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miércoles, 29 de octubre de 2014

Memoria personal de la invasión soviética a Checoslovaquia




20 de agosto. Una fecha que para algunos puede ser algo común y corriente. Para mí es una fecha que ha quedado marcada para siempre y es la fecha del fin de la llamada Primavera de Praga.

Fue la fatídica jornada en que 200 mil soldados del Pacto de Varsovia, principalmente del “Glorioso Ejército Rojo de la Unión Soviética”, apoyado por 2,300 tanques, invadieron Checoslovaquia, uno de los sitios más queridos de mi infancia y uno de los países más bellos del mundo, para aplastar con toda su maquinaria de guerra al gobierno socialista de Alexander Dubcek, tal vez la única oportunidad que ha habido en esta tierra de la existencia de un verdadero “socialismo con rostro humano”.

Bajo la Doctrina Brezhnev, llamada así en honor al líder soviético Leonid Brezhnev, quien fue el primero en declararla públicamente, se puso en marcha la invasión. Brezhnev fue el elegido por parte de los comunistas radicales soviéticos, para recuperar e implantar de nuevo el estalinismo, luego del triste período de Nikita Kruschev.

Brezhnev, un siniestro líder comunista, se encargó también de afianzar en el poder a pura hoz y martillo, a fieles dictadores como Janos Kadar en Hungría, Todor Zhivkov en Bulgaria, Erich Honecker en la Republica Democrática Alemana y Wojciech Jaruzelski en Polonia.

Tuvo mucho que ver en sembrar en el poder hasta nuestros días a los viejos comunistas cubanos, la mayoría provenientes del Partido Socialista Popular, que fueron todos y han sido hasta el final de sus días unos furibundos estalinistas, con la misión de acabar con la Revolución Nacionalista Cubana, la cual duró lo que dura un merengue en la puerta de un colegio.

La Doctrina Brezhnev se aplicó durante las décadas de los 60 y 70 hasta que fue remplazada por la Doctrina Sinatra bajo el régimen de Mijaíl Gorbachov, en los años 80, y que terminó, por suerte y para siempre, con todo ese régimen de terror.

En 1968 yo tenía 7 años. Habíamos tenido que irnos de Praga, donde vivíamos desde 1965, rumbo a La Habana, como consecuencia de los graves acontecimientos. Mi padre había sido atacado y gravemente herido, nuestra escuela soviética había sido cerrada y había una gran inestabilidad.

Al bajarnos en el aeropuerto José Martí, habían quedado atrás “nuestros años soviéticos”, en los que asumimos toda una cultura bajo la supervisión directa de los soviéticos y agentes de la KGB, al grado que teníamos restringida toda relación con los ciudadanos checos. Solo podíamos relacionarnos con personal soviético y las familias latinoamericanas, todos miembros de los partidos comunistas acreditados en Checoslovaquia. Nuestros grandes amigos cubanos en Praga eran la familia del escritor Heberto Padilla y la del pintor y fotógrafo Salvador Corratgé.

Cuando llegué a Cuba no sabía leer ni escribir en español y algunos niños, absurdamente, me llamaban “el rusito”. Patricia Belatti fue la niña cubana encargada de enseñarme no solo el español sino también “el idioma cubano”. Recuerdo que su madre fue una de las integrantes del cuarteto Las D'Aida en los años 60.

Me volví cubano para siempre y la verdad que me gustó mucho más ser cubano que ser soviético, porque ya ven: ser cubano es ser eterno y ser soviético significó desaparecer en algunos años. Corrían los días grises de la Guerra Fría y, niños al fin, ignorábamos que el mundo estaba a punto de explotar.

En esos primeros días en Cuba, yo no entendía nada de lo que sucedía ahí, todo me parecía un gran escándalo, el número de decibeles me resultaba demasiado alto y para colmo, me costaba mucho trabajo entender la manera de hablar de los cubanos.

En el recreo de mi escuela primaria Nguyen Van Troi, los niños se peleaban y enseguida se armaba un gran círculo. Mientras se daba la trifulca en el centro, otros niños y niñas gritaban de manera incesante y dando palmadas: ¡La galleta, la galleta, la galleta!

Llegaba frustrado a casa y le comentaba a mi madre: "Mamá, no entiendo cómo los niños pueden entrarse a golpes y los demás piden galletas al mismo tiempo. Pero lo peor es que nunca veo que salgan las cajas y repartan las galletas. ¡No entiendo nada!" Y seguido comenzaba mi berrinche y mi llanto porque quería regresar a Praga.

Yo aún pensaba que nuestra estancia en La Habana sería transitoria, por pocas semanas o unos meses meses quizás. Extrañaba a mis amigos del barrio, mis maestros, mi escuela, la nieve, mi barrio, el Castillo de Praga, el Museo de la Técnica, los títeres de Jirry Trinka, La linterna mágica... y todo mi mundo en Checoslovaquia, que era algo parecido a vivir en un cuento de Hans Christian Andersen.

De manera oficial y a través de un discurso de Fidel Castro, recuerdo se decía que lo sucedido en Checoslovaquia “era una conspiración del imperialismo para terminar con los deseos socialistas del pueblo checo y que al pacto de Varsovia, al sistema socialista, no le había quedado otro camino de recurrir a la fuerza y así frustrar los planes de la CIA y el imperialismo”.

En efecto, fue toda una “conspiración imperialista”, pero Fidel Castro era el primero en saber que se trataba de una conspiración del imperialismo soviético, que no estaba dispuesto a tolerar nada que tuviera que ver con la democracia.

Y a Occidente le importaron un carajo las reformas socialistas checas y el aplastamiento y la represión fue doble, no solo por parte de los tanques soviéticos, sino también por la ignorancia de Occidente. El célebre escritor Milan Kundera, una figura clave de la intelectualidad y de toda esa revuelta socialista, no le interesaba en lo más mínimo a Occidente en esos días. En definitiva “se trataba de una pelea entre socialistas radicales soviéticos y socialistas reformadores y democráticos”. Todo eso en ese momento, a Occidente le resultaba ajeno.

La brutalidad y el instinto criminal de los “gloriosos” soldados del Ejército Rojo quedaron evidenciados en las imágenes filmadas el 20 de agosto de 1968. Ese mismo instinto se había impuesto en Hungría en 1956, se impuso en Afganistán, en Chechenia y últimamente en Ucrania. Los rusos, al igual que los chinos, ingleses, franceses, norteamericanos y japoneses, han sido imperialistas siempre. Los rusos lo fueron desde antes de los zares, durante el largo y oscuro período de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y lo siguen siendo ahora en la era Putin.

Pensé que nunca más regresaría a Praga y para ello, tuvieron que pasar casi cuatro décadas. Hace dos años estuve ahí visitando mis castillos y reinos, lo que fue mi barrio, mi casa y todo ese entorno de mi infancia. Todo estaba intacto, como si hubiese salido de ahí hace tres semanas. Mi memoria me ayudó a no sentir nada extraño ni desconocido. Praga sigue siendo, por supuesto, uno de los sitios más bellos y hermosos que existen en esta tierra, una ciudad que considero incluso más bella que París.

Me alegró saber que hay una especie de ley que prohíbe el fascismo, de manera tajante, pero al mismo tiempo y de manera muy severa, está prohibido también el comunismo y por ende el estalinismo. Ambas cosas son ahora piezas de museos. Pienso que eso es lo mejor y lo más sano que le pudiera suceder a una nación en el siglo XXI.

Jorge Dalton*
Café Fuerte, 20 de agosto de 2014.
*Cineasta cubano-salvadoreño, hijo del poeta salvadoreño Roque Dalton (1935-1975). Creció entre Praga y La Habana, y se afincó finalmente en San Salvador, donde actualmente reside y trabaja como realizador de audiovisuales.

1 comentario:

  1. Al menos el autor regresó a su ciudad y la encontró igual que la recordaba, yo no podría decir lo mismo si se me ocurriera visitar mi ciudad natal.
    Por otra parte, que distintos somos los cubanos del resto del mundo, pero no creo que ésto sea algo bueno, mientras en otros lugares que estaban pisoteados por la bota del comunismo intentaron valientemente rebelarse , nosotros mientras pudiéramos "resolver" seguíamos tirando, y así nos ha ido y seguirá yendo. Cuba ya no tiene remedio.

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