintoxicación; aparece con el rostro emborronado por el rímel corrido, y unos hilos de sangre cubren toda la cara de Blake, que lleva los brazos vendados y sostiene unos cigarrillos; en los zapatos planos de Winehouse se observan otras manchas rojas. Él se había cortado con una botella y ella había tenido que hacer lo mismo, porque quería sentir todo lo que sentía Blake; nosotros queremos ver la sangre en el cuerpo de Amy, para sentir también lo que ella sentía, o convencernos de que nos acercamos a ello.

En la cinta se cuenta cómo quedó el baño del estudio de grabación de Amy después de que ésta lo dejara lleno de vómitos; en las toallas blancas se veía un rastro de rímel después de que se limpiara la cara en ellas. En el documental se narran todos estos detalles mientras se muestra un vídeo en el que Amy toca la guitarra en el estudio: bebe compulsivamente y, mediante un proceso de purgación, crea belleza mientras sigue metabolizando el dolor, mientras sigue convirtiéndolo en canciones.

Ver la película me resultó incómodo porque en ella se pone de manifiesto una obsesión y, al mismo tiempo, se explota. Lloré durante su visionado, y quise que terminara. Luego quise volver a verla desde el principio, para poder llorar de nuevo. Me puse el final por lo menos veinte veces, cuando suena una evocadora pieza de piano al mismo tiempo que sacan su cadáver de su casa y lo meten en una ambulancia privada que aguarda en la calle, mientras la voz de un médico plantea la posibilidad de que tantos años de desnutrición, purgas y alcoholismo “hicieran que se le parara el corazón”.

Contemplé cómo quienes lloraban su muerte se congregaban torpemente en la calle después del rito funerario: un hombre que lleva un kipá aparece con la cabeza inclinada por la pena, tapándose el rostro con una mano; la madre de la artista camina con bastón para subir al coche. Pensé: “¿Quién grabó este dolor privado”. Pensé: “¿En qué me convierto yo al ver esto?”. “He muerto mil veces”, canta Amy en una de sus baladas; yo no dejaba de pulsar el botón de rebobinado para ver cómo moría de nuevo.

“Ésa no es Amy. Da la impresión de que han convertido toda su vida en un espectáculo teatral”, declaró su madre en 2007. La cantante siempre se tomó con sentido del humor haber pasado a ser un personaje oscuro, las formas en que se había transformado en estereotipo. Cuando el periódico The Guardian le preguntó: “¿Qué te impide dormir por las noches”, contestó: “Estar sobria”. Era consciente de sus “problemas” y cómo se percibían en público. “¿Cuál es tu costumbre más desagradable?”, le preguntaron en otra ocasión. “Abusar del alcohol”, respondió. Parecía que sentía cierto subidón al incurrir en una especie de autodestrucción irónica, por ejemplo al escribirse el nombre de Blake en el vientre con un cristal roto mientras Terry Richardson lo fotografiaba. Ella declaró que aquello eran “unos garabatos en la tripa”, pero no solo hacía esas cosas cuando había público. Se autolesionó de veras durante años; tenía los brazos llenos de cicatrices.

El rapero Mos Def recuerda haber contemplado cómo Amy fumaba crack y haber pensado: “Estoy viendo a una persona que aspira a desaparecer”. Cerca del final, su médico le preguntó: “¿Quieres morir?”. Winehouse contestó: “No, no quiero morir”. Su guardaespaldas aseguró que la artista se mostraba reacia a ofrecer ese último concierto en Belgrado: “No podía ir a ningún sitio. No podía esconderse en ningún sitio. Amy necesitaba una escapatoria”. El hombre añadió: “Y el alcohol es una vía de escape, ¿no?”.

Cuando observé los cambios de Amy a lo largo del documental, cuando vi cómo el cuerpo le iba menguando con el paso de los años, sentí que estaba contemplando esa desaparición que, según Mos Def, ella anhelaba. Pasó de ser una chica voluptuosa a un ser escuálido; de tener un cuerpo rellenito a otro esquelético. Su moño alto adquirió unas proporciones inmensas; su cuerpo, diminutas. Ese cuerpo minúsculo también formaba parte de su mito exagerado, también nos inspiraba un asombro colectivo que su potente voz, y el caos de sus febriles disfunciones, pudieran estar albergados en un cuerpo que era tan poca cosa.

El reportaje de portada que le dedicó Rolling Stone empezaba mencionando su tamaño: “Situada junto a la torre sin apoyos más alta del mundo, una de las estrellas de pop más diminutas del planeta está en cuclillas al lado de un cubo de la basura, recogiendo una montaña de lápices de ojos y de tubos de rímel”. No falta nada: era diminuta, le obsesionaba su belleza, vivía cerca de la basura. En ese perfil, la artista declara que quería llevar una existencia distinta: “Sé que tengo talento, pero no he venido a este mundo para cantar. He venido para ser madre y esposa, para cuidar a una familia”. A un periódico le contó que quería que la recordasen como una persona “auténtica”.

Es posible que a Billie Holiday la quisieran por lo que Hardwick denominó “la tremenda magnitud de sus vicios, lo escandaloso de éstos”, pero Holiday albergaba otros sueños: quería comprarse una granja en el campo y acoger a huérfanos. En una ocasión trató de adoptar a un niño en Boston, pero el juez no se lo permitió debido a sus antecedentes de consumo de drogas. A Hardwick le encantaba de ella esa ausencia de cualquier “necesidad acuciante de dejarlo, de cambiar”, y le suscitaba admiración que la cantante hubiera hablado con una “fría rabia” de “las diversas curas a las que le habían obligado a someterse”.

Pero Holiday no se mostró del todo reacia a dejar de consumir, ni a las curas. Esa rabia se la despertaba la clase concreta de “cura” en la que se producían arrestos y encarcelamientos, persecuciones por parte de los agentes federales. En tanto que mujer negra, sus adicciones le hacían más susceptible de ser tratada como una delincuente: pasó caso un año en una cárcel de Virginia Occidental y murió esposada a su cama de hospital. Odiaba esa “cura”, pero ¿la droga en sí? Intentó dejarla en multitud de ocasiones. A su pianista le dijo: “Carl, ¡ni se te ocurra probar esta basura! ¡No sienta bien! ¡No te acerques a ella! ¡No te conviene acabar como yo!”.

Si Amy hubiera ido a rehabilitación esa primera vez, cabe la posibilidad de que jamás hubiésemos disfrutado de Back to Black, pero me pregunto de qué podríamos haber disfrutado en su lugar. Me habría gustado muchísimo oírla cantar sobria. No solo después de estar dos semanas sin consumir nada, sino al cabo de tres años, de veinte. “Tenía el mayor de los dones”, aseguró una vez Tony Bennett, refiriéndose a ella. “Si hubiera vivido, yo le habría dicho: ‘La verdad es que la vida te enseña cómo vivirla, si sigues existiendo el tiempo suficiente'”.

Yo nunca viví la vida de Amy, ni ella la mía, pero sé que al verla sobre ese escenario de Belgrado, es como si la cantante hubiera aparecido de repente en un episodio del que ella jamás supo nada, y me acuerdo de ciertos momentos en que yo despertaba después de haberme quedado inconsciente, cuando volvía en mí en un mundo nuevo y extraño, en el cubículo de un baño en México, o en un sótano sucio, con unas esposas, percibiendo el sabor de la ginebra y los cítricos, o en un dormitorio poco aireado en el que era más fácil dejar que un hombre acabara de follarme que frenarlo.

Sé que cuando observo cómo Amy avanza a duras penas por ese escenario de Belgrado, en el que finalmente se pone en cuclillas, inmóvil y callada, con una sonrisa, esperando a que pase algo o a que algo deje de pasar, no siento exactamente que sé lo que le sucede en su interior, sino más bien que su mirada conoce algo que me ha pasado a mí. Me causa tristeza que Amy viviera años de citas anodinas en cafeterías, años en que la gente le dijese: “Te entiendo”, que su destino fuera mantener su carácter singular, tener esa sangre aguada por el vodka y caminar ebria bajo la torre derruida de su moño alto, un peinado que parecía una pagoda en su cabeza, mientras su cuerpo apenas aguantaba el peso, hasta que ése dejó de ser su destino, hasta que su cuerpo dejó de aguantar.

Leslie Jamison*
El País Semanal, 13 de agosto de 2017.

Poster de Amy Winehouse realizado por David de las Heras, ilustrador español. Tomado de El País Semanal.

*En abril de 2018, la escritora Leslie Jamison, publicará en Estados Unidos The Recovering, libro que será editado en español por Anagrama. La traducción del artículo estuvo a cargo de Ismael Attache.