Por Raúl Rivero
Los viejos dictadores de América Latina, aquella banda que hundió a la región en su renombre oscuro a fuerza de malversaciones, represión y asesinatos, tenían manías solemnes y pomposas. Querían ser aristócratas por decreto y cubrir sus pasados de hombres humildes con billetes robados. Para ellos lo importante era estar al mando toda la vida y pasarse la muerte como benefactores de los pueblos que saquearon.
Había en sus poses públicas una obsesión por aparecer como figurones descendientes directos de los fundadores de sus naciones, de los patriarcas que promovieron las independencias y los primeros pasos soberanos de esos países. Era la época de la debilidad de los presidentes caribeños por usar trajes de dril en verano y sombrero de paño en los falsos inviernos. Era el tiempo de la predilección general por las gorras de plato (o del tricornio, como Rafael Leónidas Trujillo) y las colecciones de medallas en las pecheras de los uniformes militares para las fechas patrias y los recibimientos a huéspedes ilustres.
Tipos chapados a la antigua que se hacían levantar estatuas en todos los parques (como Anastasio Somoza) y escondían en sus residencias orinales y teléfonos de oro macizo, libros vírgenes y cuentas en los bancos extranjeros.
Un elenco obsceno que uno trata de olvidar para creer que ese desastre ocurrió en otra parte del mundo. Aunque su rastro de duelo y de miseria se puede tocar y sea parte de la realidad del continente. Y su manera de gobernar, sus extravagancias, le hayan abierto las puertas de los palacios a unos sucesores que han llegado, poco a poco, con el mismo delirio de permanencia. Y, es verdad, con otra filosofía.
Los nuevos líderes son pobres profesionales. Esa su legitimidad y esa la vía para vivir como los ricos. Mantienen diferentes niveles de represión. Les da fiebre la prensa. Sus opositores no son adversarios, son enemigos y traidores.
Usan ropa de campaña y armas cortas. Cuando se visten de civil se disfrazan de personas sencillas y redondean sus discursos con expresiones coloquiales.
A la hora de mandar a hacer una estatua, se la hacen a una vaca, en un país donde no hay leche ni carne desde hace cuatro décadas. Uno pasea con sus hijos y sus nietos en el avión presidencial. Otro golpea a un rival en un juego de fútbol y lo manda a arrestar. Un tercero canta rancheras en las emisoras y reparte el dinero de su país entre los cuates ideológicos. Hay más, pero con menos boato todo es lo mismo.
Esta camada es la saga de la del tricornio.
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