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miércoles, 17 de junio de 2015

En Cuba se roban hasta las estatuas



Un pedestal vacío y sin tarja en un pequeño parque en las intersecciones de las calles G y Línea en El Vedado alguna vez sostuvo una réplica de una famosa estatua de Johann Strauss, que fuera donada a Cuba en 2002 por autoridades austríacas. El regalo desapareció casualmente en un momento en que a las instituciones culturales cubanas les estaba prohibido cursar invitaciones a diplomáticos de la Unión Europea.

A unos escasos metros del lugar, en otro parque, aún permanecen los restos de lo que fuera un busto del fundador de la República de Turquía, Mustafa Kemal Atatürk. Ambos monumentos pasaron a integrar la casi interminable lista de saqueos que incluye desde el ya rutinario robo de las gafas de la escultura habanera de John Lennon hasta la desaparición de una buena parte de un brazo de la efigie de Salvador Allende en la Avenida de los Presidentes.

Con la excepción de aquellas obras emplazadas en zonas fuertemente custodiadas, la mayoría de las piezas o conjuntos escultóricos de Cuba se encuentra amenazados por actitudes rapaces ligadas a estrategias de supervivencia, por una parte, y, por otra, a expresiones de indiferencia, protesta o de reafirmación de las individualidades en un ambiente político opresivo.

La mutilación de piezas de bronce, la sustracción de bustos completos, tarjas y revestimientos de mármol incluso de las tumbas en los cementerios son, para algunos, simples acciones de bandidaje. Para otros, los efectos de la existencia de un mercado negro ya no solo para coleccionistas caprichosos sino, mayoritariamente, para quienes dependen de la obtención de materias primas imprescindibles para sus oficios.

Como afirma Alexei Peraza, cuentapropista recolector de chatarras y otros objetos reciclables, “un saco de latas de cerveza (vacías) vale unos pocos pesos y cuesta un día de trabajo reunirlo. Una pieza de bronce o tan solo un buen pedazo que cualquiera arranca por ahí sin mucho esfuerzo, vale mucho más. Solo hay que saber a quién vendérselo”.

Sobre la “naturaleza práctica” de algunas de estas acciones, apuntan los comentarios de Freddy Ortiz, experimentado artesano habanero:

“Nunca he trabajado los metales, lo mío es el vidrio, los caracoles y cosas que no dan mucho dolor de cabeza, pero tengo amigos que sí y ¿de dónde crees que a veces obtienen la materia prima? Todo eso que se ha perdido por ahí, nadie lo va a encontrar jamás. Ha sido convertido en lamparitas, colgantes, portarretratos, lo que sea. No te digo que haya un loco que lo haga por joder, como lo que pasa con los espejuelos de John Lennon, pero cuando se llevan la cabeza de un tipo que nadie conoce, no es para ponerla de adorno ni para vendérsela a un turista, es para fundirla y pasarla a ‘mejor vida’. Si se llevan las ofrendas florales del Parque Maceo y las coronas de los cementerios para después revenderlas hechas ramitos, ¿cómo no se van a llevar lo demás?”.

Ibrahim Lambert, joven escultor y artesano, dice que es difícil acabar con el vandalismo en una sociedad que fue entrenada para destruir:

“La cosa es compleja si la ves desde nuestra idiosincrasia, pero también muy sencilla si la miras desde la realidad concreta. Al cubano no hay que darle un pretexto para que destruya cualquier cosa. Fíjate en la estatua de Estrada Palma, la arrancaron de cuajo antes de 1959, y ya con la revolución fue el desenfreno total. Por otro lado, el Estado no te vende esos materiales tan costosos ni te deja entrarlos al país, entonces hay que salir a buscarlos del modo más económico. El bronce, la plata, el oro eso sí es caro y hasta uno pudiera entender que se roben los bustos feos de extranjeros que nada tienen que ver con nosotros, pero ¿cuánto te cuesta un buen trozo de mármol? No mucho, pero te sale más barato si vas al monumento tal o cual y te llevas un pedazo. Después haces diez ceniceros, los vendes y es ganancia neta. La gente se ha acostumbrado a robar porque lo que dicen que es de todos, no es de nadie. Eso lo da la necesidad y la falta de cultura. Todo conspira para que lo hagas, porque a nadie le interesa. Y, además, siempre enseñaron a destruir”.

Uno de los complejos escultóricos más polémicos del país es una obra que pertenece al artista italiano Giovanni Nicolini. El gigantesco monumento, emplazado en los años 30 en la Calle G o Avenida de los Presidentes, El Vedado, con dinero aportado por los habitantes de la ciudad, está dedicado a José Miguel Gómez, segundo presidente de Cuba (1909-1913) y figura fundamental durante la Guerra de Independencia y la instauración de la República.

Muchos ignoran quién fue este hombre, repudiado por su responsabilidad directa en la masacre racista durante el levantamiento armado de los Independientes de Color. Sin embargo, el vandalismo contra el monumento no es el resultado del rechazo popular, sino parte de ese proceso de desmemoria, inducido desde el poder, que amenaza con liquidar todo cuanto precede al año 1959 o que no rinde homenaje al régimen.

Para la mayoría de los transeúntes, el lugar no guarda relación alguna con el pasado de la nación, sino con necesidades más imperiosas. En las inmediaciones existen varias paradas de ómnibus y las personas que esperan usan el monumento como baño público. Por las noches, es una de las zonas de encuentros sexuales fortuitos más populares de La Habana. Al caer el sol, no es recomendable transitar por el lugar, escenario de violentos asaltos. Tampoco es aconsejable pasar mucho tiempo bajo de su techo, a punto de desplomarse.

El fenómeno del vandalismo es visto por algunos como acciones, en cierto modo alentadas por un discurso oficial, que intentaba echar tierra sobre episodios históricos o expresiones artísticas o religiosas que no contribuían a la legitimización del proceso político posterior a 1959.

Acciones destructivas contra iglesias, templos u obras tachadas de “burguesas” se sucedieron a lo largo de las décadas 1960-1980, por lo que las obras de restauración emprendidas a partir de los 90 y en la actualidad se han visto afectadas por el arraigo de la indolencia y la pérdida de valores, por la desmemoria.

Odelín Pedroso, pastor bautista y vecino del Vedado, rememora los años en que entrar o aproximarse a una iglesia era un delito muy grave:

“Ir a la iglesia era contrarrevolución, así que muchos entusiastas iban y pintaban las paredes, tiraban piedras, rompían cristales... Era normal. Nadie iba al Cristo de Casablanca. Eso estaba abandonado, lleno de hierbas, después incluso vendieron cerveza y ron a sus pies, el lugar siempre estaba lleno de borrachos y de parejitas haciendo de las suyas. A la gente le inculcaron el irrespeto, todo eso estaba lleno de garabatos y de frases obscenas.

"Si no era una estatua de Martí o de Maceo, nadie se preocupaba por protegerla. Todo cayó en el olvido. Esculturas que eran verdaderas obras de arte desaparecieron y las que quedaron se convirtieron en un verdadero desastre. En las escuelas te hablan del monumento al Che, del mausoleo a los mártires del Moncada y de Celia Sánchez, pero no dicen nada de los demás, como si no hubieran existido, pero están ahí. Y los cubanos tienen que saber quiénes fueron, aunque hayan sido lo peor. Si no hay memoria, sea buena o mala, no hay país”.

Texto y foto: Ernesto Pérez Chang
Cubanet, 18 de mayo de 2015.
Ver aquí otras fotos hechas por el autor para este trabajo.

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