No supe nunca qué pensaba de ella, pero, desde mi punto de vista, la persona que estuvo más cerca de la verdadera personalidad de Juan Rulfo fue Susan Sontag. Para la escritora norteamericana el autor de Pedro Páramo y El llano en llamas era simplemente el mejor fotógrafo de América Latina. Y así lo vio siempre, con esa orfandad de juicios literarios y de comparaciones infernales. Ella descubrió que la verdadera pasión del mexicano era esconderse y retratar su mundo.
De esa forma solía apreciarlo mucha gente cercana. El escritor defendía su vida privada y su derecho al mutismo, al recuerdo y a la meditación. No era un ser odioso y mal educado. Era un señor escurridizo que tenía el poder de adivinar en cada posible escenario de publicidad la reproducción de un patíbulo o la copia al tamaño natural de una cámara de tortura.
Era tímido sin impostura, por necesidad y, cuando ya no tenía más remedio que hablar de su obra y de su vida, clamaba por lo bajo para que se cumpliera la maldición que perseguía a los varones de su familia. Una desgracia que los haría morir a todos a los 33 años y apuñalados por la espalda. No conoció el origen de esa condena heredada ni la procedencia del mandato que provocó la devastación de su familia hasta el punto que, en realidad, todos los hermanos de su padre murieron acuchillados.
No era un ángel de Dios o un inocente que andaba por el mundo perdido entre la gente para que nadie lo reconociera. Era alguien que evitaba que lo pusieran a hablar de su tierra y de los personajes que él conoció allí o a los que recibió en las fiebres de sus delirios. Esos que lo visitaban para contarle sus vidas destrozadas y esas historias duras y tajantes con un lenguaje que nadie más ha podido escribir ni escribirá.
En momentos precisos, provocado por la estupidez o la insidia, actuaba como un gallo fino y sacaba en un revuelo las espuelas de acero. Estaba informado y sabía muchas cosas de muchas personas y esas noticias eran parte también del sistema de puentes levadizos que lo podían aislar y poner a salvo de pejigueras, lapas y socotrocos.
Lo ha contado Bryce Echenique. Es el instante de un espolazo que le lanzó Rulfo a una señora que le preguntó una noche de trago largo en París si había leído El Capital de Carlos Marx. No, le respondió el hombre de Jalisco, pero vi la película.
Ahora que un amigo me ha pedido que le escriba una nota sobre mi encuentro con Rulfo en una capital europea con nombre de mujer, tengo en la memoria mi frustración como reportero porque sólo pude hacerle un par de preguntas que respondió con generalidades y una mentira del tamaño de México.
Siento también no haber aprovechado el tiempo para quedarme sentado a sus mesas en los bares de aquel hotel a escuchar su silencio que, como se sabe, era su manera de cultivar la soledad. Me alegra recordar que estaba cerca de uno de los grandes y que la entrevista mediocre era el precio de sacarlo de los vasos con hielo en los que él navegaba todos los días a su tierra porque era el único sitio donde tenía paisajes que descubrir y fantasmas que lo podían entender.
Se quedaba con los ojos abiertos sobre aquellas piedras que todavía no empezaban a derrumbarse. A Rulfo no le interesaban las preguntas y no tenía necesidad de decir nada trascendental. Lo dijo la noche que le entregaron el Premio Nacional de Literatura: «No recuerdo por ahora quién dijo que el hombre era pura nada. No algo, sino una pura nada. Y yo me siento así en este instante».
Se quedaba con los ojos abiertos sobre aquellas piedras que todavía no empezaban a derrumbarse. A Rulfo no le interesaban las preguntas y no tenía necesidad de decir nada trascendental. Lo dijo la noche que le entregaron el Premio Nacional de Literatura: «No recuerdo por ahora quién dijo que el hombre era pura nada. No algo, sino una pura nada. Y yo me siento así en este instante».
Recuerdo a un hombre que en la ciudad de Sofía luchaba por su soledad.
El Mundo, 1 de octubre de 2011
Foto: Mario Hernández Solorio, ArtMarius, Flickr.
Leer también: La desconocida faceta de Juan Rulfo como fotógrafo.
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