Por Tania Quintero
A las ocho de la noche del martes 25 de noviembre de 2003, mi hija, mi nieta mayor y yo salimos de Cuba. Podíamos traer más de 60 kilos de equipaje, pero sólo trajimos una mochila cada una y la vieja maleta verde, de la marca cubana Thaba, la misma que en 1979 utilicé para viajar como enviada de la revista Bohemia a la República Democrática Alemana.
El 1 de marzo de 2004 nos mudamos al apartamento donde todavía seguimos viviendo, en un edificio situado en un barrio de inmigrantes, lo más parecido a Centro Habana que en Lucerna se puede encontrar: tráfico , ambulancias, bomberos, patrullas policiales... y trenes, muchísimos más trenes de los que pasaban por el Café Colón.
Pude haber escogido otro barrio, más tranquilo, más bonito, más suizo. Pero en Cuba siempre viví en lugares céntricos, con ruido y hollín: desde que nací y hasta 1979 a dos cuadras de la Esquina de Tejas. Y del 79 hasta el 25 de noviembre de 2003, al doblar del Paradero de la Víbora, frente a la Plaza Roja.
La mudanza se produjo luego de haber estado trece semanas conviviendo en centros para solicitantes de asilo, con árabes, musulmanes, africanos, asiáticos y exeuropeos del Este, sobre todo exyugoslavos. La primera semana fue la más dura, incomunicadas y sin un centavo (la primera noche un ruso me robó la billetera con todo el dinero traído de Cuba, 50 dólares), en Kreuzlingen, en el cantón de Thurgau, al lado de la frontera con Alemania. Por su ubicación geográfica, el lugar era una semicárcel, las 24 horas custodiada por Securitas, una especie de policías-rambo. A las 6 de la mañana daban el de pie y a las 10 de la noche todo el mundo tenía que estar acostado.
El edificio, moderno; la limpieza, impecable. Los cuartos eran grandes, en cada uno había diez literas. Los hombres separados de las mujeres, los niños con sus madres. La planilla que te daban cuando entrabas tenías que ponerla en la litera antes de acostarte, pues a las 10 en punto los Securitas empezaban a revisar las habitaciones. No encendían la luz: con una potente linterna iban mirando el papel con tus datos en la cabecera de la litera. En caso de dudas, te iluminaban la cara, y si no les quedaba claro, entonces prendían la luz. Ese conteo nocturno trajo a mi memoria el filme La vidaes bella, de Roberto Benigni.
Para mí lo peor no era eso, si no ver que mi hija y mi nieta apenas comían: no les gustaba la comida, ni siquiera el pan, de color oscuro. "Parece el pan que salía en las películas soviéticas de cuando la segunda guerra mundial", decía mi hija. Había máquinas automáticas para tomar chocolate, té, café, refrescos, jugos, mas no teníamos un céntimo partido por la mitad. Todos los días, de 2 a 5 de la tarde, podías salir a comprar al centro del pueblo, Kreuzlingen, a menos de doscientos metros. Pero, para qué íbamos a salir? Al patio, con unos aparatos infantiles, tampoco se podía ir, por la neblina y el frío. Mi nieta se distraía en el Kinderzimmer, repleto de juguetes.
Entrevistas, controles, vacunaciones... Español sólo hablaban los intérpretes. Yo me defendía con el inglés aprendido en mi infancia. En medio de aquella incomunicación no puedes perder la esperanza. Nuestra situación era clara, legal, y en ningún momento me preocupó. Sabía que más tarde o más temprano nos ratificarían el asilo otorgado en La Habana en junio de 2003. Y así ocurrió, luego de una larga entrevista en la Oficina Federal de Refugiados, en Berna, el 12 de enero de 2004.
El 4 de diciembre por la mañana salimos en tren rumbo a Lucerna, el cantón donde finalmente residiríamos. En Zürich había que bajarse, para tomar otro tren rumbo a Lucerna. Pero el resto del trayecto lo hicimos en el auto del abogado peruano Ulises Rozas, a quien Sister Miriam, monja católica que hablaba español y nos "descubriera" en Kreuzlingen, le había hablado para que nos ayudara y asesorara. Ulises nos propuso quedarnos en Zürich, la más importante y cosmopolita ciudad suiza, pero preferimos la tranquila "aldea", como a Lucerna suelen decirle los zuriqueses.
Luego de trámites de rigor en la Oficina para la Migración en Lucerna, sobre las 4 de la tarde Ulises nos dejaba en Sonnenberg, viejo inmueble reconvertido en albergue para solicitantes de asilo, en Emmenbrücke. Allí estuvimos hasta el 29 de enero de 2004, cuando nos trasladaron para Ritahaus, edificación moderna de tres pisos, muy cerca del Lago de los Cuatro Cantones. En el pasado, había sido morada de monjas católicas, pero ahora mujeres y niños aguardaban allí la decisión de si iban a ser aprobados o no sus casos, y podrían quedarse en el país, o tendrían que retornar a sus naciones de origen.
Nosotras hubiéramos preferido habernos quedado en Sonnenberg, pero ese lugar era distante de la escuela donde el 3 de febrero mi nieta Yania debía comenzar el aprendizaje del idioma alemán y la adaptación para ingresar en una escuela primaria pública, lo que se produjo en mayo, tres meses después.
En Ritahaus vivimos con menos comodidades que en Sonnenberg, donde teníamos una habitación amplia para las tres, y la cocina, baño y ducha la compartíamos con pocas familias, pero sobre todo porque nos habíamos adaptado bien a la disciplina y al trato de las personas que dirigían el centro. El lado negativo era que en el primer piso vivían hombres solteros, procedentes de naciones, culturas y creencias muy distintas, y la convivencia era conflictiva. En dos ocasiones presenciamos cómo se fajaron, con puñetazos, cuchillos y la inmediata presencia policial.
También en Sonnenberg vivimos un principio de fuego, una madrugada de diciembre de 2003, en plena nevada. Tuvimos que salir rápidamente de nuestras habitaciones y agruparnos en la planta baja. Los bomberos demoraron unos 5 minutos en llegar. Por suerte, todo quedó en un susto, por culpa de un cigarrillo en el cesto de papeles del baño de hombres. El humo hizo detonar la alarma contra incendios, directamente conectada con la central de bomberos de la ciudad.
Otra experiencia fue vivir en primer plano el machismo, por parte de un celoso y violento joven de Irak contra su novia, también iraquí. Un episodio que nos mantuvo en vilo no sólo en Sonnenberg, sino también en Ritahaus, a donde trasladaron a la muchacha y a su madre, quienes habían logrado huír de la guerra en Irak. El exnovio merodeaba por los alrededores, y cuando las responsables se enteraban, tenían que llamar a la policía. Creo que el final de ese caso de violencia de género concluyó con la expulsión del iraquí de Suiza.
La mayoría de los extranjeros que en esas trece semanas convivieron con nosotras tenían su situación en el aire, pendientes de que les aprobaran o negaran el asilo y los deportaran. A pesar de las diferencias idiomáticas, uno podía saber, intuír, quién realmente era una víctima y quién se había fabricado una historia, respaldada por documentos falsificados. Ni en la mejor universidad europea se aprende tan rápido a distinguir entre la verdad y la mentira. Si de Cuba salí con un sexto sentido, en Suiza adquirí el séptimo.
Han transcurrido seis años y hoy valoro aquel tiempo como una experiencia positiva, que me enriqueció como persona y como periodista. Aprendí que tu problema no puedes verlo a través de tus ojos: tienes que verlo a través de los ojos de otros.
Y que lo que pasa en tu país cuando lo comparas con lo que pasa en otros, puede ser minúsculo.
Otra lección: fuera de Estados Unidos, América Latina y España, Cuba apenas es conocida. Si les dices que se encuentra en el Mar Caribe se quedan en babia. Tienes que decirles "near America": America es como llaman a Estados Unidos en Europa, África, Asia... Algunos, si acaso, la asocian al Che Guevara. Los menos a Fidel Castro.
Me alegro de haber chocado con la realidad tan pronto. Algo que siempre agradeceré a Suiza, nación geográficamente pequeña, pero de gente fuerte como las rocas de los Alpes. Hombres y mujeres que no se andan con melindres y las quejas las han sustituido por esfuerzo y trabajo. Me gustan los refranes porque definen a los pueblos, y este refrán suizo es mi favorito:"Piedras y palos romperán mis huesos, pero palabras nunca me harán daño".
En mis planes nunca estuvo irme de Cuba, pero ya que me tuve que ir, con 61 años cumplidos, lo menos que puedo hacer es aprovechar un exilio con mucho de instructivo y poco de dorado. Ojalá hubiera venido con veinte años menos, para haber podido trabajar: trabajando es como más se aprende. En Suiza las mujeres se retiran a los 64 y los hombres a los 65. La esperanza de vida es de 76 años para ellos y de 82 para ellas. Si a ese último dato añado la tendencia a la longevidad de mi familia materna, puedo apostar por los 80 o los 90 -si es con lucidez, si no, mejor irse antes.
Mi vida, como la de casi todos, ha estado dividida en capítulos. En 1959 comencé uno, con muchísimas páginas, cerradas en 1995, cuando me hice periodista independiente de Cuba Press.En el 95, abrí otro, de ocho años de duración. Lo cerré antes de montar el avión de Air France: el Boeing se podía caer y ahí todo finalizaba.
Cuando alrededor de las 2 de la tarde del miércoles 26 de noviembre de 2003 llegamos al aeropuerto de Zürich, otro capítulo quedó abierto. No sé si es el último o el penúltimo. Lo que si sé es que tengo que aprovechar la oportunidad de, a los 61 años, haber podido emprender una nueva vida en uno de los países más tolerantes y democráticos del mundo.
El Monumento al León
El Löwendenkmal (alemán) o Lion Monument (inglés), es una escultura diseñada por el escultor danés Bertel Thorvaldsen, entre 1819 y 1821 ejecutada en una antigua cantera por Lucas Ahorn, albañil de Constanza, ciudad al sur de Alemania fronteriza con la Confederación Helvética por el norte. Luego de dos años de trabajo, el monumento fue inaugurado el 10 de agosto de 1821. Se encuentra al aire libre y su acceso es gratuito.
Es uno de los sitios más visitados por los más de 3 millones de turistas que anualmente pasan por Lucerna, cantón de habla alemana de la Suiza Central. Fue construído para conmemorar la muerte en 1792 de unos 700 mercenarios de la Guardia Suiza durante la Revolución Francesa, cuando defendían el asalto de los revolucionarios al Palacio de las Tullerías en París.
Está realizado al doble del tamaño natural de un león real y representa a un león caído, herido de muerte y con el dolor clavado en el rostro, sobre un escudo con la flor de lis de la Monarquía francesa y junto a él un escudo de Suiza. En la parte superior, la inscripción latina HELVETIORUM FIDEI AC VIRTUTI, (A la lealtad y la valentía de los suizos). El escritor estadounidense Mark Twain (1835-1910) de esta escultura dijo: "Es el trozo de piedra más triste y conmovedor del mundo".
Foto: Erich Rachner, Flickr
Lindo artículo, y conmovedor. Muchos hemos experimentado esas peripecias, al menos yo conozco en carne propia algo semejante con respecto a lo del asilo. Experiencias que cambiaron radicalmente el rumbo de mi vida. Hoy vivo en Berlín, y estoy seguro que moriré aquí...dónde si no?
ResponderEliminarhttp://www.flickr.com/photos/30579680@N05/4420042805/
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