Por Iván García
La noche es su mejor aliada. Y Pedro, 21 años, desempleado, lo sabe aprovechar como nadie. Vive en una choza de aluminio y tablas mugrientas junto a cuatro hermanos y su madre, a quien le gusta tomar alcohol filtrado con miel de pulga hasta la inconsciencia.
Toda la familia de Pedro vino huyendo de un villorrio en un municipio de Guantánamo, provincia a mil kilómetros al este La Habana. Toda su vida, recuerda, han comido poco y mal, y bebido ron en exceso. Y el dinero, bien gracias.
-Esos papelitos con gente pintada siempre los hemos extrañado en nuestros bolsillos, confiesa.
Llegaron a La Habana hace un par de años, y en las afueras, bordeando la Autopista Nacional, montaron su rancho. Típicas favelas locales conocidas como "llega y pon", pobladas por escuálidas personas, por lo general negros y mestizos sin futuro. Como la familia de Pedro, que en un santiamén arman un techo para dormir.
En la capital, la familia de Pedro se las apaña como puede. Emelina, la madre, con su pequeño pomo plástico repleto de ron casero, lo mismo vende jabas de nailon a peso, que en los alrededores de una panadería, de forma discreta, oferta mantequilla o queso crema de confección artesanal.
-Al final de la jornada me busco 30 o 40 pesos, no más, señala Emelina, señora de gruesa papada que dice tener 48 años, pero aparenta casi 70.
El resto de sus hijos, una hembra y tres varones, a duras penas terminaron la secundaria. Maritza, 17 años, se dedica a la prostitución. Suele pararse y sacar la mano a los vehículos que a más de 100 km/por hora circulan por la Autopista. Si alguien por su cuerpo delgado y tetas provocativas, se detiene, entonces se hace el negocio. 40 pesos por una mamada y 80 porque la penetren.
Ella sueña con otro tipo de vida. Comer caliente todos los días y un marido bueno y decente que la recoja al buen vivir. Mientras llega su buena estrella, todas las noches sale a "resolver".
-Soy puta para no morirme de hambre, dice con voz tenue, mientras distraída mira sus largas uñas, pintadas con la bandera de Estados Unidos.
Los otros dos hermanos de la familia son algo retraídos, pero trabajadores. Suben hasta 20 metros de altura para desmochar palmas. En los caseríos de los arrabales habaneros, las hojas de yagua de las palmas son muy bien cotizadas.
-A veces se buscan hasta 500 pesos (20 cuc), señala la madre con aspaviento.
Para ellos es mucha plata. El ladrón es Pedro.
Aprovecha las noches cerradas para robar en un frigorífico estatal junto a otros amigos. Entran por el techo de tejas de la instalación y roban cajas de pollo congelado o sacos de papas.
Con el dinero del hurto, Pedro se compra ropa de marca y tenis Nike. Su madre desconoce sus fechorías.
-Quisiera salir de la pobreza y tener una casa de cemento, que cuando llueva no se moje por dentro. Poder ir a discotecas y tomar cerveza de la buena.
Por ello, cuando cae la noche sin luna en los alrededores de la Autopista Nacional, Pedro sabe que esa será una oscuridad provechosa para intentar cambiar su destino. Aún no ha visitado la cárcel. Pero está en camino.
Foto: Cuban Poverty por Danielle Gibbs.
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