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jueves, 7 de julio de 2016

Historia de un paria (II)



Isabel Pulido, única hermana hembra de Raúl, tiene 52 años. En la casa de San Nicolás, donde actualmente cuida al padre de ambos, sale y cierra silenciosamente la puerta. Adentro no se puede mencionar el nombre de Raúl. En el balcón, Isabel recuerda aquella época.

-Él empezó a dormir en el bañito por todos los problemas. Ahora la homosexualidad es una moda, pero antiguamente tú no sabías si traía sífilis o cualquier otra enfermedad. Allí él dormía de lo más bien, porque eso estaba limpiecito.

Raúl entraba a la casa apenas para ver la televisión. El padre llegó a prohibir que se le diera comida si no cambiaba su conducta. A escondidas, Haydée o Isabel le alcanzaban a veces un plato al cuartico.

Poco tiempo después, la rectitud del padre terminó por hastiar a los hermanos varones de Raúl, que se fueron de la casa en cuanto pudieron. Isabel iba y venía, según el novio que tuviera en el momento.

A los doce años estaba Raúl llorando en un portal. Había tenido una pelea con el padre. Una pelea que terminó en juicio.

-Un día, en medio de una golpiza de mi papá, me reviré. En la casa había uno de esos botellones grandes de cristal. Cogí aquel botellón y se lo metí por la cabeza. Y de ahí fuimos para la policía.

Con una frialdad que da miedo, Isabel recuerda:

-Una difunta vecina del edificio se metió en la bronca y acusó a mi papá. Pero mi papá ganó, porque entre padre e hijo nadie se puede meter, y el padre le puede hacer al hijo lo que le de la gana.

En aquel portal, antes de la policía, antes del juicio, Raúl, hermoso niño según quienes lo conocieron y según él mismo, lloraba sin consuelo. Ese día conoció a Jorge González Mesa, alias la Reglana, y desahogó con él sus penas.

La Reglana era un señor negro y gordo con un ojo de vidrio y una espantosa reputación. Homosexual. Santero. Hijo de Yemayá. Adicto a drogarse con medicamentos como el dexactedron y el parkisonil, la Reglana se le cruzó en el camino a Raúl en un momento drástico. Le secó las lágrimas y lo demás sucedió rápido: Jorge, que no tenía hijos y vivía solo en la calle Laguna, apenas a seis cuadras de los Pulido, accedió a tomar la custodia de Raúl si su padre lo permitía. Su padre dijo que sí, que por supuesto. Le dio de baja en la libreta de abastecimientos y se sintió aliviado. Haydée moriría un par de años después.

Jorge fue agua en el desierto. Le dio a Raúl un techo. Le quiso cambiar, aunque sin éxito, los apellidos. Lo llamaba hijo y Raúl lo llamaba padre. Pero Jorge no trabajaba, vivía del negocio, de la venta de pastillas alucinógenas a las almas desesperadas de Centro Habana, y Raúl tuvo que comenzar a bailar en las calles, a limpiar casas nuevamente, a hacer los recados a los vecinos del nuevo barrio.

-¿Jorge era bueno contigo?
-Regular.
-¿Por qué?
-Porque era un homosexual muy fuerte.
-¿Te golpeaba?
-Una sola vez me dio un manotazo, porque le falté el respeto. Yo era muy bocón. No me daba golpes, pero era un señor muy fuerte, y no le gustaba que yo hiciera cosas malas. Fue bueno y fue malo. A veces me botaba de la casa y yo tenía que irme por ahí. Después me recogía de nuevo.

Teresa, una vecina que hace más de diez años vive en los altos de la casa de La Reglana, el nuevo hogar de Raúl, recuerda:

-Jorge no se movía de la silla y, sin embargo, no le faltaban ni la comida ni los cigarros. Cuando el muchacho no traía el dinero o las cosas para la casa, lo maltrataba bastante. Lo usó, como lo usan muchos todavía. Pero fue quien lo crió, quien lo acogió cuando en su casa lo despreciaron.

Por ese tiempo, finales de los setenta, Raúl salió de la casa por primera vez completamente vestido de mujer.

-Salí a tomar las calles con un vestido de quinceañera que me habían prestado. La gente escandalizada. Tú sabes cómo era en esos años.

Después de tal paso no había ya razón para que Raúl siguiera llamándose como tal. Pensó que era mejor olvidarse de su propio nombre, tapiar también esa parte de la oscura fosa que era su corto pasado, y empezar de nuevo.

Cuando las calles de Centro Habana comenzaron a quedarle chicas, la gente empezó a llamarlo Farah María, a la sazón una intérprete cubana que se hizo popular por la estrofa "No me baño en el malecón, porque en el agua hay un tiburón". Con su sofisticada h al final, Farah era el nombre mismo del éxito. Nada malo podría pasarle a alguien llamado Farah.

Los años pasaron. Y Farah comenzó a pagar sus primeras multas por maquillarse y vestirse de mujer. Alguna que otra vez compareció en juicios populares junto a amigas travestis. Los juicios populares, en el caso de la conducta homosexual, eran ceremonias que pretendían la redención del gay a través de la terapia de choque de la vergüenza pública. En otras ocasiones la trasladaban a la unidad de policía más cercana, la ponían a limpiar el local en una rara medida de escarmiento. Unas horas después la dejaban en libertad.

Negra, homosexual y pobre, Farah reunía todas las condiciones para ser un paria social en la nueva Cuba que se construía. Una Cuba edificada bajo el espejismo de las inclusivas promesas que juraron los hombres fuertes, los hombres de campo que hicieron la Revolución, y bajo cuya anuencia se institucionalizó paulatinamente la homofobia en la Isla.

A la vuelta de los años ochenta, el gobierno revolucionario había “saneado” el país de cientos de homosexuales que escaparon de Cuba durante el éxodo del Mariel. El Código Penal establecía la penalización de cualquier actitud que pudiera ser considerada demasiado extravagante bajo el delito de ostentación pública, por el cual se podía cumplir de tres a nueve meses de prisión.

En 1982, Farah comenzó una saga dantesca por las cárceles. Las fechas precisas no las recuerda ni ella misma. Su cronología personal es tan atolondrada, tan llena de hitos, de escuelas de conducta, de maridos, de puñaladas, de juicios, que cualquier fecha puede estar sujeta a un cambio. En 1982, eso sí, está segura de haber pisado una cárcel por primera vez. Tenía dieciséis años.

-Estaba en la playa de Guanabo con un grupo de homosexuales. Dejamos la casa sola y al regresar nos habían robado, entonces fuimos a la estación de policía para hacer la denuncia. En vez de buscar a los ladrones, nos llevaron presas a nosotras.

En el Combinado del Este, la mayor prisión del país, Farah y sus amigas cumplirían nueve meses de cárcel.

-¿Cómo te fue allí?

-Fabuloso. Yo era la reina de la prisión. Estuve en un pabellón donde había alrededor de trescientos homosexuales. Aquello me encantó. Hacía lo que me daba la gana. Me vestía de mujer con vestidos hechos de sábanas y pelucas de tiras de saco. Con pasta de dientes me maquillaba los párpados y los labios me los pintaba con pintura roja.

Su nombre de pila en la prisión era Lulú, en honor a un dibujo animado donde la muñeca homónima se la pasaba chupando paletas. Farah era una aficionada a chuparse el dedo. Durante los nueve meses que estuvo presa, solo Jorge y su hermano Efrén la visitaron. Con los demás miembros de la familia -sobre todo con el padre- había ocurrido una irreparable fractura. En la propia casa de San Nicolás, su nombre se pronunciaba en sordina.

Isabel Pulido dice:

-Comenzó a ir preso porque en cuanto empezó a desarrollar, se reunía con “elementos”, con gente de la que no tenía que rodearse. Y mi papá lo enterró. Él sabía muy bien que el padre de nosotros trabajaba en la Seguridad del Estado y era muy recto, que cuando decía una cosa había que hacerla.

A la semana de haber quedado en libertad, Farah va presa de nuevo. Esta vez adrede. Ella y Katia, otra travesti que también había pasado unos meses divinos en el Combinado del Este, comenzaron a hacer fechorías para que las capturaran nuevamente. Habían dejado sendos maridos en la prisión, y a la prisión había que volver. Entre rejas (extraña paradoja) algunos tenían más libertad que en la calle.

Lo primero que se les ocurrió fue ir a comer hasta el hartazgo en Las Bulerías, un restaurante del Vedado, a sabiendas de que no tenían un centavo para pagar la cuenta. Por desgracia para ellas, lo único que se buscaron fue una paliza y cincuenta pesos de multa.

Días después, Farah y Katia agarraron un pedazo de hierro e hicieron añicos una de las vitrinas de la tienda La Sortija, en la calle Monte. Mientras los empleados llamaban a la policía y los transeúntes disfrutaban del espectáculo, Farah y Katia se colaron en las estanterías, despojaron a los maniquíes de sus vestidos y sus pelucas y se las encasquetaron, para posar inmóviles como gráciles figurillas dentro de las vitrinas destrozadas.

-En el juicio nos pidieron un año en el Combinado del Este. Fuimos a parar al mismo pabellón donde habíamos estado anteriormente.

Cumplió la condena. Salió. Calentó los motores en la calle y, casi dos años después, la encarcelaron nuevamente por robarse, con otras tres consortes de causa, las prendas de mujer que colgaban en una tendedera en Guanabacoa.

-Nos descubrieron porque en medio de la noche, un niño empezó a llorar y despertó a la gente en el edificio. El robo se valoró en unos 88 pesos. No se me olvida. Esa vez nos pidieron once años de cárcel.

Once años de los que apenas cumpliría cuatro. Junto con una revisión de causa por la que quedaba absuelta en 1988, uno de los tantos presos a los que Farah había jurado amor eterno, la sorprendió con otro de los tantos presos a los que Farah también había jurado eterno amor. En algunos sitios la infidelidad se paga con muerte. Y este hombre resentido, del que Farah ya no recuerda su nombre, la alzó en peso y la arrojó del cuarto piso.

-Lo único que recuerdo es que me desperté en el hospital de emergencias de Carlos III.

Fractura de cráneo, parálisis temporal, pérdida casi total de la dentadura. Farah estaba viva de puro milagro.

En 1992 inaugura la prisión de Valle Grande, ubicada en La Lisa, en las afueras de La Habana. A partir de ahí, la cárcel se convierte en algo eventual, casi siempre bajo los delitos de escándalo público o peligrosidad predelictiva. La peligrosidad predelictiva, que consta en la Ley 62 de 1987 en el Código Penal, considera como estado peligroso y punible la proclividad de ciertos individuos a cometer delitos.

La conducta antisocial de Farah, que no tenía un trabajo estable, que se había pasado los últimos años de su vida en la cárcel, la convertían en una ciudadana potencialmente perniciosa para la sociedad. Pero a mediados de los 2000 su record delictivo estaba limpio. Hasta donde era posible, Farah era feliz. Llevaba casi diez años sin caer presa. La policía ya no se preocupaba por ella como antes.

Eusebio Leal, historiador de La Habana y especie de indulgente guardián del centro histórico de la ciudad, hacia 2005 emite un documento por el que se prohíbe a las autoridades la detención de Farah por bailar públicamente y ostentar su homosexualidad en el centro turístico de la ciudad. Eusebio Leal la convierte en intocable. En el documento la llama “personaje costumbrista”.

Farah había transitado, a base de constante gravamen, de paria social a personaje pintoresco con salvoconducto legal. En las calles se le comenzaba a reconocer como la madre de las travestis cubanas. La precursora. En lugares turísticos del centro histórico como la cervecería de la Plaza Vieja, comenzaron a permitirle bailar con la orquesta musical de paso, y coquetear con el público, que en los días de más suerte podía dejarle hasta quince dólares de propina.

La mega popular orquesta cubana Van Van la había inmortalizado en su tema El travesti, donde después de mencionar a varios transformistas famosos de La Habana entonan: ¡Y qué decir de Farah María, Ave María por Dios!.

Farah había conocido a Santiago Sánchez López, un joven de apenas veinte años con quien Jorge la dejaba convivir en la casa. Santiago había llegado para llenar un gran hambre de afecto.

-De todos mis maridos, fue el que más me quiso y el que más yo quise.

Con Santiago, Farah consiguió algunos de los pocos empleos estatales que le permitía su título de noveno grado. En el asilo de la calle Reina, por ejemplo, trabajaron juntos asistiendo a los ancianos. Como es de suponer, Farah le puso el alma a un sitio tétrico que olía a orina rancia.

-Los ancianos son personas muy susceptibles y me querían cantidad. Yo les hacía cuentos, les cantaba canciones infantiles, les celebraba los cumpleaños.

Con Santiago en 2008 se fue a limpiar pisos en el hospital Calixto García, para ganar un poco más de lo que ganaba en el asilo. Fiel guardián, Santiago no la perdía de vista. Teresa, la vecina, recuerda:

-Santiago tenía obsesión con ella. Si ella salía, él salía. Si ella entraba, él entraba. Y como ella es muy alta y él era muy bajito, parecía la cartera de Farah. El padre del muchacho quería conseguirles otro apartamento para que salieran de la casa de Jorge, que siempre estaba llena de homosexuales fajándose entre sí. Pero Farah no quiso. Para ese tipo de gente, ese cuarto tiene azúcar.

Jorge Carrasco
El estornudo, 25 de abril de 2016.
Foto de Farah hecha por Almudena Toral.

1 comentario:

  1. Buenos días, he leído los dos artículos y me ha recordado el caso de un vecino que tuvieron mis padres en Canarias, el chico era gay y el padre lo echó de la casa, el pobre muchachito, aún adolescente, se sentaba en la escalera del edificio y mi madre le llevaba comida y lo invitaba a pasar a la casa para que se aseara. Con el tiempo el padre lo aceptó de nuevo en la casa aunque a regañadientes, no entiendo esas actitudes un hijo es un hijo y el ser gay no te convierte automáticamente en delincuente.
    Saludos.

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