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miércoles, 30 de enero de 2013

El Schindler portugués



Corría junio de 1940. Los alemanes habían ocupado París el 14 de ese mes tras arrollar a las tropas francesas, provocando a la vez un éxodo de miedo y turbación en toda Europa. Las carreteras galas que apuntaban al sur se llenaron de desesperados que trataban de huir del terror nazi. En Burdeos confluyeron miles de desplazados en busca de una salida a la ratonera mortal en la que se estaba convirtiendo esa parte del mundo. Un portugués miraba las calles atestadas de miserables desde su ventana.

Lo que vio -lo que supuso que le iba a pasar a esa gente- le desató una crisis ético-depresiva que le ató a la cama dos días y de la que despertó convertido en un héroe. Se llamaba Aristides de Sousa Mendes, era cónsul de Portugal en Burdeos y salvó a 30.000 personas, entre ellos 10.000 judíos, al expedir visados a mansalva y sin permiso que se convirtieron en salvoconductos hacia la vida.

Posteriormente fue expulsado del cuerpo diplomático portugués y murió en la miseria y en el olvido. Sus hijos tuvieron que emigrar, y sus nietos, ya sesentones, se esfuerzan ahora por rehabilitar en Portugal y en el resto del mundo la figura del abuelo. Ahora, una película luso-española, El cónsul de Burdeos, que se ha estrenado ya en algunos festivales y que en otoño llegó a las salas portuguesas, recuerda la vida de esta suerte de Schindler portugués.

Aristides de Sousa Mendes nació en julio de 1885 en Cabanas de Viriato, un pequeño pueblo del centro del país, en el seno de una acomodada familia católica de la aristocracia portuguesa. Junto a su hermano gemelo, César (que llegó a ser ministro de Asuntos Exteriores), estudió derecho y se enroló en la carrera diplomática. Fue cónsul en Tanzania, San Francisco y Vigo, entre otros destinos, antes de llegar a Burdeos. Se casó en 1908 con una prima, representante también de las buenas familias lusas de la época, y tuvo con ella 14 hijos. Hasta junio de 1940, todo en la vida de Sousa Mendes discurrió como estaba previsto en un miembro de su clase social. Hasta la mañana de junio de 1940, con París ocupado, en que se agolparon debajo de la ventana de su consulado de Burdeos el aluvión de refugiados en busca de visado portugués.

António de Oliveira Salazar, el hábil y astuto dictador portugués empeñado en mantener a su país en una neutralidad interesada, había sido claro al respecto: quedaba prohibido inmiscuirse, quedaba prohibido dar visados, quedaba prohibido intervenir.

Sin embargo, después de la citada crisis de conciencia y atormentado por las dudas morales sobre cómo proceder en ese tiempo convulso, Sousa Mendes bajó hasta el vestíbulo principal del edificio, reunió a su personal y les transmitió una orden terminante para la que no había vuelta atrás. El diplomático sabía mejor que nadie lo que significaba desobedecer a alguien como Salazar, que jamás olvidaba un desplante. Temió por su futuro y el de sus hijos. A pesar de eso, dijo: "Daremos visado a todo el que lo pida, sin importarnos de dónde venga, quién sea y la raza a la que pertenezca".

Durante dos días y sus noches, el consulado de Portugal en Burdeos se convirtió en una fábrica delirante de emitir pasaportes. Con ellos en el bolsillo, todo un ejército de atormentados partió, a través de España, hacia Lisboa, desde donde se desperdigó por el resto del mundo libre. “Normalmente, los héroes van armados de una espada. Pero el último héroe portugués solo iba armado con su bolígrafo. Con él salvó a la gente”, recuerda José Mazeda, productor de la película.

Tras esos dos días frenéticos en los que, incluso, Sousa Mendes viajó hasta Hendaya (Francia) para firmar visados en la calle, la noticia de la pequeña rebelión del consulado francés llega a oídos del todopoderoso Salazar, que ordena invalidar los pasaportes con la firma de Sousa Mendes (afortunadamente, demasiado tarde), destituir de inmediato al infractor y obligarlo a regresar a Lisboa a toda prisa.

Aquí termina la película. Con la imagen de un hombre apartado de su trabajo, pero aún entero, seguro, consciente de que ha obrado bien. La vida de Sousa Mendes, sin embargo, continuó, para su desgracia. Salazar le despojó de su cargo, de su sueldo y de su salida profesional. Por medio de una artimaña legal, el cónsul de Burdeos fue obligado a jubilarse sin pensión.

Sousa Mendes, por entonces de 54 años, regresó a su vieja casa solariega de Cabanas de Viriato, donde se recluyó a tratar de sobrevivir con los hijos que aún dependían de él. Dos de ellos, nacidos en Estados Unidos cuando era cónsul en San Francisco, saltaron a Londres y se alistaron en el ejército estadounidense. Participaron en el desembarco de Normandía. El resto de la prole asistió al progresivo e irrecuperable declive económico de la familia.

“Fueron malvendiendo cosas: las tierras, el piano, los muebles. Un pariente mío encontró en una taberna algunas de las sillas que utilizaba la familia en el comedor de gala. Las compró. A mi abuelo solo le ayudó un fondo de caridad israelí que no daba mucho. Comía porque tenía una cuenta abierta en una tienda de alimentos donde le fiaban”, recuerda António de Sousa Mendes, nieto del excónsul. António, junto a su primo Álvaro de Sousa Mendes, también nieto de Aristides, son el alma de una fundación, Aristides de Sousa Mendes, dedicada a la memoria de su abuelo.

En la sede, en un pequeño piso de la Alfama lisboeta atiborrado de carteles y fotos de su antepasado ilustre, los dos primos señalan que el primer objetivo de su asociación es el de rehabilitar la casa señorial en la que nació y murió Aristides, ahora casi derruida por los efectos del paso del tiempo y la dejadez. La historia reciente de la mansión, relatada por Álvaro, también es significativa y resume bien todo el recorrido del diplomático:

“A la muerte de mi abuelo, se presentó en el juzgado el dueño de la tienda de alimentos con la hoja donde llevaba anotadas todas las cantidades que le adeudaba nuestra familia. Así que la casa se subastó, y se la quedó el tendero, dejando a los Sousa Mendes sin nada. Los hijos emigraron, a África, a Estados Unidos, a Lisboa… En 2001, la memoria de mi abuelo fue rehabilitada, y también su estatus. Y nos pagaron los meses de sueldo o de pensión que Salazar le quitó. Con ese dinero, la fundación adquirió la casa en ruinas. Ahora queremos convertirla en museo. Sabemos que es difícil, porque el país está como está, pero no vamos a dejar de intentarlo”.

Antonio Jiménez Barca
El País, 26 de agosto de 2012
Foto: El cónsul Aristides de Sousa Mendes. Cedida por la Fundación que lleva su nombre. Tomada de El País.
Leer también: Los Schindler mexicanos.

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