Zenaida Manfugás es uno de los nombres prominentes, pero olvidados en el pianismo en Cuba, tierra de grandes pianistas.
En la cercanía del final, su reducido departamento de Elizabeth, New Jersey era quizás el marco menos ideal para el recuento, pero daba igual: las preguntas que ella, en ejercicio de autoconfesión, podría hacerse a esas alturas, sin temor a confirmar ciertas respuestas, serían probablemente las mismas que tanto admiradores como detractores compartían: ¿había ganado la batalla que había sido su vida? ¿O no? ¿Qué era en definitiva el triunfo: los aplausos, las buenas críticas, la fama… o conquistar, poseer lo que podría hacerla perdurable, parte indiscutible de la cultura de su país? ¿Qué precio tuvo que pagar por ser ella misma y a la vez intentar sin descanso ser aceptada por aquellos a quienes sentía hostiles en el reconocimiento de su innegable talento? ¿Fue en realidad esclava de las decisiones que, para bien o para mal, tuvo que tomar en momentos cruciales de su vida artística?
De algo estaba segura, y lo había dicho antes en público: Zenaida Manfugás, quisiéranlo o no, era ya parte de la cultura cubana. Ciertamente, y lo recordaba, tuvo que batirse al ataque y también a la defensiva en fuertes contiendas y en contextos inimaginados, siempre sin mirar atrás y mucho menos, sin pensar en una retirada. Sabía que, aunque siempre ese obstáculo estuvo presente en su discurso mucho más de lo aconsejable, logró romper a su modo y cuanto pudo (¡que siempre quedaron deudas con ella!) la barrera racial y social que tuvo que sufrir y que siempre la obsesionó de un modo opresivo. En definitiva, toda zancadilla fue para ella el estímulo justo para no detenerse, aunque no supiera muy bien a veces hacia dónde iba. Lo que siempre quiso fue no apartarse del piano. También sabía que la muerte le llegaría sin remedio muy lejos de Guantánamo, del Malecón habanero, de la Isla, lo que ocurrió treinta y ocho años después que saliera de ella para vivir en otra parte y sin fecha prevista de retorno.
Paradoja íntima, en alguien que tuvo en el piano su patria, porque a través de él fue ella misma la expresión de lo cubano de un modo inteligente, desenfadado, auténtico, virtuoso: será difícil olvidar sus magistrales interpretaciones del repertorio pianístico cubano más característico -Saumell, Cervantes, Lecuona-; ni tampoco su ser cubana del modo más llano y elemental, a veces derrochando sabiduría y otras, en lenguaje afilado, de mercado, de rompe y raja, sublimada a la más común y no convencional de las expresiones públicas, extremo supuestamente incompatible con el icónico refinamiento de la música que interpretaba y el entorno social que, muchas décadas atrás, formaba el público de sus conciertos y recitales, pero del que sólo consiguió el asombro ante su talento imposible, como rara pieza de exhibición, y la elevación a la categoría de lo inadmisible de muchos rasgos de su carácter que en otros y otras eran percibidos sólo como detalles picarescos y perdonables.
Estaba hecha de antagonismos: su complexión robusta, de pequeña estatura, sus manos de dedos cortos y nada finos contradecían su asombrosa digitación y elegancia interpretativa; la falta de una ostensible belleza exterior se compensaba con un carácter controversial, pero a la larga atrayente; su talento extraordinario, su fina sensibilidad interpretativa reñían con una rampante incapacidad para demostrar, en ciertas circunstancias, finura en su actuar y su decir. Su avasalladora cultura de lectora voraz, de melómana insaciable, su prodigiosa memoria, enorme sagacidad y rapidez de reacción, su insumisión e irreverencia dejaban sin argumentos a sus interlocutores y perplejos a sus detractores, quienes nunca estaban preparados para enfrentar una personalidad tan contradictoria y brillante.
Al final de su vida, Zenaida Manfugás debió estar segura del legado que dejaba, del mito que había construido y de las verdades que había demostrado sobre las teclas de un piano, aunque nunca los asumiera como argumentos incontestables a los que debió haber echado mano sin reservas para defender lo conquistado. Debió tener, sin embargo, la tranquilidad agradecida del deber cumplido para con Andrea Manfugás Crombet, su madre -de quien tomó el apellido en su honor-, su primera maestra de piano, de quien se dice descubrió el inusual talento de aquella niña y puso todo el empeño del mundo en hacerlo valer. “A los cinco años mi madre me puso a estudiar piano, narró Zenaida alguna vez. Era una anticipada a la técnica moderna: nada de dos años de solfeo, aprendíamos las notas cuando estábamos tocando; era una de las mejores pianistas de Cuba y una de las más elegantes.No fue nunca a un concierto mío y nunca tocó públicamente. Decidí cuando me hice ciudadana americana, adoptar el apellido de mi mamá y honrarla.”
Andrea estaba emparentada con el célebre Nené Manfugás, el primer tresero de quien, al parecer, se tuvo noticia y que, según la memoria oral, se dice que bajó el instrumento de las lomas de Baracoa y Guantánamo, y lo llevó a Santiago de Cuba; fue notable pedagoga, de reconocido magisterio en Guantánamo, lugar donde vivía la familia y donde nacieron todas las hijas de su matrimonio con Amado González Veranes. Se dice que Andrea enseñó el piano a sus otras hijas y que incluso, la mayor de todas, Aida Esther, llegó a ser también una reconocida pianista concertista, pero más conocida por su dilatada carrera como pianista popular. Delia, Alicia y Aida Esther, junto a la pequeña Zenaida solían tocar danzones en el ámbito familiar, pero ésta destacaba por su inusual talento, una especie de niña prodigio criolla, que también podía interpretar al piano piezas de Mozart y Beethoven. Puede ser parte del mito, pero algunas fuentes aseguran que a los ocho años ya tocaba el Concierto en Re Mayor La Coronación, de Mozart. Muy pronto la familia debe mudarse a Baracoa, al ser nombrado el padre como juez municipal, circunstancia ideal para que Andrea Manfugás demuestre su capacidad de adaptación y constituya allí una escuela de música que estaría afiliada al Conservatorio Orbón, de la capital.
La joven Zenaida no cesa de estudiar y Andrea sabe que, para encaminarla, La Habana es el próximo destino, no importa cuán precarios fuera los ahorros ni inciertas las perspectivas de sobreviviencia en la capital, a donde llegan en las cercanías de 1949. Se gradúa en el Conservatorio Municipal ese mismo año y domina ya un repertorio impresionante para su edad. Consigue debutar, con apenas diecisiete años, en el Anfiteatro de la Avenida del Puerto, con la Banda Municipal que entonces dirigía el maestro Gonzalo Roig y tocando en esa ocasión el Concierto en La Menor de Edward Grieg, en un arreglo del propio Roig, en su esfuerzo por apoyarla. Su prodigioso desempeño motivó de modo especial el apoyo de figuras públicas como el periodista Agustín Tamargo, quien llamó la atención del padre José Rubinos Ramos –religioso jesuita que entonces impartía literatura en el Colegio de Belén– y del propio Maestro Roig, quien de nuevo la invita a dar un concierto en la Plaza de la Catedral de La Habana. En el lugar se había colocado una centena de sillas para los asistentes que de manera libre podrían presenciarlo.
La Manfugás recordaría años después su preocupación: “Un momento antes del concierto le dije a Roig: “Pero, maestro, ¿quién calla a esa chusma”. “Ay, mi’jita, no te preocupes, tú sales y tocas”, le respondió. “Cuando puse la mano en el piano -una negrita que pesaba 101 libras-, era como si hubiera hipnotizado a toda aquella gente con “Rhapsody in Blue”, de Gershwin.”
En esos momentos la joven guantanamera carecía de un piano propio, y sólo podía ejercitase gracias a que algunas familias que poseían el instrumento le invitaban. En la de Margot del Monte y Ramón de la Cruz –donde casualmente también se abrieron las puertas al pintor Fidelio Ponce para crear cuando no tenía dónde hacerlo- fue donde la vio el intelectual y ensayista Jorge Mañach por primera vez. Y también quedó impactado. Las campañas sociales, e incluso de marketing político, eran entonces un vehículo movilizador en favor de una causa justa y puntual, de modo que la peculiar notoriedad de la joven pianista la hizo centro de algunas; la primera fue auspiciada por el periodista, poeta y ensayista Gastón Baquero quien da muestras de sinceridad en su premonitoria crónica “Pidiendo un piano para una promesa: Zenaida González Manfugás”, publicada en su columna Panorama en el Diario de la Marina, el 11 de enero de 1950: “De esta joven artista, han escrito dos compañeros ilustres: Antonio Iraizoz y Juan J. Remos. Ambos han coincidido en la apreciación. Se trata de una muchacha, una niña casi, que con unos seis años de estudios pianísticos, muy penosos, muy difíciles, interpreta ya a los grandes maestros con tanta alma, con tanta elegancia, que no se necesita ser un técnico de la apreciación musical para comprender que se tiene delante una promesa genuina.”
El recital que la joven Manfugás ofreciera el día antes, el 10 de enero, en la Casa Cultural de Católicas y propiciado por la organización de las Damas Isabelinas de Cuba motiva a Baquero a romper lanzas en favor de la chica prodigiosa, e inspira al prestigioso intelectual Jorge Mañach, quien tras asistir al recital, no dudó en escribir también en el Diario de la Marina su asombro por el talento demostrado por la joven pianista, que impacta en esa ocasión con un programa conformado por la Sonata en Re Mayor de Mozart, variaciones sobre una obra de Haydn, una selección de tres preludios, dos nocturnos, un rondó y un scherzo de Chopin, cerrando con Córdoba, de Isaac Albéniz; Sarabande, de Claude Debussy y la Danza de la Pastora de Ernesto Halffter.
Mañach era consciente del tremendo reto que tenía la joven promesa, sobre todo por su condición de mujer y negra, y apuntaba a la acción de “ciertas formas difusas de resistencia social. Éstas existen, por sutiles que se nos muestren y por reprobables que a algunos nos parezcan, y para sobreponerse a un público en que tales complejos operan, el talento tiene que ser de una calidad muy genuina”. Y enseguida enfatiza: “Antier, en la Casa Cultural de las Católicas, Zenaida Manfugás tocó ‘como los ángeles’ en más de un sentido. Quiero decir que se hizo ella misma incorpórea, mera presencia musical. Ni siquiera se deslizaron en sus modos de interpretación aquellos acentos que una crítica sobreaguda suele asociar a su raza – la exuberancia, la voluptuosidad en el regodeo melódico, cierto íntimo patetismo superpuesto. Fue (hasta donde se le alcanza a quien sabe poco de estas cosas) música de una gran sobriedad, castidad, pureza interpretativa; esa música que no cae en los engreimientos a medias y que, por consiguiente, sólo se escucha en la etapa reveladora o en la etapa ya muy gloriosa de los grandes talentos”.
Con sinceridad evidente, Gastón Baquero se une a la exaltación de las virtudes de la joven Manfugás: “La admiración despertada en quienes escuchaban en la tarde de ayer a esta heroica muchacha, crecía al conocer ciertos detalles de su situación personal. Zenaida González, que posee un temperamento hecho de sobriedad –su interpretación de Córdoba de Albéniz fue una prueba de su buen gusto-, de precisión –la Danza de la Pastora dijo de su capacidad en este difícil terreno-, de respeto -los Preludios de Chopin fueron interpretados sin el menor coqueteo con el “virtuosismo”-, tiene casi todo lo que necesita una persona para llegar a ser una gran pianista: lo único que le falta, para servir mejor su deseo de riguroso estudio, es que se la coloque en condiciones de estudiar a conciencia. Ella posee grandes dotes, pero -casi da pena decirlo- no tiene ni un piano propio en el cual estudiar todo el tiempo necesario.” Y remata el texto abogando por el apoyo social a la solución de esta carencia. Los comentarios sobre la excelencia de la joven guantanamera -rareza en la percepción de quienes asumían la música sinfónica a partir de un rasero de exclusividad clasista- corrían con velocidad por la ciudad entre los entendidos.
Dos días después, desde ese mismo espacio Baquero anuncia en triunfal titular: “Ya tiene su piano esa muchacha”. Y explica: “La Primera Dama de la República ha tenido la generosidad de responder a nuestro llamamiento en favor de la joven pianista Zenaida González Manfugás” y asombra después con una rápida reacción: decide rechazar el piano que ofrecía Mary Tarrero, la esposa del presidente Carlos Prío Socarrás: “…vamos a permitirnos el desplante de no aceptarle a la primera Dama el piano que ofrece. La razón es esta: otra persona perteneciente también a la familia presidencial, Antonio Prío Socarrás, se apresuró no sólo a escribirnos, sino a adquirir el piano que pedimos. Por eso, y recordando que Zenaida González (Manfugás) necesita, además de su piano, una beca, un medio de estudiar en los centros donde pueda alcanzar la práctica y las enseñanzas superiores que todavía necesita por varios años, pedimos a la Primera Dama nos perdone la negativa de su oferta de un piano y acceda en cambio a interponer sus inmejorables oficios a fin de que esta muchacha obtenga una beca.”
¡Claro que el escenario era electoral y propicio para que Antonio Prío rentabilizara el gesto! Pero es Gastón Baquero quien emplaza a los poderes presidenciales para que concedan la beca que la joven Manfugás necesita. A pesar del destaque mediático, la gestión no fluye, la beca tarda en concretarse y sobreviene la caída del gobierno de Prío al producirse el golpe de estado perpetrado por Fulgencio Batista el 10 de marzo de 1952.
Mientras tanto, se habla de aquella joven y de su prodigio, y acaso fueran diversas las motivaciones de unos y otros para dirigir las miradas hacia ella, pero lo cierto es que junto con Roig, Mañach, Agustín Tamargo y Baquero, otros nombres de prestigio se proponen apoyarla, como es el caso de Ernesto Lecuona, quien la había conocido a través de Roig y la invita a participar en uno de sus conciertos, como muestra de la profunda impresión que le había causado aquel talento emergente; así la recomienda a empresarios y promotores, con la generosidad que le era propia, iniciando una amistad que viviría hasta la muerte del Maestro. Ofrece recitales, como aquel organizado por el Departamento Municipal de Bellas Artes, el 29 de marzo de 1951 y en el que interpreta obras de Schumann, Mendelssohn, Ravel, y espera impaciente que lleguen tiempos mejores.
Rosa Marquetti Torres
Desmemoriados. Historias de la Música Cubana, junio de 2016.
Ver fotos y datos en Desmemoriados.
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