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jueves, 12 de abril de 2012

Escribir en los 70


Por Luis Cino

Nunca hablé con Reinaldo Arenas. Varias veces, lo vi por Marianao, allá por los 70. Como la Garota de Ipanema, la Tétrica Mofeta pasaba camino del mar acompañado de Petula y Troya, las damas de compañía de su regio séquito de locas de carroza.

Recuerdo, alguna vez, haberlo oído, en la playa del Cubanaleco, dar un escándalo por unas patas de rana que le robó un efebo que creía conquistado.

Nosotros no reparábamos mucho en los gays. Su mundo, paralelo al nuestro, era parte del paisaje de la playa. Como los erizos, las rocas y las botellas vacías.

Estábamos demasiado ocupados en exhibir las melenas al compás de la WQAM que sonaba en pesados radios rusos de batería, y en competir por las mejores pepillas para llevárnoslas a nado hacia lo hondo, “adonde nadie nos viera”. Y estar siempre atentos a la llegada de los agentes de la corrección político- ideológica que no renunciaban a inculcarnos los valores del hombre nuevo.

Años después, me enteré que Reinaldo Arenas era un autor premiado. “Celestino antes del alba” había sido recogido de las librerías por los inquisidores. Cuando leí “Antes que anochezca”, su delirante ajuste de cuentas con el castrismo machista-leninista, ya Arenas había muerto en el exilio.

En uno de sus libros, que en Cuba pasan de mano en mano, y hay que leer de prisa porque siempre hay alguien esperando, me sorprendió leer el nombre de Nelson Rodríguez. Siete años antes de que lo mataran, había publicado un libro de relatos titulado “El Regalo”. Fue en 1964, en Ediciones R, que entonces dirigía Virgilio Piñera.

Conocí a Nelson allá por 1970. Era varios años mayor, pero parecía tan adolescente como yo. Era delgado, pequeño de estatura, melenudo y tenía granos en la cara.

Había nacido en Las Villas y participado en la alfabetización. Hablaba inglés y francés y escribía cuentos y poemas. Nunca hablaba de su libro. Su padre era un tipo de confianza del MININT, pero no impidió que en 1965, internaran a Nelson en un campamento agrícola de “rehabilitación para lacras sociales” en Camaguey. Cuando lo conocí, decía estar preparando un libro sobre sus vivencias en las UMAP.

Ambos frecuentábamos la casa del pintor Waldo y su musa, Bárbara Fernández, una de las muchachas más bellas del underground habanero. Allí confluían aspirantes a pintores y escritores -recuerdo a Carlos Victoria- y hasta algún futuro alto personaje de la Nomenclatura -en aquella época, sólo un melenudo hijito de papá que deliraba con las canciones de Janis Joplin.

Para los atentos vigilantes del CDR, todos éramos sospechosos hippies.

A todos nos unía el entusiasmo por escribir y la desesperanza por el medio tan hostil en que lo intentábamos. Pese a nuestra juventud, todos teníamos amargas experiencias que narrar. Lo que escribíamos reflejaba nuestro mundo de prohibiciones y redadas. Era una respuesta a la disciplina paralizante de plazas y campamentos. La rebelión contra “la triste monotonía de las dictaduras”, que decía Borges.

Angustias y esperanzas calamitosas volcadas en libretas escolares se ocultaban entre una improvisada tertulia semi-clandestina y la próxima. Desconfiábamos de los vecinos, los amigos y hasta de la familia. Cualquiera podía delatarnos a la policía política.

Alguno de aquellos manuscritos sirvió de carta de despedida de algún suicida que no soportó el miedo y tanta mierda. 1971 fue un año terrible. Los 10 Millones no fueron. En lugar de las bonanzas prometidas, lo que hubo fue más penurias y represión. Fue el año del Caso Padilla, el parametraje y la ley seca.

En el discurso de clausura del Primer Congreso de Educación y Cultura, el Máximo Líder retiró el derecho -si es que alguna vez lo tuvieron- a “las dos o tres ovejas descarriadas a seguir sembrando el veneno, la insidia y la intriga en la revolución”. Lo dejó “más claro que el agua”.

El futuro de la literatura cubana parecía irremediablemente condenado al realismo socialista de los escribas dóciles.

El grupo no se reunió más. Waldo fue apuñaleado en una parada de ómnibus de El Vedado por un guaposo borracho. Carlos Victoria regresó a Camaguey. Bárbara se quejaba de que la policía la chantajeaba por su relación amorosa con un diplomático extranjero. Cumplió 5 años en la prisión de mujeres Nuevo Amanecer.

Nelson corrió peor destino. Desesperado por escapar del paraíso, con una granada trató de desviar una avioneta de fumigación de Sancti Spíritus a Miami. Un escolta murió en la refriega. Herido, Nelson saltó de la nave durante el aterrizaje. Varias decenas de guardias, armados hasta los dientes, le apuntaban en la pista del aeropuerto de Rancho Boyeros.

A Nelson Rodríguez lo fusilaron una noche de verano en la fortaleza de La Cabaña. Tenía 27 años y soñaba con ser un escritor famoso. El paredón le ahorró el asco de vivir esclavo y el dolor del exilio. Le permitió, al fin, ser libre.

Publicado en Cubanet en 2004 y reproducido en el blog El círculo cínico el 17 de febrero de 2012.

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