Era la conciencia de la rebeldía americana en español en los años 60. Sus primeros libros -La tumba (1964) y De perfil (1966) lo dejaron allí, de pie, frente a una sociedad que comenzaba a admirarlo y, al mismo tiempo, le temía. O lo tenía en el nómina de los traidorzuelos que preferían el calor de las cunetas.
Había estudiado literatura clásica, pero José Agustín (Acapulco, Guerrero, 1944) tenía el empeño de estropear su obra con el lenguaje de los delincuentes, los letreros de los baños públicos y la jerigonza pueril que usaban los mexicanos en la frontera.
Se decía que su prosa sonaba como un rock and roll y los personajes que bailaban y se movían con Elvis Presley en sus novelas y relatos los inventaba para molestar. Los enseñaba con desparpajo, con un gesto vengativo o acusador para que México viera a una juventud que le había hecho la última cruz a la hipocresía y a las convenciones y, de pronto, se ponía a beber alcohol, a drogarse, a hablar de la revolución sexual y de esoterismo delante de todo el mundo.
José Agustín era el rostro de los escritores de la llamada literatura de la onda. Se le consideraba el jefe de la cuadrilla de inconformistas que muchos expertos metieron con resolución en una jaula con este letrero entre las rejas: Cuidado. Contracultura.
Carlos Monsiváis, como lo veía todo desde lo alto del valle de México, dijo que ese grupo de jovenazos (donde estaban también Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz y René Avilés) navegaban en una ola que venía del Norte. Los poetas beatniks. Y en ese recodo dejó a los onderos.
Las ondas, desde luego, se amoldan y se parecen al final a cualquier superficie. Así es que José Agustín, con el rebote inicial de sus libros y con una manera reconocible de asumir la literatura, siguió su recorrido como escritor. Su obra, que comenzó con el deslumbramiento de unas insurrecciones, tiene ahora el respaldo de una decena de novelas, numerosos libros de crónicas, relatos, ensayos, teatro y guiones de cine.
El autor de Vida con mi viuda tiene un campamento aparte como columnista y crítico de música. Fue el primer cronista del rock and roll en su país. Ha escrito dos libros importantes sobre ese tema: Contra corriente y Hotel para corazones solitarios.
Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) pertenece a la nueva generación de autores que tiene en la memoria su encuentro con la literatura de José Agustín. Este verano le hacía un homenaje discreto al célebre roquero de Acapulco: «Cada cierto tiempo, la singularidad que Hemingway encontró en Tom Sawyer -una voz que actualiza el horizonte- se vuelve necesaria en todas las literaturas. José Agustín reelabora la espontaneidad. Su tejido oral no dependía del uso de la grabadora, sino de una cuidada construcción. Además actualizó un recurso que se remonta a El lazarillo de Tormes: la mirada del pícaro. En De perfil, el desubicado que produce irreverencias no proviene de otra clase sino de otra edad; como el célebre guía de ciegos, es un outsider sin más recurso que su ingenio».
El reconocimiento fue público con agencias de prensa y cámaras de televisión. José Agustín fue -acompañado por el maestro Vicente Leñero- a recibir la Medalla de Bellas Artes de México. Por todo eso que sabemos que lleva en alguna parte los pergaminos «como reconocimiento a su larga trayectoria y sus aportaciones fundamentales a la literatura del país».
Y allí estaba el veterano joven rebelde. Abrazado a su amigo de los años, pavorosamente feliz con el estuche de la medalla abierto entre las manos. Dicen los amigos que un poco extrañado porque a esas alturas nadie tuviera la idea de poner, como cierre de la ceremonia, el Rock de la cárcel o algo fuerte de Bill Halley y sus cometas.
El Mundo, 24 de septiembre de 2011
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