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viernes, 11 de abril de 2014

Desempolvando archivos (V): De las matrioshkas a los culebrones

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A partir de 1983, con el estreno en la televisión cubana del serial Malú Mulher, protagonizado por Regina Duarte, el vicio de las telenovelas hizo su entrada en la isla del doctor Castro.

Todavía no se avizoraba la caída del Muro de Berlín y la URSS parecía ser la gran superpotencia rival de Estados Unidos. Veinte años llevábamos los cubanos al son de la balalaika, tomando té con azucar prieta en samovares traídos de Moscú, colocando retratos de Lenin entre Fidel y el Che (mientras la imagen del Sagrado Corazón permanecía oculta en una puerta del escaparate), sin poder poner arbolitos de Navidad y adornando las casas con matrioshkas y pomos vacíos de fragancias rusas.

Los niños cubanos se divertían con Espera que ya verás, dibujo animado soviético y con el húngaro Gustavo. Filmes de Polonia, Checoslovaquia y la RDA formaban parte de las programaciones de nuestros cines, de oriente a occidente. Nos encantaban los jugos búlgaros, las sardinas de Albania, las blusas rumanas y para construir edificios, nada mejor que el sistema yugoslavo.

Por supuesto, también gustaba todo lo procedente del socialismo asiático: Mongolia, China, Vietnam, Laos, Cambodia o Corea del Norte, de donde importamos el gusto de Kim Il Sung por los grandes espacios expositores (un ejemplo, Expocuba, en las afueras de La Habana).

En eso estábamos cuando en 1983 llegó Malú Mulher. Y detrás, verdaderos culebrones como La Esclava (A Escrava Isaura en portugués) interpretada por Lucélia Santos, que contribuyó a idiotizar a tres cuartas partes de la población.

El furor desatado en Cuba por las telenovelas brasileñas fue un 'remake' de los años 40, cuando la isla toda lloriqueó con la trama de El Derecho de Nacer, de Félix B. Caignet (Santiago de Cuba 1892, La Habana 1976).

A La Esclava le siguió otro arrollador folletín: Doña Beija, con la bonitilla de Maité Proença en el rol central. En cualquier país, las novelas exitosas contribuyen al aumento de la teleaudiencia.

Pero en Cuba, con solo dos canales en esa época, el boom de los culebrones brasileños representó mucho más que un alza en los ratings: reuniones y eventos se adelantaban o posponían, para no coincidir con el horario de las telenovelas. Y los sábados se dedicaba un espacio para su retrasmisión, destinado a quienes no pudieron ver los capítulos programados en la semana.

El colmo del furor llegó hasta el mismísimo Fidel Castro: hizo huecos en su agenda y en su despacho del Palacio de la Revolución, en distintas fechas, recibió a las actrices Regina Duarte y Lucélia Santos.

Como en Cuba no existen paparazzis y la prensa del corazón está prohibida, la gente no podía enterarse de lo hablado en tan sui géneris encuentros.

La desinformación daba pie a toda clase de rumores y se llegó a especular acerca de un supuesto romance entre Lucélia Santos y el Comandante.

Tania Quintero
Lucerna, 8 de mayo de 2005

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