Alejandrina del Carmen Antúnez Aragón era el nombre completo de mi madre, pero como odiaba el Alejandrina que le encasquetaron, se quedó con Carmen. Nació el 24 de marzo de 1915 en Sancti Spiritus y murió en La Habana el 15 de abril de 2001, a los 86 años, pese a haber fumado desde la adolescencia.
Cuando nací, el 10 de noviembre de 1942, ya Luis Antúnez, mi abuelo materno, había fallecido. A mi abuela sí la conocí, se llamaba Francisca Aragón, le decíamos Pancha. No recuerdo cuándo quedó tuerta de un ojo, pero sí que tenía el pelo largo y se hacía una trenza. Antes de dormir rezaba y en su cuarto había imágenes de santos.
Su religiosidad no le impidió estar al tanto de las cuestiones políticas. Es que hasta poco antes de su muerte, abuela Pancha siempre vivió en casa de mi tía Dulce Antúnez y de su esposo, Blas Roca, durante años secretario general del Partido Socialista Popular (PSP). Y por eso fue testigo de registros policiales antes de 1959, aunque a ella la respetaron y a su cuarto nunca entraron. Abuela Pancha supo de la llegada al poder de Fidel Castro, pero como el barbudo no era santo de su predilección, prefirió irse pronto, el 10 de octubre de 1959. Fue velada en la funeraria de Santiago de Vegas y enterrada en el cementerio de Calabazar.
Luis y Pancha, mis abuelos maternos, tuvieron ocho hijos, cinco hembras y tres varones: María Luisa, Dulce María, Cándida Rosa, Alejandrina del Carmen, Teresa de Jesús, Avelino, Mario y Luis, el único que aún vive, con 92 años. La tía que murió más joven fue Teresa, a las 82 años, y el de más edad, Avelino con casi 100 años. Todos nacieron en Sancti Spiritus, lo que no sé si en la finca que tenía el abuelo Luis en Tuinicú llamada Sebastopol. Puede que el nombre guardara relación con la ciudad rusa o por la frase "Me cago en Sebastopol", como antes decían.
Tras la muerte del abuelo Luis, alrededor de la década 1920-1930, mis tíos hicieron sus matules y emigraron a La Habana, el declive de la finca había comenzado. Al estar ociosa, fue confiscada por la revolución (aunque también confiscaron tierras productivas en toda la isla). Los únicos que se quedaron en Sancti Spiritus fueron Avelino y Mario. La tía Teresa alternaba la capital con Cabaiguán y otros pueblos espirituanos.
El tío que tuvo más hijos fue Mario, ocho, todos con Caridad; Dulce, cuatro, con Blas; María, dos, con Catalino; Teresa, dos, de dos maridos distintos; Cándida, uno, de un hombre que no conocí, y Carmen, mi mamá, a mi sola, con mi padre, José Manuel Quintero Suárez, nacido el 21 de diciembre de 1909 en Palmira, Cienfuegos. Mi tío Avelino, el guajiro de la familia, nunca se casó y si tuvo algún hijo regado por las lomas del Escambray, donde vivió, no nos enteramos. Luis se casó ya mayor y no tuvo hijos con La Mora, su esposa.
Esa foto es de 1945, mi madre tenía 30 años y yo tres. Soy la del globo, a la izquierda. Fue hecha en el balcón interior, en el segundo piso del edificio donde vivíamos en Romay 67 entre Monte y Zequeira, Cerro. La vivienda había sido sede de la Asociación Nacional de Campesinos, que pertenecía al PSP y era dirigida por Romárico Cordero. Cuando la Asociación se mudó a otro local, el PSP decidió que tres familias compartiéramos la casa, bastante grande y con dos baños.
Una de esas familias fue la de Gilberto del Pino, líder campesino camagüeyano, su mujer Nicolina y su hija Tamila, la niña que aparece conmigo en la foto y de mi misma edad. Gilberto formó parte de la delegación cubana que en 1949, presidida por Juan Marinello, asistió al primer Congreso Mundial por la Paz, en la Sala Pleyel de París. De ese viaje me trajo una pequeña Torre Eiffel.
Gilberto y Nicolina ocuparon la parte final de la casa. La primera parte la ocupó Dubouchet, cuyo nombre he olvidado, su mujer, Amelia, y dos sobrinos jóvenes que ellos criaban, Bebo y Ricardito. La parte del medio se la dieron a mi padre, quien alternaba la labor de guardaespaldas de Blas Roca con el oficio de barbero ambulante. Mis padres sabían leer, escribir y sacar cuentas, pero ninguno de los dos terminó la escuela primaria. Mi madre siempre fue ama de casa. Cuando nací, mis padres compartían una vieja casona con otras familias, en el reparto Naranjito. En 1944 se mudaron para Romay, yo tenía dos años y con nosotros vino a vivir mi tío Luis y mi prima Teresita, la hija mayor de mi tía Maria, solteros los dos.
Las doce personas de las tres familias convivimos juntas y en armonía hasta 1959, cuando Gilberto decidió regresar a Camagüey con su mujer e hija. Y a los Dubouchet les dieron una casa en el reparto Santa Amalia. Nosotros nos quedamos con toda la casa: recibidor, sala, comedor, tres cuartos, dos baños, cocina y un cuartico pequeño.
En 1960-61 mi tío Luis y mi prima Teresita se casaron y se fueron a vivir con sus respectivas parejas. Pero como mi familia materna siempre tuvo alma 'hotelera' y acostumbraba acoger a parientes del campo que venían a la capital y no tenían dónde quedarse, con nosotros vino a vivir mi primo Moisés, hijo de mi tía Teresa.
La construcción del edificio databa de la década 1930-1940, pero la fuerte explosión de La Coubre, el 4 marzo de 1960, en un muelle de Atarés, barriada colindante con la nuestra, El Pilar, relativamente cerca de nuestro domicilio, agrietó el edificio. Cada vez que anunciaban un ciclón teníamos que irnos.
Una gran grieta que la explosión provocó en nuestra cocina, se fue ensanchando como consecuencia de que a menudo las guaguas, camiones y autos que transitaban por el tramo de la calle San Joaquín, los desviaban por la calle Romay. A veces era un desvío de horas o días, otras de semanas o meses. En el segundo piso, donde vivíamos, sentíamos cómo se estremecía la casa cuando pasaban aquellas rutas 10, 37 y 68 repletas de pasajeros. A media cuadra, por Monte, pasaban las rutas 2, 15 y 20.
En 1964, a mi padre le pronosticaron dos años de vida. A eso había que añadir que el motor del agua estaba más tiempo roto que funcionando y vivíamos cargando cubos de agua, que a mi madre le provocaron hernias y tres veces tuvo que ser operada de urgencia. Por si no bastara, ella se negaba a cocinar con luz brillante y seguía aferrada al carbón, que costaba dios y ayuda conseguirlo en La Habana.
Después que logramos que el edificio fuera inspeccionado por técnicos y arquitectos, y éstos certificaran que debido al mal estado del inmueble en cualquier momento se podía derrumbar, empecé a hacer gestiones en la Reforma Urbana. Mi padre estaba ya muy enfermo y no le dije que intentaba conseguir una vivienda, para que no se fuera con la preocupación de que dejaba a su mujer, única hija y dos nietos en una casa en muy mal estado.
Mi padre falleció el 7 de octubre de 1966, a los 57 años. En sus últimos meses, su entretenimiento eran su nieta Tamila, de dos años, y su nieto Iván, de un año; las visitas de amigos y escuchar la pelota en el viejo RCA Victor. Televisor no teníamos, lo tuvimos el 31 de diciembre de 1977, un Krim ruso en blanco y negro.
En aquella época, para comprar un televisor, refrigerador o ventilador, después de haberte destacado en tu trabajo, tenías que concurrir a una asamblea donde los asistentes decidían si debían dártelo a ti o a otro trabajador. Si votaban por ti, el del sindicato te daba un cupón, debidamente firmado y acuñado y con él ibas a la tienda donde vendieran electrodomésticos, que entonces no habían muchas en La Habana. Lo podías comprar al contado o a plazos (creo que el Krim me costó unos 200 pesos). No olvido la fecha porque coincidió con el fallecimiento del padre de mis hijos, del cual me había divorciado en 1970.
Por fin, en febrero de 1979, trece años después de la muerte de mi padre, nos dieron un apartamento de tres cuartos en un edificio de La Víbora. No era nada del otro mundo, pero tenía gas de la calle y teléfono. Y si el motor se rompía, no eran muchos los escalones a subir con cubos de agua. Todo un lujo, sobre todo para mi madre, quien a sus 64 años pudo vivir un poco mejor.
El edificio de Romay, donde vivimos 35 años, se fue cayendo a pedazos, varios inquilinos fueron albergados, entre ellos mi primo Moisés, y finalmente fue demolido en 2014. Recogidos los escombros, quedan los recuerdos.
Tania Quintero
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