Por Iván García
La vida de Raúl Arias Márquez, 42 años, tiene un antes y un después. Oriundo de Morón, ciudad de Ciego de Ávila famosa por las torticas (polvorones) y los gallos, sus padres eran rabiosos seguidores de Fidel Castro y no aceptaban que nadie en el hogar discrepara de la línea oficial.
Creció escuchando los extensos discursos del comandante único y jurando en su escuela, a toda voz y con el rostro crispado: 'Pioneros por el comunismo, seremos como el Che'.
Cuando estudiaba contabilidad y finanzas, ciertas dudas sobre la forma de gobernar de Castro comenzaron a rondarle. Fue un proceso lento y doloroso. Como una operación sin anestesia.
En 1991 se graduó de contabilidad y comenzó a trabajar en Cayo Coco, cayerío al norte de su provincia. Allí aprendió a simular como un actor y manipular las finanzas y los números al mejor estilo Madoff.
Llegó a ocupar el cargo de subdirector económico de ese importante polo turístico, con ingresos anuales a la economía nacional de cerca de 900 millones de dólares. Siguiendo el abc de la cultura política exigida a los hombres de éxito en la isla, se hizo militante del partido comunista.
“De no ser así, no hubiese podido escalar posiciones. Fue en Cayo Coco donde conocí de primera mano la corrupción sin límites de los funcionarios del gobierno y las trampas y engaños a la hora de hacer balances e informes”.
Entonces, el trabajo era una adicción para él. Laboraba doce horas diarias sumido entre guarismos y estadísticas. Hizo plata suficiente para vivir con desahogo, cenar en abundancia y hacerse babalao. Pero las divergencias silenciosas con la forma de Castro conducir el país progresaban.
En las tardes frescas, mientras con sus compañeros tomaba cerveza importada, con el impresionante paisaje marino de Cayo Coco de fondo, comentaba que sólo cogiendo un bote y largándose a la Florida, podrían librarse de la simulación y esconder el robo amplio y descarado de sus jefes.
Raúl estaba casado y era padre de dos hijos. Convencido de que la solución era marcharse de Cuba, pidió un traslado laboral, aduciendo problemas personales. Fue a parar a la empresa ganadera de Turiguanó.
“Aquello era un desorden financiero y un caos económico todavía peor. El robo y las pérdidas eran superiores a los 3 millones de pesos y un monto similar en moneda dura. Pude cotejar en algo el desastre bancario. Pero irremediablemente sabía que aquello podría conducirme a la cárcel. Y decidí acelerar mis preparativos para marcharme”.
En el segundo intento fue capturado en Faro Caimán y juzgado por salida ilegal con agravantes, que en su caso eran pérdidas valoradas por la Fiscalía de Morón en 600 mil pesos y 250 mil dólares.
“Eso no era ni un tercio del faltante. Reconocí mi responsabilidad al no denunciar los hechos a las autoridades, pero le dije al instructor policial que firmaba la declaración si ellos aceptaban que las pérdidas eran superiores a los 4 millones de dólares”. Los mandarines provinciales prefirieron echar tierra al asunto.
Arias Márquez fue condenado a 10 años de privación de libertad. En ese momento, ya era seguidor de la religión yorubá. Se había hecho un Ifá (santo) que le costó más de 20 mil pesos (800 dólares). Gracias a sus estudios de la santería cubana, se convirtió en un babalao de prestigio con 200 ahijados.
Pero debido a la violencia descarnada, pésimas condiciones y abusos físicos y verbales de los guardias de prisión, su vida tocó fondo. Tras 7 años de cárcel, Raúl era un opositor independiente.
Su padre renegó de él. Perdió su casa y su matrimonio. Legalmente le impidieron ver a sus hijos. Tuvo que comenzar de nuevo. Se casó por segunda vez y en la actualidad vive en una mínima y deprimente cabaña de concreto, frente al Parque Martí, en el centro de Morón.
Su forma de expresar las injusticias es variada. Desde escribir cartas abiertas a Fidel y Raúl Castro y a la Asociación Yorubá, hasta protestar pacíficamente en plazas, calles y parques de su ciudad.
Esto lo ha convertido en el enemigo público número uno del pueblo. El más buscado. Y el más odiado por los servicios policiales y la seguridad del estado. “Me detienen seis o siete veces al mes. A mis ahijados de religión les prohiben relacionarme conmigo. Sufro todo tipo de maltratos”.
Pese al acoso constante, asegura que el único camino es seguir manifestando de forma pacífica su inconformidad con el actual estado de cosas. “Me siento desesperado. Y un hombre desesperado es capaz de lo peor”, dice el babalao disidente.
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