Mi familia, que había participado activamente en la lucha contra la dictadura, se desilusionó desde los primeros años con el curso tomado por el proceso revolucionario y partió al exilio. Yo, impedido de tomar el mismo rumbo por la edad militar, fui llamado a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Luego estuve tres meses fugitivo, fui atrapado y encarcelado. Y cuando la UMAP fue disuelta y fui liberado, me encontré prácticamente solo. Hasta mi novia, con quien tenía planes de boda, había partido.
En todo ese tiempo había leído y reflexionado mucho. Me había entusiasmado aquella gran proeza de la campaña de alfabetización y veía muy positivo que los servicios de atención médica y educación extendidos hasta los lugares más recónditos del país, se hubiesen puesto al alcance de todos. Por otra parte, lo que más me molestaba era la imposición de un modelo cultural unidimensional donde determinadas manifestaciones artísticas, religiosas o filosóficas eran censuradas, o incluso estilos de vida, mirados con menosprecio. Si te gustaba la música americana, o eras religioso, o usabas el cabello largo o pantalones estrechos, te calificaban de “pequeñoburgués”.
Me sentía como un ateniense entre espartanos, o como un científico renacentista en medio de amenazas inquisitoriales. Y a pesar de todo tomé la determinación de permanecer en el país. Consideraba que había que luchar por lo que uno creía y que el proceso podía corregir en la marcha todo aquello que consideraba como desviaciones y errores, pero que había que hacerlo desde dentro. Y me integré de lleno a las organizaciones de masa y al trabajo educativo.
Siendo en los años 70 secretario general del sindicato en mi núcleo de trabajo de escuelas obrero–campesinas de Marianao, La Habana, pude comprobar que el papel de las secciones sindicales, agrupadas en la CTC, era casi exclusivamente el de movilizar a los trabajadores en las diferentes tareas y actos convocados por el Partido, o como se decía entonces, “poleas de transmisión del destacamento de vanguardia”.
Era lógico pensar que si los trabajadores eran finalmente los dueños de fábricas, bancos, comercios y centros de servicios como se decía en discursos, círculos de estudio, conferencias y por todos los medios de difusión, no había que defenderlos ya de sus antiguos patrones capitalistas. Sin embargo, yo escuchaba constantemente entre mis alumnos quejas que reflejaban evidentes contradicciones entre las administraciones y los operarios de los diferentes centros laborales.
Por entonces, estudiaba Licenciatura en Historia en la Universidad de La Habana, publicaba artículos historiográficos en varias revistas sobre el movimiento obrero y el desarrollo de las ideas sociales y políticas en Cuba, y mi libro Orígenes del Movimiento Obrero y del Pensamiento Socialista en Cuba se incluía como bibliografía suplementaria en casi todas las carreras de letras en las universidades del país, por lo que estaba muy familiarizado con las diferentes doctrinas y propuestas socialistas y anarquistas de los albores de la República, algunas bajo la influencia de revolucionarios españoles, en particular de Madrid y Barcelona.
Pero sobre todo me habían llamado la atención las referencias de José Martí -numen de varias generaciones de revolucionarios cubanos-, acerca de estas ideas, en específico su crítica al ensayo La Futura Esclavitud de Herbert Spencer, quien condenaba la tendencia de la sociedad hacia un sistema caracterizado por “el despotismo de una burocracia organizada y centralizada”. A diferencia del inglés, sus reflexiones no las hacía desde un plano de adversario ideológico liberal, sino de alertar sobre posibles peligros de una sociedad “socialista”, como el probable encumbramiento de una casta de burócratas y el surgimiento de una nueva forma de servidumbre para el ciudadano. “De ser esclavo de los capitalistas…-advertía- iría a ser esclavo de los funcionarios”. Luego volvía a referirse a esos peligros en carta a su íntimo amigo Fermín Valdés Domínguez, a quien elogiaba por sus simpatías hacia los movimientos de lucha por la justicia social, pero añadía que, no obstante, “los errores de su forma no autorizan a las almas de buena cuna a desertar de su defensa”.
En 1979, mientras estudiaba un post-grado en Filosofía Marxista impartía la misma asignatura en el 12 Grado del preuniversitario Manolito Aguiar. Las preguntas que surgían, tanto entre mis alumnos como entre mis condiscípulos, me llevaron poco a poco a un replanteamiento sobre lo que en verdad estaba ocurriendo en el país y fui sacando mis propias conclusiones. El dueño de una fábrica, de un comercio o un banco, no es un asalariado, y si lo fuera, sus principales ingresos no le llegan de salario alguno sino de las utilidades y es él el que determina quién administra su propiedad. Pero en el caso de los trabajadores cubanos, ¿cómo concebir un propietario cuyo único derecho es recibir de su empresa un exiguo salario, y ni siquiera tiene la facultad de elegir a sus propios administradores?
Por el contrario, se ve sometido a una administración impuesta desde altas esferas y que por tanto tiene facultades y poderes de la que él carece. Aplicando la definición leninista sobre clases sociales de “grandes grupos humanos que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan con respecto a los medios de producción”, se me revelaba con claridad la diferencia entre ambos grupos. Los trabajadores eran, nominalmente, los propietarios, pero lo determinante no era la propiedad, sino la posesión directa sobre esos medios y esa posesión la ostentaba otro grupo humano.
¿Cómo habíamos llegado a esa situación? Como en el capitalismo los trabajadores no podían por sí mismos lograr el control de las riquezas, necesitaban de un Estado revolucionario encargado de expropiar a las clases poderosas, pero una vez que esos medios pasaban a manos de ese Estado, éste requería de un ejército de funcionarios capaces de asumir el papel que antes desarrollaban capitalistas y terratenientes para hacer que dichos medios se pusieran en función de los trabajadores, y una vez que estos funcionarios asumían ese control, se generaban nuevos intereses y nuevas relaciones de producción. Independientemente de la buena o mala voluntad de la máxima dirigencia, una vez creado ese nuevo estamento, ya era incapaz de controlarlo, porque aún cuando oficialmente estuviera bajo la fiscalización del gobierno y del Partido, estos dos últimos pertenecían a la esfera de la superestructura política, mientras que esa burocracia era parte de la nueva base económica, y como en última instancia la base determina sobre la superestructura y no a la inversa, ese gobierno y ese partido eran incapaces de detener la corrupción y las arbitrariedades de esa burocracia, por muchas fiscalizaciones, auditorías e investigaciones que realizara para detener desvíos y faltantes de productos de un inmenso tráfico clandestino. Podían destituir a diez, cuarenta o cien funcionarios, pero en general, no podían prescindir de decenas de miles que en conjunto conformaban ese poderoso sector.
Esto implicaba la necesidad de una segunda revolución, pero esta vez muy diferente, porque si antes se habían expropiado a miles de grandes propietarios privados, ahora se trataba de uno solo, el Estado; o dicho de otra forma, el Estado, que hasta ahora había sido depositario de riquezas pertenecientes al pueblo, debía delegar esas funciones en los colectivos de base. El pueblo debía convertirse, de propietario formal en propietario real.
Los apuntes fueron tomando forma de libro y aún no tenían título –aunque sabía que la palabra Estado era clave- cuando en 1980 se desataron la crisis de la Embajada del Perú y el éxodo masivo del Mariel. A mí particularmente me repugnaron los excesos de los que entonces fui testigo: turbas que secuestraban en plena calle a personas que habían decidido vivir fuera del país para colmarlos de improperios y ensañarse en ellos, algunas veces casi hasta el borde del linchamiento público, y el asedio o allanamiento de sus hogares sin importar que dentro hubiesen niños o ancianos. Aquellos hechos no me hubieran impactado tanto si no hubiera sido porque en la mayoría de los casos se realizaban con la tolerancia y hasta el beneplácito de las autoridades cubanas, algo que violaba, incluso, leyes fundamentales de la propia Constitución Socialista aprobada cuatro años antes.
Supuestamente, yo debía, como profesor de una asignatura política, encabezar los actos de repudio contra profesores o alumnos de mi centro que tomaban la determinación de emigrar, decisión que yo consideraba un derecho legítimo aún antes de leer la Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas. Muy por el contrario, me solidaricé con algunos de mis vecinos que yo sabía eran personas decentes. Para mí el hecho de que hasta hace poco se hubieran recibido con tanta condescendencia a las personas exiliadas en los primeros años y ahora se tratara como a criminales a quienes tomaban la misma determinación, no tenía ni pies ni cabeza.
El resultado fue mi expulsión, no sólo de mi cátedra como profesor, sino también de la Universidad como estudiante, e incluso mi salida definitiva del Ministerio de Educación. A todo esto siguió un registro de mi vivienda durante varias horas por agentes de Seguridad del Estado -algo muy traumático para mi esposa y mi pequeña hija-, la ocupación del manuscrito y mi detención en el centro de Villa Maristas.
Pero no fui procesado y mi detención duró sólo tres días. En ese momento mi libro sobre el movimiento obrero se estudiaba, incluso, en la Escuela Nacional del Partido. No hacía mucho había sido galardonado por la Universidad de Panamá debido a mi ensayo José Martí y las Pretensiones de Predominio Yanqui sobre el Istmo de Panamá. Y aunque no se me había permitido viajar a ese país para recibir el premio, había sido honrado con un acto en el teatro Mella como el más destacado miembro de la sección de Literatura de la Brigada Hermanos Saiz junto a los dos galardonados de las secciones de Pintura y Música y habíamos recibido las felicitaciones de los más prominentes figuras de la cultura cubana, como Nicolás Guillén, Onelio Jorge Cardoso y Roberto Rodríguez Retamar entre otros.
Durante tres días seguidos, un militar con grado de mayor que se hacía llamar Roberto Ricard mantuvo conmigo una discusión bastante sosegada sobre mis diferencias. En general parecían alarmados de que yo hubiera realizado la crítica del sistema político cubano aplicando la propia metodología marxista. Le dije que no creía ser el único, sino, todo lo más, el primero, y que detrás de mí, más tarde o más temprano, vendrían otros muchos.
Ariel Hidalgo
Blog Concordia, 14 de diciembre de 2009.
Foto: Ariel Hidalgo durante la presentación en 2014 de su libro El más grandioso de todos los secretos. Tomada de Eriginal Books.
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