Por David Jiménez, enviado especial a Phnom Penh
Poco antes de ser ejecutados, Nhem En les pedía que por favor mirasen fijamente al objetivo. Que no ladearan la cabeza. Que no se movieran. "Intenté que salieran lo más favorecidos posible", dice el retratista de las víctimas del genocidio camboyano. "Ese es el trabajo del fotógrafo, ¿no?".
Nhem En tenía 16 años cuando fue reclutado por los jemeres rojos y destinado en la prisión de Toul Sleng, más conocida como S-21. Sólo nueve de sus 14 mil reclusos salieron con vida. Los rostros de quienes no lo hicieron, sus gestos de resignación, sus miradas perdidas, cuelgan estos días de los muros de la cárcel, convertida en el Museo del Genocidio de Phnom Penh.
Cuando el régimen del Jemer rojo fue derrocado, en 1979, se encontraron cerca de 6 mil negativos en los archivos de la prisión. Hombres y mujeres. Ancianos y niños. Muchos inmortalizados con las señales recientes de torturas. Algunos sin vida.
El fotógrafo de la muerte recuerda que tenía que quitar la venda de los ojos de los reclusos, posicionarlos correctamente y guardar silencio cuando preguntaban qué habían hecho y por qué estaban allí. "Sólo soy el fotógrafo", les susurraba. ¿Qué habían hecho? Llevar gafas, hablar un idioma extranjero o quizá haber estudiado en la universidad. Todos motivos suficientes para ser considerado un burgués y una amenaza para el nuevo paraíso proletario creado por los comunistas camboyanos (1975-1979).
Una vez interrogados y fotografiados, los acusados eran conducidos hasta los campos de la muerte y ejecutados con un disparo en la nuca o de un golpe de machete. Su sentencia se resumía en una única frase: "Destruirte no supone ninguna pérdida; preservarte no aporta ningún beneficio". Nhem En mira atrás en el tiempo y dice no encontrar remordimientos. "¿Por qué habría de sentirlos?", se pregunta."No maté a nadie. Sólo los fotografié. Hice lo que me ordenaron".
El retratista es uno de los miles de participantes en el genocidio camboyano que no tendrá que sentarse en el banquillo de los acusados. El acuerdo entre Naciones Unidas y el Gobierno local para buscar justicia ha limitado el proceso a cinco acusados. Kaing Guek Eav, el jefe de la S-21, fue sentenciado el año pasado a 35 años de cárcel. Otros cuatro dirigentes esperan su turno en un proceso que podría reanudarse en las próximas semanas.
Los tribunales de Camboya difícilmente resolverán una de las contradicciones del genocidio asiático: durante años, verdugos y víctimas se han cruzado en calles y aldeas. Y han sido los segundos los que han tenido que apartar la mirada. Cuando Vietnam invadió Camboya en 1979, poniendo fin al régimen del Jemer Rojo, los líderes del movimiento huyeron a la jungla. Pol Pot, el Hermano Número 1, murió a manos de sus hombres en 1998.
Miles de soldados rasos y colaboradores regresaron a sus aldeas llevándose consigo el secreto de su participación en la muerte de 1,7 millones de compatriotas. Los que han hablado, incluido Nhem En, aseguran que fueron obligados, que también ellos son víctimas. La judicatura, la policía, la política o el Ejército están llenos de ex jemeres rojos. Entre ellos destaca el primer ministro Hun Sen, que desertó para unirse a Vietnam y hoy dirige el país sin oposición tras haber asumido el control de todas las instituciones el Estado.
Nhem En, de 51 años, encontró una nueva vida ocupando diferentes cargos políticos en el antiguo bastión de los maoístas en Anlong Veng, al norte del país. Su pasado como jefe de fotografía de la S-21 le ha servido para montar negocios turísticos y ganar un dinero extra con la venta de recuerdos del Jemer Rojo, incluida la subasta de dos de las cámaras que utilizó para fotografiar a los que iban a morir. La suya fue la última voz que muchos de ellos escucharon. Les decía: "No inclines la cabeza. Mira hacia el objetivo. No te muevas".
El Mundo, 9 de octubre de 2011.
Foto: Nhem En observa fotos que hizo a sus víctimas, expuestas en el
Museo del Genocidio, en Phnom Penh, la capital de Camboya.
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