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miércoles, 31 de julio de 2013

"La Reina de Cuba" (II)


Durante 16 años, Ana Belén Montes hizo una labor brillante, tanto en Washington como en La Habana. Contratada por la DIA como especialista en investigación, comenzó una carrera ascendente. Pronto se convirtió en la analista principal de la DIA sobre El Salvador y Nicaragua, y más tarde fue designada analista política y militar jefe para Cuba. En los servicios de inteligencia y en la sede central de la DIA, la apodaban “la Reina de Cuba”. No solo era una de las más avezadas intérpretes de los asuntos militares cubanos que tenía el Gobierno estadounidense -poco sorprendente, dado que tenía informaciones privilegiadas- sino que aprendió a influir en la política de Estados Unidos (a menudo para suavizarla) respecto a la isla.

En su meteórica carrera, Montes recibió gratificaciones en metálico y diez reconocimientos a su labor, entre ellos un certificado especial que le entregó el entonces director de la CIA, George Tenet, en 1997. Los cubanos también premiaron a su mejor alumna con una medalla, un símbolo privado que Montes nunca pudo llevarse a casa.

Se convirtió en un modelo de eficacia, una monja guerrera incrustada en el corazón de la burocracia. Desde el cubículo C6-146A en el cuartel general de la DIA, en la Base Conjunta Anacostia-Bolling de Washington, tenía acceso a cientos de miles de documentos secretos, y solía almorzar en su mesa, absorta en aprenderse de memoria páginas sin fin de los informes más recientes. Sus colegas recuerdan que podía ser simpática y divertida, sobre todo con los jefes o cuando intentaba acceder a una reunión informativa en la que iba a haber secretos. Pero también podía mostrarse arrogante y solía rechazar las invitaciones a actos sociales.

Cuando Montes terminaba su jornada en la DIA, comenzaba su segundo empleo en su apartamento de Macomb Street, en Cleveland Park. Nunca se arriesgaba a llevarse un documento a casa. Lo que hacía era memorizar con gran detalle lo que leía durante el día y luego reproducir documentos enteros en un portátil Toshiba. Noche tras noche, durante años, vertió documentos del máximo secreto en disquetes baratos que compraba en Radio Shack.

Su técnica era clásica. En La Habana, los agentes de los servicios cubanos de inteligencia le enseñaron a pasar paquetes a otros espías sin que se notara, a comunicarse en clave y a desaparecer en caso necesario. Incluso le enseñaron a fingir ante el detector de mentiras. Según contó ella después a los investigadores, se trataba de contraer estratégicamente los esfínteres. No se sabe si el truco funcionaba, pero el caso es que Montes pasó el detector de mentiras de la DIA en 1994, cuando ya llevaba un decenio espiando.

Montes recibía la mayoría de sus órdenes de la misma forma que casi todos los espías desde la época de la guerra fría: a través de mensajes numéricos transmitidos de manera anónima por onda corta. Sintonizaba un aparato de radio Sony con la frecuencia 7887 y esperaba a que comenzara a emitir la “emisora de los números”. Una voz de mujer interrumpía las intereferencias de ultratumba para declarar: “¡Atención! ¡Atención!” y soltar 150 números en medio de la noche. “Tres-cero-uno-cero-siete, dos-cuatro-seis-dos-cuatro,” repetía la voz. Montes tecleaba luego las cifras en su ordenador y un programa que le habían instalado los cubanos convertía los números en texto en español.

También se arriesgó a reunirse con cubanos en persona. Cada pocas semanas, cenaba con sus contactos en restaurantes chinos del área de Washington, y aprovechaba para pasarles un puñado de nuevos disquetes por encima de las exquisiteces orientales. También había entregas clandestinas durante sus vacaciones en soleadas islas del Caribe.

Montes llegó a viajar en cuatro ocasiones a Cuba, para reunirse con los máximos responsables de los servicios de inteligencia. En dos de ellas, utilizó un pasaporte cubano falso, se disfrazó con peluca y viajó a través de Europa para disimular su pista. Otras dos veces, obtuvo la autorización del Pentágono para ir a la isla en misiones oficiales dentro de su trabajo para el Gobierno. De día tenía reuniones en la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, pero luego se escabullía para informar a sus jefes cubanos.

En Estados Unidos, cuando Montes necesitaba transmitir un mensaje urgente, tenía un número de 'busca'. Buscaba cabinas telefónicas en el Zoo, la estación de metro de Friendship Heights o la tienda de Hecht’s en Chevy Chase para llamar a los 'buscas' de los cubanos. Había una clave que significaba “Estoy en grave peligro”; otra, “Tenemos que vernos”. Entrenados en las tareas de espionaje por el KGB, los cubanos se fiaban de las viejas herramientas del oficio. Por ejemplo, las claves de busca y las notas de onda corta se escribían en papel con un tratamiento especial. “Las frecuencias y la hoja de consulta de los números estaban en papel soluble en agua”, explica Pete Lapp, del FBI, uno de los dos máximos responsables de investigar el caso. “Un papel que, cuando se tira al inodoro, se evapora”.

El trabajo de espía era solitario. Montes no podía confiar más que en sus contactos. Las reuniones familiares y las vacaciones con sus dos hermanos del FBI y sus respectivos cónyuges, también del FBI, estaban cargadas de tensión. Al principio, los cubanos le bastaban como vida social. “Me daban apoyo emocional. Comprendían mi soledad”, dijo Montes a los investigadores. Sin embargo, al cumplir 40, Montes empezó a deprimirse. “Tenía ganas, por fin, de compartir mi vida con alguien, pero era una doble vida, así que me parecía que nunca podría ser feliz”, confesó. Los cubanos le buscaron un amante, pero, después de un par de días entretenidos, ella se dio cuenta de que no podía ser feliz con un novio “de encargo”.

El aislamiento de Ana se agravó aún más cuando, por una extraña coincidencia, Lucy empezó a trabajar en el mayor caso de su carrera: un golpe masivo contra los espías cubanos que trabajaban en Estados Unidos. Fue en 1998. La oficina de Miami había descubierto una red de espías cubanos con base en Florida, la llamada Red Avispa. Con más de una docena de miembros, la Red Avispa estaba infiltrándose en organizaciones de cubanos en el exilio y en instalaciones militares estadounidenses de Florida. Para Lucy, el caso Avispa fue el cénit de su carrera. El FBI le había ordenado que tradujera horas de conversaciones grabadas de espías cubanos que estaban tratando de penetrar en la base del Mando Sur de Estados Unidos, en Doral. Lucy recibió elogios de sus jefes y una condecoración de una cámara de comercio hispana de la región. Pero nunca se lo contó a Ana. Aunque esta última era una de las principales expertas del mundo en Cuba y lo normal habría sido pensar que le iba a encantar saber que su hermana había contribuido al descubrimiento de la red de espías, Lucy estaba convencida de que Ana habría cambiado de tema. “Sabía que no le iba a interesar oírmelo contar ni hablar de ello”, dice.

El triunfo de Lucy se convirtió en motivo de desesperación para Ana. Sus contactos, de pronto, se ocultaron. Pasaron meses sin querer hablar con ella, mientras valoraban las consecuencias de la investigación. “Era una cosa que me permitía sentirme a gusto conmigo misma, y desapareció”, contó después a los investigadores. Y con ello, tocó fondo. Empezó a llorar sin motivo, a experimentar ataques de pánico e insomnio. Buscó tratamiento psiquiátrico y empezó a tomar antidepresivos. Posteriormente, los psicólogos consultados por la CIA llegarían a la conclusión de que el aislamiento, las mentiras y el temor a ser capturada habían agudizado unos síntomas que rayaban en el trastorno obsesivo-compulsivo. Montes se aficionó a darse largas duchas con diferentes jabones y a llevar guantes cuando iba en el coche. Mantenía un control estricto de su dieta y, a veces, no comía más que patatas cocidas sin sal. En una fiesta de cumpleaños que se celebró en casa de Lucy en 1998, Ana estuvo sentada con el rostro impasible y casi sin hablar. “Algunos amigos míos pensaron que era una maleducada, que había algo peculiar en ella. Y lo había. Había perdido a su contacto”, explica Lucy.

Dentro de la DIA, la analista estrella seguía estando por encima de toda sospecha. Montes había logrado mucho más de lo que habían podido imaginar los cubanos. Se reunía con la Junta de jefes de estado mayor, el Consejo Nacional de Seguridad e incluso el presidente de Nicaragua para informarles sobre la capacidad militar de Cuba. Ayudó a redactar un polémico informe del Pentágono en el que se decía que Cuba tenía una “capacidad limitada” de hacer daño a Estados Unidos y solo podía ser un peligro para los ciudadanos estadounidenses “en determinadas circunstancias”. Y estaba a punto de obtener otro ascenso, en esta ocasión una prestigiosa beca para trabajar con el Consejo Nacional de Inteligencia, un órgano consultivo que asesoraba al director de los servicios de inteligencia y que tenía su sede en el cuartel general de la CIA, en Langley. Montes estaba a punto de lograr acceso a informaciones todavía más valiosas. Su trayectoria de espía habría alcanzado alturas inimaginables si no hubiera sido por un funcionario corriente de la DIA llamado Scott Carmichael.

De rostro redondo e incómodamente embutido muchas veces en trajes de las tallas especiales de Macy’s, Carmichael no encaja en el esterotipo del cazaespías sofisticado y educado en Georgetown. Él dice, entre risas, que es “un guardia de seguridad de Kmart”, pero, desde hace un cuarto de siglo, el trabajo de este expolicía del cinturón ganadero de Wisconsin consiste en cazar espías para la DIA.

En septiembre de 2000 Carmichael obtuvo una pista fundamental. Una funcionaria de los servicios de inteligencia había ido a ver al veterano analista de contraespionaje de la DIA Chris Simmons y, pese a que representaba poner en peligro su puesto de trabajo, le había dicho que el FBI llevaba dos años tratando en vano de identificar a un funcionario de la administración que, al parecer, era espía cubano. Era un caso etiquetado “UNSUB”, es decir, “unidentified subject”, sujeto no identificado. El FBI sabía que la persona en cuestión tenía acceso privilegiado a documentos de Estados Unidos sobre Cuba, había comprado un portátil Toshiba para comunicarse con La Habana, y alguna otra cosa más. Pero, con tan pocos detalles, la investigación estaba estancada.

Carmichael se puso a trabajar en ello. Junto con su colega Karl James, “El caimán”, cotejó varias pistas de las que tenía el FBI con las bases de datos de sus empleados. Los funcionarios de la DIA renuncian a gran parte de su derecho a la intimidad cuando solicitan autorizaciones para acceder a materiales secretos, de modo que Carmichael pudo entrar en los estados de cuentas personales, los historiales médicos y los itinerarios detallados de viaje de muchos de ellos. La búsqueda de ordenador produjo más de 100 nombres posibles. Después de examinar alrededor de 20, apareció en la pantalla de Carmichael “Ana Belén Montes”.

Carmichael ya la conocía. Cuatro años antes, un analista colega de Montes en la DIA había dado la voz de alarma, preocupado por sus intentos, a veces excesivos, de tener acceso a información delicada. Carmichael la había entrevistado y había pensado que mentía. “Me había dejado intranquilo”, recuerda. Pero Montes había sabido explicar todos sus actos y Carmichael había dado carpetazo al asunto. Ahora, la pantalla de ordenador volvía a mostrar su nombre, y él se convenció de que debía de ser la espía. “Estaba seguro, completamente seguro de que tenía que ser ella”, dice.

El FBI, sin embargo, no lo vio tan claro. El agente responsable, Steve McCoy, le puso peros a la tesis de Carmichael, destacó que muchos otros empleados y contratistas de la administración federal encajaban con las mínimas pruebas circunstanciales que parecían apunar a Montes. Y algunas de las pruebas de Carmichael no tenían sentido.

Carmichael reconoció que su teoría tenía lagunas y se recordó a sí mismo que Montes era una funcionaria ejemplar. Además, sabía que desde la guerra fría se había procesado a muy pocas mujeres por espionaje en Estados Unidos. Aun así, estaba seguro de tener razón. Cuando salió de las oficinas del FBI aquel primer día, hizo una promesa. “Recuerdo que miré hacia la DIA y estaba muy cabreado”, dice, años después. “Le dije al Caimán que aquello era la guerra. Vamos a deshacernos de esa... mujer, y estos tíos no lo saben todavía, pero van a acabar ocupándose de su caso”.

Carmichael elaboró el expediente sobre Montes y empezó a dar la lata a McCoy con datos, fechas y coincidencias. Se buscaba excusas para pasar por el despacho del agente del FBI a hablar de Montes e ir rellenando huecos. Y cuando McCoy le ignoraba, acudía directamente a sus jefes.

Al cabo de nueve semanas, la incesante campaña de Carmichael dio fruto. McCoy se convenció y convenció a sus jefes para que abrieran una investigación formal. “Fue un golpe de suerte que la DIA nos viniera a decir que sospechaban de Montes”, dice Pete Lapp, el compañero de McCoy en el caso. A pesar de sus diferencias, McCoy asegura que Carmichael merece todos los elogios por su tenacidad: “Él fue quien descubrió el caso y nos proporcionó a la culpable y a partir de ahí, el FBI pudo desarrollar su investigación”.

Cuando el FBI tomó cartas en el asunto, asignó más de 50 personas a la investigación y obtuvo autorización de un juez del Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera, a pesar de su escepticismo, para llevar a cabo registros a escondidas del piso, el coche y el despacho de Montes. Varios agentes la siguieron y la filmaron cuando hacía llamadas sospechosas desde cabinas telefónicas. Lapp utilizó una carta de los responsables de seguridad nacional, una especie de citación administrativa, para tener acceso ilimitado al historial bancario de Montes. Se enteró de que había solicitado un crédito en 1996 en una tienda de CompUSA en Alexandria. ¿Para comprar qué? El mismo modelo de ordenador portátil Toshiba que figuraba en las informaciones originales de antes de empezar la investigación. “Fue maravilloso, maravilloso. Fue una labor detectivesca de las de toda la vida”, recuerda Lapp.

Sin embargo, no había ningún testigo que hubiera visto a Montes entrevistándose con un cubano, escribiendo mensajes cifrados en el trabajo ni metiendo ningún documento secreto en su cartera. Por eso, Lapp se jugaba mucho con el primer registro del apartamento. Necesitaba pruebas concretas de que Montes era espía. Pero no podía permitirse una búsqueda chapucera que despertase sus sospechas. “Han sido siempre mis mayores momentos de tensión profesional, eso de entrar legalmente en la vivienda de alguien, pero sin que esa persona lo sepa y con el riesgo de que te puedan descubrir. Es como ser un ladrón, legal, pero, si te atrapan, toda la investigación se hace añicos”, dice Lapp, quien antes había sido policía.

Había un elemento añadido de urgencia que era el ascenso pendiente de Montes al consejo asesor de la CIA. Carmichael necesitaba retrasarlo sin que se notara. Con la ayuda del entonces director de la DIA, el vicealmirante Thomas Wilson, se le ocurrió un truco muy sencillo. En la siguiente reunión de personal, alguien debía mencionar de pasada que muchos empleados de la DIA estaban en comisión de servicios en otros organismos, una práctica habitual. Wilson se indignaría y anunciaría que todos los traspasos de personal quedaban congelados. La trampa funcionó. Montes no se enteró de que la moratoria establecida en toda la oficina estaba pensada solo para ella. Docenas de supervisores en otros organismos llamaron a Wilson para quejarse, pero la falsa rabieta consiguió que Montes no fuera a la CIA.

Justo cuando la investigación del FBI estaba intensificándose, Ana se enamoró. Había empezado a salir con Roger Corneretto, un responsable de inteligencia que dirigía el programa relacionado con Cuba en el Mando Sur, la instalación militar en la que la red Wasp había intentado infiltrarse. A Corneretto, que era ocho años más joven que Montes, le atrajeron su ambición, sus faldas ajustadas y su cerebro.

Corneretto dice que, al principio, le gustó el reto de tratar de conquistar a la 'Reina de hielo' de la DIA. “Tardé mucho en lograr que me aceptara y, cuando lo hice, me di cuenta de que no había una avalancha de cariño y simpatía que compensaran su carácter y su inexplicable hostilidad hacia gente que eran buenas personas”, recordaba Corneretto en un reciente correo electrónico.

Hoy, Corneretto está casado y sigue trabajando para el Pentágono. Acepta a regañadientes hablar sobre su desgraciada relación. “Nos engañó a todos, a un círculo de gente muy unida, pero yo además estaba saliendo con ella, así que mi sentimiento de vergüenza, culpa, fracaso y responsabilidad personal fue indescriptible”, confiesa. Dice que Montes es “una persona que, con toda su formación, se ofreció para hacer el trabajo sucio para un Estado policial y nunca se ha arrepentido” y declara que “nunca podré perdonarla”.

A pesar de las obvias posibilidades de obtener información que le ofrecía el novio, los investigadores creen que el afecto de Montes era genuino. Ella se hacía ilusiones de crear una familia y abandonar el espionaje. Pero sus jefes no estaban dispuestos a perder a la persona más productiva con la que contaban. “Soy un ser humano con necesidades que ya no podía seguir negando. Pensé que los cubanos me comprenderían”, reveló posteriormente a sus interrogadores. Sin embargo, a los servicios de espionaje eso les da igual. “Fue ingenua y creyó que le iban a dar las gracias por su ayuda y le iban a permitir que dejara de espiar para ellos”, dice el análisis de la CIA.

El 25 de mayo de 2001, Lapp y un pequeño equipo de especialistas en entrar en pisos se introdujeron en el apartamento número 20. Montes estaba de viaje con Corneretto, y el FBI registró sus armarios y cestas de la ropa, examinó los libros ordenados en los estantes y fotografió sus papeles privados. Vieron una caja de cartón en el dormitorio y la abrieron con sumo cuidado. Dentro había una radio Sony de onda corta. Buen comienzo, pensó Lapp. A continuación, los técnicos encontraron un ordenador Toshiba. Copiaron el disco duro, lo apagaron y se fueron.

Varios días después, un fax protegido de la oficina de Washington empezó a escupir papeles con la traducción de lo que habían encontrado en el disco duro. “Fue nuestro momento eureka”, dice Lapp.

Los documentos, que Montes había intentado borrar, incluían instrucciones para traducir las cifras emitidas por radio y otras pistas elementales de espionaje. Un documento mencionaba el auténtico apellido de un agente estadounidense que había trabajado con un nombre falso en Cuba. Montes había revelado su identidad a los cubanos, y su responsable le daba las gracias y le decía: “Cuando llegó, le estábamos esperando con los brazos abiertos”.

No obstante, el FBI necesitaba más datos. Quería las claves que sin duda Montes debía de llevar en el bolso. Carmichael quedó encargado de elaborar un plan para que se dejara el bolso en la oficina. Tal como cuenta él en su libro de 2007, True Believer, el complicado plan de Carmichael consistió en un falso fallo informático y una supuesta invitación a hablar en una reunión que se iba a celebrar en otra planta. La sala donde se iba a hacer estaba tan cerca que era posible que Ana no se llevara el bolso, y la reunión era tan corta que no necesitaba cogerlo para irse a comer después.

El día de autos, dos técnicos de los servicios informáticos se metieron en el cubículo de Montes a investigar un nuevo y molesto fallo del ordenador. Uno de ellos era el agente especial del FBI Steve McCoy. Cuando los colegas de Montes miraban para otro lado, McCoy metió el bolso en su caja de herramientas y se fue. El FBI copió rápidamente el contenido y devolvió el bolso. Dentro tenía las claves de aviso para el busca y un número de teléfono (con el prefijo de zona 917, de Nueva York) que con posterioridad descubrieron que estaba relacionado con el espionaje cubano.

A pesar de todo, sin ningún testigo que hubiera visto en primera persona una entrega de documentos secretos, al FBI le preocupaba que Montes pudiera negociar una resolución que le permitiera salir bien librada. Pero se les estaba acabando el tiempo. Unos aviones secuestrados se habían estrellado contra el Pentágono y el World Trade Center, y, de la noche a la mañana, la DIA se encontró en pie de guerra. Nombraron a Montes jefa de división en funciones, debido a su veteranía. Peor aún, unos superiores suyos que no estaban al tanto de la investigación la escogieron como responsable de un grupo que debía procesar listas de objetivos para Afganistán. Wilson, el director de la DIA, había exigido que se reforzara la seguridad operativa alrededor de ella. Pero ahora quería que desapareciera. Cuba tenía antecedentes históricos de vender secretos a los enemigos de Estados Unidos. Si Montes obtenía el plan de guerra del Pentágono en Afganistán, los cubanos estarían encantados de transmitir la información a los talibanes.

A Carmichael se le ocurrió la maniobra definitiva. El 21 de septiembre de 2001, un jefe llamó a Montes de parte de la oficina del inspector general de la DIA para que fuera urgentemente a hablar sobre una infracción que había cometido uno de sus subordinados.

Montes acudió de inmediato y la llevaron a una sala de reuniones en la que le aguardaban McCoy y Lapp. McCoy hizo de poli bueno e insinuó en términos ambiguos que un técnico o un informador les había llevado a ella. Montes palideció y fijó la mirada en el horizonte. McCoy quitó importancia a su culpabilidad, con la esperanza de que ella tratara de disculpar con excusas inocentes los contactos no autorizados que había mantenido con agentes cubanos. Pero, cuando Ana preguntó si la estaban investigando y solicitó un abogado, la farsa llegó a su fin “Lamento decirle que está detenida por conspiración para cometer actos de espionaje”, anunció McCoy. Lapp le colocó las esposas y acompañaron a Montes en su última despedida de la oficina.

Tenían preparadas a una enfermera, bombonas de oxígeno y una silla de ruedas por si acaso, pero la Reina de Cuba no necesitó ninguna ayuda. “Pensamos que se desvanecería, que se derrumbaría”, dice Lapp. “Pero creo que habría podido llevarnos a los dos a caballo. Salió totalmente tranquila, no diré que ‘orgullosa’, pero llena de serenidad”.

Ese mismo día, un equipo del FBI registró el piso de Montes durante horas, en busca de pruebas. Ocultas en el forro de un cuaderno encontraron las claves manuscritas que empleaba Montes para cifrar y descifrar mensajes, frecuencias de radio de onda corta y la dirección de un museo en Puerto Vallarta, México, donde debía acudir en caso de urgencia. Las chuletas estaban escritas en papel hidrosoluble.

Jim Popkin
El País, 27 de abril de 2013.
Leer también: Un topo en el Pentágono.

1 comentario:

  1. ¡Qué derroche de talento Anita! Tus honestas convicciones y quizás tu franco anhelo de ayudar a la humanidad, finalmente te llevaron a trabajar para dos gobiernos de mierda, a los que les importa un bledo la humanidad.

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