Ha sido muy difícil para este hombre enjuto y tímido llevar una vida que no es la suya. Se los presento. Se llama Pedro y tiene 54 años. En su barrio es el marido ideal. Un padre y abuelo de primera. Y un revolucionario de vanguardia.
Sólo en apariencias. Pocos saben que desde los 15 años, es un gay puro y duro. Ni siquiera su familia. Sentado en un parque, entre niños descalzos que juegan fútbol con un balón repleto de parches y una brisa fresca con olor a lluvia de verano, Pedro me cuenta parte de su vida.
“Ahora todo es más fácil. Ser maricón se ha convertido en un hobby. Pero mi adolescencia y juventud transcurrió en la década de los 60 y 70. Como muchos cubanos, adoré a Fidel Castro. Era mi Dios. El sentido de mi vida. No me apena decirlo: me enamoré locamente de ese tipo grande y barbudo. De sus poses, gestos y discursos. No entendía de ideologías. Pero me daba igual. Fidel fue una ola poderosa que me arrastró”, confiesa.
Se hizo miliciano y se graduó de historia del arte. “Mi primera relación homosexual fue en un campamento militar. Era el primero en ir a bañarme, para poder ver a tantos negros y mulatos desnudos. Esas vergas de una cuarta constituían un espectáculo que no me perdía por nada del mundo. Aquellos años aún forman parte de mis fantasías sexuales”, relata este homosexual que no ha salido del armario.
“Una noche cerrada, un negro descomunal me pidió que lo acompañara en su turno de guardia. ¿Para qué?, le pregunté. Quiero hablar algo contigo, me respondió. Era el mes de julio y hacía un calor del carajo. Se escuchaba el chirriar de los grillos. El tipo se sacó la pinga y me dijo 'chupa, que yo se que tú estás loco por metértela'. Me quedé estupefacto, pero obedecí”, recuerda Pedro con los ojos entrecerrados.
Desde esa noche, Pedro supo que deseaba a los hombres. Y mucho. Pero vivía en la vorágine de la Cuba de verde olivo, donde un homosexual era considerado un contrarrevolucionario. Su familia, además, era comunista y homofóbica.
“Ya en la universidad, una tarde mi padre me preguntó por qué no tenía novia. Estás en edad de preñar me dijo. Creo que él sospechaba que era pájaro (marica). Como lo respetaba muchísimo, me casé con una mujer a la que nunca he amado, pero que admiro. El día que el viejo murió pensé contarle la verdad a mi esposa y a mi madre. No tuve valor. Ya tenía dos hijos, el carnet del partido y era un profesional respetado. Preferí tener una doble vida”, dice en voz baja.
La tarde va cayendo sobre la ciudad. Pedro apura su relato. “Soy feliz con mis hijos. Y adoro a mis tres nietos. Pero soy un tipo frustrado. Si hubiese nacido en estos tiempos, fuera una gay sin complejos. Quizás un travesti. Los envidio cuando paso en mi coche y los veo en el malecón, vestidos de mujer. Hubiera querido ser como ellos. La familia y la revolución fueron un freno para mí. Creía que si dejaba ver las plumas, traicionaba a mi ídolo, Fidel Castro. Ahora en esa entrevista al diario mexicano La Jornada leí que se arrepiente de la actitud asumida contra los homosexuales cubanos. Creo que es un poco tarde”, señala Pedro mientras se despide.
Para este gay solapado, sus preferencias sexuales es su secreto mejor guardado. Es un hombre de otros tiempos. Un hijo de la revolución. De una época donde lo que se pedía era ser macho y odiar a los yanquis. Pedro no podía ser de otra manera.
Foto: Laritza Diversent. En los últimos tiempos, gays y travestis habaneros han hecho del malecón un punto de encuentro nocturno.
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