Por Iván García
Lo único que se necesita para caer es estar arriba. Y aunque Renato lo sabe, aún no se acostumbra a los sacrificios de la vida dura en la Cuba real. Era un peso pesado en una firma importadora. Un jet set de la élite.
Tenía el carnet rojo del partido comunista y un futuro promisorio por delante. Ciertas noches, en restaurantes habaneros de lujo cenaba mariscos, ensalada aliñada con aceite de oliva y frutas.Todo acompañado con buen vino español.
Al llegar a su espléndida casa en la barriada de Miramar, solía fumar un puro Cohíba y beber café negro y fuerte de Brasil. Luego hacía el sexo relajado y sin stress con su esposa, una trigueña exuberante de 32 años.
Como todo matrimonio hacían sus planes. Y Renato apuntaba alto. A sus 47 años se veía dirigiendo un ministerio y trepando posiciones dentro de la jerarquía partidista.
Su vida era bella. Hablaba varios idiomas y viajaba por medio mundo. En la cartera nunca le faltaban euros, dólares o francos suizos. No era extremista en el trato con sus compañeros de trabajo, ni juzgaba con severidad las debilidades ideológicas de sus amigos.
No escaló peldaños pisoteando a otros. Tenía una particular ética: darle prioridad al talento. La lealtad era necesaria, pero podía pasar a un segundo plano. Tampoco fue un corrupto desvergonzado.
Sí, como cualquier funcionario cubano, se daba sus buenas “puñaladas” (robos) y por debajo de la mesa aceptaba comisiones de empresarios capitalistas. Pero siempre negoció en los mejores términos para su país.
Era profesional y sibarita. No tenía querida. Ni asistía a orgías escandalosas. Ni siquiera tomaba ron en exceso. Como toda persona con pretensiones políticas, albergaba aspiraciones. Soñaba poder llegar a ser presidente.
Tenía proyectos lógicos y mesurados acordes al sistema en que vivía. Incluso, en su círculo de allegados comentaba que era posible un socialismo con rostro humano, eficiente y sin represión política.
Renato no vio venir el peligro. La tarde que lo citaron a la oficina de su superior, nunca imaginó, que se llevaría un ríspido rapapolvo y una letanía de acusaciones por inmadurez política y falta de fe en los líderes históricos de la revolución.
A las pocas semanas lo destituyeron del partido y perdió el coche del ministerio. Ya no era un hombre de confianza. Cero viajes al extranjero y cero negocios con capitalistas refinados.
Quedó aturdido. Indagó, rogó y pidió hablar con figuras de relieve. Sentía que estaban cometiendo una injusticia. Su único delito fue creer en las reformas que propugnaba el general Raúl Castro. Y querer que éstas fueran más profundas.
Meses antes, Renato había participado en una reunión con altos cuadros del partido. A los participantes se les pidió que abiertamente y sin censura, opinaran acerca de los supuestos cambios económicos que podrían intentarse en un futuro cercano en la isla.
Pensó que era su oportunidad. Ya con antelación había realizado un meticuloso estudio sobre un abanico de opciones para impulsar la economía. Expresó que el Estado debía desprenderse de las empresas ineficientes. Aplaudió la medida de un millón de trabajadores al paro, creía que podrían ser más, para aligerar la carga estatal. Y dió toda una serie de consejos sobre cómo se debería abordar el trabajo por cuenta propia.
Apostaba el atrevido funcionario por amplias reformas, economía de mercado, pequeñas y medianas empresas con capital de los cubano-americanos; quitar el impuesto al dólar estadounidense y abolir gradualmente la cartilla de racionamiento.
En su tesis no tocó nada referido a cambios políticos, ni juzgó lo realizado hasta la fecha por los líderes revolucionarios. Al terminar su exposición, no vio ninguna señal de alarma en la mesa de los mandamases.
Hasta ciertos burócratas con poder se acercaron y lo felicitaron. Veinte días después, cuando lo citaron a la oficina del jefe, comprendió que su pragmático proyecto era la causa de su desgracia.
El golpe le ha dolido. Adiós a los viajes a Europa y a las cenas con camarones a media luz. Le queda su esposa y la familia. Y la certeza de que un socialismo mejor es posible. Ahora sospecha que eso quizás no sea factible en el gobierno de los hermanos Castro.
Lo que se necesita para caer es estar arriba. Cuando aterrizas, aprendes una lección. En Cuba, en los estamentos del poder hay dos pecados capitales: ambicionar el poder y pensar en grande. Renato deseó ambas cosas. Y ahora purga por ellas.
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