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lunes, 23 de junio de 2014

Brasil en mi vida (II)


Una noche invernal, allá por 1985 u 86, Fernando Valeika, el hijo de Fernando de Barros, se apareció sin avisar en nuestra casa, en la Víbora, La Habana. Venía de recorrer la isla y su aspecto era el de un trotamundos. Alto y delgado, medio misterioso y con una gran mochila, parecía el doble del cantante argentino Fito Páez.

Hacía rato habíamos comido y nos disponíamos a dormir cuando llegó. En Brasil cualquier persona tiene en un closet ajuares de cama y mesa nuevos. Antes de 1959 hasta el más pobre de los cubanos tenía en el escaparate por lo menos un par de toallas y sábanas nuevas. En mi casa también las tuvimos, pero después de más de dos décadas de revolución y penurias, ya no existían y no teníamos cómo reponerlas. En esa época -y todavía ahora- entre los artículos del hogar que más escaseaban se encontraban toallas, sábanas y manteles. Después de tanto uso se volvían transparentes, pero no se botaban: se guardaban como trapos. Ese "almacén de trapos" fue muy útil para muchas cubanas cuando en 1990, tras el desmembramiento de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín, el gobierno cubano implantó el período especial en tiempos de paz. Una especie de guerra sin tiros ni cañones y cuyas consecuencias fueron funestas para la población cubana.

Sábanas y toallas desgastadas así como blusas y camisas viejas comenzaron a picarse y utilizarse como almohadillas sanitarias los días de la menstruación. Esos "trapitos" tampoco se echaban a la basura: se enjuagaban bien y en una lata, con unas astillitas de jabón (el jabón se convirtió en codiciado objeto de deseo) se ponían a hervir. Después se tendían al sol largo rato, para que los fuertes rayos completaran el proceso de "esterilización". Las familias que tenían un bebé o habían guardado los pañales de sus hijos mayores fueron más afortunadas: eran mejores y más cómodos de usar.

Volviendo a las toallas. Mi madre, mis dos hijos y yo éramos "privilegiados": cada uno tenía dos. Y una de las que estaba limpia, se la dimos al brasileño. Mientras Valeika se daba un baño "a la cubana", con un cubo de agua tibia, sacamos del refrigerador el arroz que había quedado de la comida. Pan no había: dificílmente hasta esa hora duraba el pan distribuído por la libreta de racionamiento ni tampoco el que todavía en ese año se podía conseguir "por la libre". Huevo quedaba uno solo.

Llamé por teléfono a Amparo, vecina que vivía frente a la casa, le comenté del inesperado visitante y le pregunté si podía prestarnos un huevo. Con la promesa de que se lo devolveríamos cuando a la carnicería llegaran "los huevos por la libreta" (a razón de ocho por persona al mes). Me respondió que sí, crucé y además del huevo prestado, traje un tomate regalado. Y ése fue el menú que le ofrecimos a Fernando Jr.: arroz blanco, dos huevos fritos y un tomate en ensalada. Para acompañar, agua fria. Durmió en la sala, en un viejo catre de la era soviética. Café sólo le pudimos brindar por la mañana, a modo de "desayuno" (el café, como el jabón, aceite, detergente, salsa de tomate, figuran entre los artículos más consumidos, pero a su vez, más escasos, para el hombre nuevo cubano).

Fernando Valeika de Barros debe tener más frescos los recuerdos de ese viaje a Cuba y de su estancia de doce horas en nuestro humilde hogar. Entonces era un joven veinteañero, ahora, con más de cuarenta, tiene una gran misión: transcribir las quince cintas que su padre dejó grabadas y que la muerte no le dió tiempo a dejar plasmadas en un libro cuyo título ya había escogido: A Grande Aventura da Vida, "porque a vida é uma grande aventura".

Una vez, buscando en internet datos sobre brasileños que había conocido en Cuba en la década de 1980-90, se me ocurrió poner en Google el nombre de Jefferson Hack, periodista inglés.

Jefferson Hack físicamente se me parecía a Fernando Valeika de Barros: alto, desgarbado y medio misterioso también. Recuerdo la fecha porque conservo el papelito donde Hack me escribió su dirección y teléfono en Londres: 14 de abril de 1998. Con ayuda de Armando, un amigo que me sirvió de intérprete, durante cuatro horas conversamos en una paladar (restaurante privado), situado en la calle Obispo, en la Habana Vieja.

Fue todo muy extraño. Por la tarde había llamado a mi casa un cubano preguntando por mí. Cuando salí, no quiso identificarse, sólo me dijo que pasaría el teléfono a una persona interesada en hablar conmigo. Enseguida pensé que se trataba de una "máquina" (tomadura de pelo) de la Seguridad del Estado. Si para entenderse brasileños y cubanos se valen del portuñol, cuando de americanos o ingleses e hispanos se trata, se utiliza el spanglish. Mezclando las pocas palabras que el hombre sabía en español y con mi limitado vocabulario en inglés, acordamos vernos esa noche. En un carro pasarían a recogerme, primero a mí y después a Armando, que vivía por el Parque La Normal, en el Cerro.

Pasadas las 8 de la noche llegó, en un viejo auto americano. El chofer y el acompañante eran de la raza negra. Recogimos a Armando y después dejamos al acompañante por Centro Habana. De ahí seguimos a la Habana Vieja. En una zona céntrica el chofer nos dejó. A pie seguimos, buscando una paladar. A diferencia de los brasileños, que cuando llamaban enseguida decían de parte de quién venían, este periodista era una incógnita. Cuando encontramos la paladar, en el primer piso de un viejo edificio entre dos tiendas, ya acomodados en una mesa, lo primero que hice fue preguntarle para cuál medio de prensa trabajaba. "Soy editor de la revista Dazed & Confused", me respondió. Luego de explicarme que era una publicación bastante atípica, quise saber cómo había llegado a mí. Estando ya en Cuba, se había enterado de la existencia de un periodismo independiente. No sé si Fernando Valeika se movió en el mismo ambiente marginal cubano, pero Hack sí.

Mi nombre no le era ajeno a los cubanos de a pie. Probablemente porque había sido periodista oficial o tal vez por ser una mujer ya mayor y pertenecer a la raza negra, pero sobre todo, pienso, porque por Radio Martí (emisora del gobierno de Estados Unidos, con sede en la Florida, y principal medio de difusión de la disidencia y el periodismo independiente cubanos) a menudo me entrevistaban o leían trabajos escritos por mí, casi todos sobre la vida cotidiana.

Alguien de ese submundo habanero había oido hablar de mí y le sugirió al periodista inglés que me entrevistara. Preguntando y preguntando dieron con una persona que conocía a otra que había trabajado conmigo y conservaba mi teléfono. Así fue como Jefferson Hack me localizó.

No volví a saber de él hasta que ahora, por Google me entero que pese a su aspecto poco elegante -tampoco Valeika lo tenía y era hijo del hombre que orientaba la moda masculina en Brasil- su padre fue un exitoso importador de tabaco en Uruguay. Jefferson había nacido en Montevideo en 1971 y su madre provenía de la Suiza alemana.

Curiosa por saber un poco más del extraño personaje, de pronto me encuentro el nombre de Jefferson Hack metido en noticias del corazón. Se hizo famoso cuando en 2001 vivió un romance con la controvertida modelo Kate Moss. De esa relación en septiembre de 2002 nacería una niña, Lila Grace. Según la prensa inglesa, la Moss no interrumpió su noviazgo con el actor Daniel Craig (el nuevo James Bond). Se especula que para mantener cerrada la boca del periodista-editor, ella le habría ofrecido 4 millones de libras esterlinas.

Chismes aparte, lo cierto es que todavía no sé si de su viaje a Cuba y de la entrevista conmigo, Jefferson Hack publicó algo en algún número de 1998 de su deslumbrante y confusa revista. Si un periodista de Veja, Istoé, Manchete, me hubiera entrevistado, segura estoy que me hubiera enviado un ejemplar.

En la comitiva de periodistas brasileños que en 1987, junto con el gobernador de Sao Paulo, Orestes Quercia, viajaron en el vuelo inaugural de la VASP Sao Paulo-Habana, se encontraba Augusto Nunes, entonces editor-jefe en el Jornal do Brasil. Mientras tomábamos café en la cafetería del hotel Riviera, Augusto me hizo una fascinante propuesta: ser corresponsal del Jornal do Brasil en La Habana. Lástima que de los muchos papeles, cartas y documentos de los cuales tuve que deshacerme, para que no cayeran en las manos del Departamento de Seguridad del Estado, estaba el block de notas donde Nunes me anotó los temas que a su periódico le interesaban, entre ellos la desmovilización de las tropas cubanas en Angola.

O yo no le supe explicar cómo funcionaban las cosas en un país de régimen cerrado como Cuba o él, habituado a la libertad de prensa, pensó que sería cosa de "coser y cantar". Mas lo cierto es que un periodista oficial, como era yo en ese momento, no podía ejercer de corresponsal de ningún órgano de prensa exterior si no tenía el consentimiento del Partido Comunista, del Ministerio de Relaciones Exteriores y, por supuesto, del todopoderoso Ministerio del Interior. Como mantenía buenas relaciones con Yurina Cabalo y Omar Mendoza, quienes en ese momento se ocupaban de la prensa en sus respectivos departamentos del PCC y el Minrex, por ellos dos comencé a tramitar la autorización.

Creí mi deber hacérselo a saber a Nunes, quien cuando se enteró puso el grito en el cielo. A ciencia cierta no sé exactamente qué dijo, pero más nunca quiso saber de mí. Su reacción no me incomodó y la encontré una consecuencia del desconocimiento de la realidad cubana, bastante complicada de entender por un extranjero, aunque fuera un periodista tan bien situado e informado como Augusto Nunes.

Los cubanos siempre decimos que lo que ocurre dentro de nuestro país sólo lo entendemos nosotros. Y así es. No importa que se trate de un asunto cultural, como la película Habana Blues: cargada de malas palabras y cubanismos, su trama dificílmente logre entenderla a cabalidad un espectador que no haya nacido y vivido por lo menos cuarenta años en Cuba (los cubanos que se fueron en los primeros años de la revolución tampoco comprenden a plenitud el día a día de una población durante décadas aislada y desinformada).

Cuando a partir de septiembre de 1995 decidí alejarme del periodismo oficial y convertirme en periodista independiente en la agencia Cuba Press, me acordé de Augusto Nunes, Luiz Fernando Mercadante y otros periodistas brasileños que había conocido en La Habana. En las dos ocasiones en que fuí detenida, el 21 de enero de 1997 y el 1 de marzo de 1999, en los calabozos los recordé más de lo que ellos pueden imaginar.

Pero a quien siempre tuve más presente fue a Augusto Nunes, porque a sus ojos quedé como una persona dependiente y sin criterio, cuando siempre fui lo contrario. Al extremo que el calificativo de "conflictiva" me persiguió durante los veinte años que fuí periodista oficial y también durante los ocho como independiente.

Tania Quintero
Redactado en 2006 y publicado en septiembre de 2009 en este blog.
Video: 2001. Maria Bethânia (1946) y su hermano Caetano Veloso (1942) en De manhã, de Caetano.

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