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lunes, 29 de julio de 2013

"La Reina de Cuba" (I)


Ana Belén Montes lleva 10 años encerrada con algunas de las mujeres más peligrosas de Estados Unidos. Montes, en otro tiempo una condecorada analista de los servicios de inteligencia que residía en un apartamento de dos dormitorios en el barrio de Cleveland Park, Washington, hoy vive en una celda para dos en la cárcel de mujeres de más alta seguridad de todo el país. Ha tenido como vecinas a una antigua ama de casa que estranguló a una embarazada para quedarse con su bebé, una veterana enfermera que mató a cuatro pacientes con inyecciones masivas de adrenalina y Lynette Fromme, “La chillona”, una seguidora de Charles Manson que trató de asesinar al presidente Ford.

Pero la vida en la galería Lizzie Borden de una cárcel de Texas no ha ablandado a la antigua niña prodigio del Departamento de Defensa. Años después de que la atraparan espiando para Cuba, Montes mantiene su actitud desafiante. “No me gusta nada estar en prisión, pero hay ciertas cosas en la vida por las que merece la pena ir a la cárcel”, escribe Montes en una carta de 14 páginas a un familiar. “O por las que merece la pena suicidarse después de hacerlas, para no tener que pasar todo ese tiempo en la cárcel”.

Ana Belén Montes, como en otro tiempo Aldrich Ames y Robert Hansen, sorprendió a los servicios de inteligencia con sus audaces actos de traición. De día, era una estirada funcionaria GS-14 en un cubículo del organismo de inteligencia de la Defensa. De noche, trabajaba para Fidel Castro, conectada a la radio por onda corta para recibir mensajes cifrados que luego transmitía a sus contactos en restaurantes abarrotados y haciendo viajes secretos a Cuba en los que lograba salir de Estados Unidos con una peluca y un pasaporte falso.

Montes espió durante 17 años, con paciencia y metódicamente. Pasó tantos secretos sobre sus colegas y sobre las plataformas avanzadas de escucha que los espías estadounidenses habían instalado en Cuba, que los expertos del sector consideran que es una de las espías más dañinas de épocas recientes. Pero Montes, que hoy tiene 56 años, no engañó solo a su país y sus colegas. También traicionó a su hermano Tito, agente especial del FBI; su exnovio Roger Corneretto, agente de los servicios de inteligencia del Pentágono especializado en Cuba; y su hermana Lucy, con 28 años de experiencia en el FBI y condecorada por su aportación al descubrimiento de espías cubanos.

En los días posteriores a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, la oficina local del FBI en Miami declaró el estado de máxima alerta. Casi todos los secuestradores habían vivido cierto tiempo en el sur de Florida, y el FBI quería averiguar como fuera si había alguno más que se hubiera quedado allí. Por eso, cuando un supervisor llamó a Lucy Montes y le pidió que fuera a su despacho, a ella no le extrañó. Lucy era una veterana analista linguística del FBI, acostumbrada a traducir cintas de escuchas y otros materiales delicados.

Sin embargo, aquella llamada repentina no tenía nada que ver con el 11-S. Un jefe de grupo del FBI le dijo a Lucy que se sentara. Han detenido a tu hermana Ana, acusada de espionaje, le dijo, un delito que puede castigarse con pena de muerte. Tu hermana es una espía cubana.

Lucy no gritó, no salió corriendo sin dar crédito. Al contrario, la noticia le resultó curiosamente tranquilizadora. “Me lo creí de inmediato. Explicaba un montón de cosas”, recordaba en una reciente entrevista.

Los grandes medios de comunicación informaron de la detención, por supuesto, pero quedó enterrada en las constantes informaciones sobre los atentados. Hoy, Ana Belén Montes sigue siendo la espía más importante de la que menos se ha oído hablar.

Nacida en una base del ejército de Estados Unidos en 1957, Ana Montes es la hija mayor de los puertorriqueños Emilia y Alberto Montes. Alberto era un respetado médico militar, y la familia cambió a menudo de residencia, de Alemania a Kansas y de ahí a Iowa. Se establecieron por fin en Towson, a las afueras de Baltimore, donde Alberto abrió una consulta psiquiátrica privada que tuvo mucho éxito y Emilia se convirtió en una figura importante de la comunidad purtorriqueña local.

A Ana le fue muy bien en Maryland. Esbelta, estudiosa y divertida, se graduó en el Instituto de Loch Raven con una media de 3,9 (sobresaliente); durante su último curso anotó en el anuario que sus cosas favoritas eran “el verano, la playa, las galletas de chocolate, pasarlo bien con gente divertida”. Pero esa actitud sentimental y bulliciosa escondía una distancia emocional cada vez mayor, un sentido desmesurado de superioridad y un inquietante secreto familiar.

De puertas afuera, Alberto era un padre culto y cariñoso con sus cuatro hijos. Pero en realidad tenía muy mal genio y los maltrataba. Alberto “pensaba que tenía derecho a pegar a sus hijos”, diría más tarde Ana a los psicólogos de la CIA. “Era el dueño del castillo y exigía una obediencia total y completa”. Las palizas empezaban a los cinco años, cuenta Lucy. “Mi padre tenía un temperamento muy violento. Nos pegaba con el cinturón. Cada vez que se enfadaba”.

La madre de Ana tenía miedo de enfrentarse a su imprevisible marido, pero, al ver que los malos tratos físicos y verbales persistían, se divorció y obtuvo la custodia de los niños. Ana tenía 15 años cuando se separaron sus padres, pero el daño ya estaba hecho. “La niñez de Montes hizo que se volviera intolerante respecto a las diferencias de poder, la llevó a identificarse con los menos poderosos y consolidó su deseo de vengarse de las figuras autoritarias”, escribió la CIA en un perfil psicológico de Montes marcado con la etiqueta de Secreto.

Su “retraso en el desarrollo psicológico” y los abusos a que la sometió un hombre violento al que relacionaba con el ejército de Estados Unidos “incrementaron su vulnerabilidad a la hora de que la reclutaran unos servicios de inteligencia de otro país”, añade el informe de 10 páginas. Lucy recuerda que, ya de adolescente, Ana era distante y aficionada a criticar. “No nos llevábamos más que un año, pero la verdad es que nunca sentí mucha intimidad con ella. No era una persona dispuesta a compartir cosas, a hablar de cosas”, dice.

Cuando Ana Belén Montes estaba en tercer año en la Universidad de Virginia, durante un programa de intercambio que le había llevado a España, conoció a un guapo estudiante. Era argentino y de izquierdas, recuerdan sus amigos, y a Ana le abrió los ojos sobre el apoyo del Gobierno estadounidense a regímenes autoritarios. España se había convertido en un semillero de radicalismo político, y las frecuentes manifestaciones antiamericanas eran un entretenimiento y una distracción de los deberes. “Después de cada manifestación, Ana me explicaba las ‘atrocidades’ que había cometido el Gobierno contra otros países”, recuerda Ana Colón, otra universitaria que se hizo amiga de Montes en España, en 1977, y hoy vive cerca de Gaithersburg, Maryland. “Estaba ya dividida en dos. No quería ser estadounidense, pero lo era”.

Al acabar la universidad, Montes se mudó durante un breve período a Puerto Rico, pero no consiguió encontrar un empleo que le gustara. Cuando un amigo le dijo que había un puesto de mecanógrafa en el Departamento de Justicia, en Washington, dejó de lado sus reparos políticos. Al fin y al cabo, era un trabajo. Hizo una labor brillante en la Oficina de Recursos sobre Privacidad e Información del Departamento de Justicia. Cuando no llevaba ni un año, después de que el FBI examinara sus antecedentes, el Departamento le concedió autorización para manejar documentos muy secretos, con lo que pudo empezar a revisar algunos de los expedientes más delicados.

Mientras trabajaba, Montes comenzó los estudios para obtener un máster en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins. Y endureció sus posturas políticas. Desarrolló auténtico odio hacia las políticas del Gobierno de Reagan en Latinoamérica, especialmente su apoyo a la 'contra', los rebeldes que luchaban contra el Gobierno comunista de los sandinistas en Nicaragua.

Montes tenía una gran trayectoria por delante como funcionaria en Washington y estaba estudiando en una de las mejores universidades del país. Pero además iba a asumir otra tarea muy exigente: entrenarse como espía. En 1984, los servicios de inteligencia cubanos la reclutaron como agente.

Fuentes próximas al caso creen que tenía un amigo en la Escuela que trabajaba para los cubanos y les ayudaba a identificar posibles agentes. Cuba considera “máxima prioridad” la captación de gente en las universidades estadounidenses, según el exagente cubano José Cohen, que escribió en un ensayo que los servicios cubanos se preocupan por identificar en las principales universidades de Estados Unidos a estudiantes con interés por la política que van a “ocupar puestos de importancia en el sector privado y en la administración”.

Montes debió de parecerles un regalo del cielo. Era de izquierdas y simpatizaba con los países acosados. Era bilingüe y había impresionado a sus jefes del Departamento de Justicia con su ambición y su cerebro. Pero, sobre todo, tenía acceso a materiales secretos y era alguien de dentro. “Nunca se me había ocurrido hacer nada hasta que me lo propusieron”, reconoció Montes más tarde a los investigadores. Los cubanos, reveló, “trataron de apelar a mi convicción de que lo que estaba haciendo estaba bien”.

Los analistas de la CIA tienen una interpretación algo más siniestra de la captación. Creen que manipularon a Montes para que pensara que Cuba necesitaba su ayuda, “le hicieron sentirse poderosa y alimentaron su narcisismo”, dicen los documentos. Los cubanos empezaron poco a poco, pidiéndole traducciones e informaciones inocuas que pudieran ayudar a los sandinistas, su causa favorita. “Sus contactos, sin que ella se diera cuenta, juzgaron en qué era más vulnerable y explotaron sus necesidades psicológicas, su ideología y su personalidad patológica con el fin de reclutarla y mantenerla motivada y trabajando para la Habana”, es la conclusión de la CIA.

Montes visitó Cuba en secreto en 1985 y luego, siguiendo instrucciones, empezó a presentar su candidatura a puestos de la administración que le permitieran tener mayor acceso a informaciones secretas. Aceptó un puesto en el Organismo de Inteligencia de la Defensa (DIA en sus siglas en inglés), la mayor fábrica de espías militares del Pentágono en el extranjero.

En los primeros años, Montes cometió un error al confiar a su vieja amiga de España, Ana Colón, que había ido a Cuba y había tenido una aventura con el guapo chico que le había servido de guía en la isla. Montes le contó asimismo que iba a empezar a trabajar en la DIA. “Me dejó estupefacta”, recuerda Colón. “No entendía por qué alguien con sus opiniones izquierdistas quería trabajar para el Gobierno y el Ejército de Estados Unidos”. Montes le explicó que quería trabajar en política y que era, “al fin y al cabo, una chica americana normal”. Sin embargo, días después de la confesión, Montes dejó de hablar con su amiga. Colón la llamó y le escribió una carta detrás de otra durante dos años y medio, sin resultado. Montes no respondía. Colón nunca volvió a saber de ella.

En Miami, Lucy Montes también estaba asombrada por la decisión de su hermana de trabajar para el Departamento de Defensa. Pero era su hermana, la quería, y tenía tantas ganas de conservar la relación con ella que no insistió. Desde su ingreso en la DIA, Ana era cada vez más introvertida y de opiniones más rigidas. “Cada vez me contaba menos cosas de su día a día”, dice Lucy. Lo irónico era que Ana, entonces, tenía muchas más cosas en común con sus hermanos. Si bien Juan Carlos, el pequeño, era propietario de una mantequería en Miami, Lucy y el otro hermano, Alberto, “Tito”, habían decidido trabajar para proteger Estados Unidos. Tito era agente especial del FBI en Atlanta, donde todavía trabaja y donde está casado con otra agente del FBI. Lucy era analista de lengua española del FBI en Miami, un puesto que ocupa todavía y que con frecuencia incluye casos relacionados con cubanos. El que entonces era su marido también trabajaba para el FBI.

De los miembros de la familia, Lucy es la única que ha aceptado ser entrevistada. Ha aceptado hablar por primera vez, cuando han pasado más de 10 años desde la detención de su hermana, para dejar claro lo que piensa de ella. “No estoy de acuerdo con lo que parecen pensar muchos amigos suyos, que lo que hizo tiene una buena excusa, ni puedo entender por qué lo hizo, ni pienso que este país actuara mal. No tiene nada de admirable”, dice Lucy.

Jim Popkin
El País, 27 de abril de 2013.
Ilustración de Andy Potts.
Leer también: Espionaje cubano en el gobierno de Estados Unidos.

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