Por Iván García
Cae de golpe la noche en La Habana y Billy, de 81 años, de un tazón plástico descolorido saca el dinero recaudado en el baño público donde trabaja.
Cuenta la calderilla. Un tic nervioso, incontrolable, le estremece la boca. Las manos también le tiemblan. Es el Alzheimer, que lo está devorando. Intenta ocultarlo. Imposible. Debiera estar en una cama atendido por su familia. O en algún asilo de ancianos.
“He estado en tres hospicios y es mejor estar muerto. Mala comida. Ninguna atención. Preferí irme a la calle, a buscarme unos pesos. Siempre fui un tipo solvente. Ahora me ha tocado perder. Tengo los días contados. En cualquier momento el señor me lleva consigo. Entonces lo que hago es cuidar este baño público durante diez horas. Por las mañanas también vendo dulces y así consigo más dinero para comer caliente”, cuenta Billy con voz gastada.
No tiene casa y duerme en el piso del propio baño. Un sitio sucio a rabiar y con un hedor insoportable a orina y amoníaco. Según Billy, el administrador del lugar le dio las llaves y unos cartones para dormir. Alguien le regaló un antiguo radio ruso portátil. Por las noches escucha béisbol y música tradicional.
“Era un hombre de éxito. El mejor jugador de póker y billar que había en La Habana de los años 50. Ganaba mucha plata. Una tarde fría de enero estaba en el lobby del hotel Plaza, cuando un señor de traje, pequeño y con unas gafas, se me acercó y me invitó a un ron collins. Era el judío Meyer Lansky. Me hizo una propuesta”, recuerda Billy mientras lía un cigarrillo con cabos recogidos en la calle.
Lansky le ofreció pasar un curso de dealers en la escuela que existía en la azotea del propio hotel, la primera de su tipo en la ciudad. A la vuelta de un año se convirtió en un crack. Lo mismo repartía barajas que trabajaba de croupier en la ruleta.
Pero en el 59 llegó Castro y mandó a cerrar los casinos. Lansky y SantoTrafficante tuvieron que hacer las maletas. Entonces Billy trabajaba en el casino del Havana Riviera. Quedó cesante. No poseía madera de revolucionario. Nunca fue miliciano ni cortó caña.
“Tenía mis ahorros y un Chevrolet del 58 que era una joya. El dinero lo tiré en borracheras y putas. La casa se la dejé a la madre de mis dos hijos. El coche lo vendí y monté un ‘burle’ (casino de juego ilegal), pero me atraparon en una redada policial en los años 80. Estuve cinco años en la cárcel, por juegos prohibidos”, apunta. Luego come despacio una pizza fría, comprada hace horas. Es su cena.
Llegó la vejez. La desatención familiar le está pasando factura. Nada sabe de sus hijos. Intenta cambiar de tema cuando se le pregunta por ellos. “Ahora ya nada importa. Seré mejor persona en la otra vida. Mi don eran mis manos. El Alzheimer me ha robado esa capacidad de manejar el palo del billar o hacer trampas con un mazo de cartas”, dice, después de limpiar con agua, sin detergente, los lavabos y los inodoros, renegridos a más no poder.
Apaga la única bombilla. “Tengo sueño, mañana será otro día. Lo malo de ser viejo y enfermo es que los recuerdos y nostalgias te asaltan sin avisarte. Fui joven y apuesto. Los amigos de Lansky me apodaron ‘Billy el niño’ por la velocidad de mis manos en el juego”, señala. Y se tira como un fardo pesado en los cartones que le sirven de camastro.
Comienza a llorar. Se vira de espalda. No quiere que sientan lástima. Tampoco deja que le tire una foto. Al viejo Billy aún le queda el orgullo.
muy bueno
ResponderEliminarEstos textos de Iván son una joya.
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