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martes, 5 de enero de 2010

Crónicas Habaneras (II)

Cementerios por AL/EX.

Por Tania Quintero

Tenía veinte años menos que la Madre Teresa de Calcuta y falleció en la madrugada del sábado en que enterraron a la Princesa de Gales. Pero a diferencia de las dos famosas mujeres, la muerte de Alberto Casal no interesó a nadie en el mundo salvo a sus familiares y amigos. Cuando tuvo que ser hospitalizado a causa de una severa bronconeumonía, el médico le había dicho que su corazón andaba mal.

Alberto formaba parte de los más de cuatro millones de fumadores existentes en Cuba y probablemente integraba el grupo de fumadores empedernidos, de ésos que se fuman un promedio de dos cajetillas diarias y se toman un termo de café.

Natural de Baracoa, en el extremo más oriental de la isla, de joven se alistó en barcos mercantes y conoció varias ciudades del mundo, mas ninguna lo deslumbró tanto como Nueva York. De la urbe de los rascacielos se pasaba la vida hablando, y a los jóvenes decía que no perdía la esperanza de volver y regresar con el bolsillo lleno de dólares.

Estaba jubilado y como tantos cubanos vivía, del "invento", en este caso, la bolita -juego ilegal basado en la charada china y que con fuerza se juega en todo el país, a pesar de la persecución policial. Alberto era "apuntador" y en esa condición era conocido en La Habana Vieja y en La Víbora, sus zonas habituales de "trabajo". Se entendía con la policía y por ello no cayó preso. Según los que le conocieron, la única vez que estuvo en la cárcel fue por sustraer mantequilla de la empresa láctea donde una vez laboró.

Muchos le decían "Baracoa" y su look oriental era inconfundible, aunque llevaba más de treinta años viviendo en la capital. Jugaba todos los días en una persecución implacable contra los números y sus combinaciones, y cualquier situación le venía bien para sus apuntaciones: aguaceros, accidentes de tránsito o la muerte de una personal o un animal. Si un vecino le contaba un sueño o le hacía una historia, no desaprovechaba tampoco la ocasión.

Por el barrio se rumoraba que unos días antes del infarto que se lo llevó, Alberto se había ganado 2 mil pesos en un parlé. "Esa fue la suerte", dijo una viejita suspicaz. Con ese dinero (equivalente a unos 87 dólares al cambio de 23 por un dólar), sus parientes más cercanos no tuvieron que pedir dinero prestado para reunir los 300 pesos que ahora cuesta velar y enterrar a una persona fallecida en La Habana.

De ser cierto, a la hermana de Alberto le habría quedado lo suficiente para durante un par de meses más, seguir alimentado a la madre, próxima a cumplir 105 años. Él era su hijo predilecto y la mantenía viva a base de caldo de pollo, jugos de frutas naturales y café con leche, alimentos que son un lujo en esta Cuba de fin de siglo. (Publicado en Cubafreepress en septiembre de 1997).

Foto: AL/EX, Flickr.

1 comentario:

  1. Gracias a ti, su vida ha interesado a alguien más.
    Que en el 2010 te defina la salud y la inspiración. Un saludo desde el fin de los tiempos.

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