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domingo, 6 de diciembre de 2009

Lo que la Revolución nos dejó (IV)

CUBA - Escenas urbanas por Manolo Marrero.

Por Iván García

Fidel Castro ha vivido obsesionado con el embargo económico instaurado por la administración de John F. Kennedy en 1962. Según el gobierno cubano y sus medios, el bloqueo es el culpable de que muchos en la isla vivan de forma precaria. El 4 de noviembre de 2003, el ahora excanciller Felipe Pérez Roque presentó ante las Naciones Unidas un documento atestiguando que las pérdidas a consecuencia del bloqueo superan los 72 mil millones de dólares.

Ese día, 179 países votaron en contra del embargo. Sólo tres naciones (Estados Unidos, Israel e Islas Marshall) estuvieron a favor de mantenerlo. Variadas y sin contundencia han sido las razones de diez administraciones estadounidenses para no levantarlo. Más que absurdo, el embargo es una estupidez.

Mientras Cuba dependía de la tubería rusa -por donde incesante fluía el petróleo- del bloqueo apenas se hablaba. Durante la etapa de la Guerra Fría, la desaparecida URSS nos sostenía con 4 mil millones de rublos al año. La ayuda soviética permitió a Castro mantener el amplio sistema de salud, educación, cultura y deportes a lo largo de todo el país. Pero también fue una etapa donde se dilapidaron recursos.

Un sinnúmero de planes e ideas descabelladas o irrealizables se pusieron en marcha. Fueron años de derroche, subvencionando guerrillas en medio mundo. La larga participación cubana en la guerra de Angola costó miles de millones de dólares. Acerca de esta etapa se calla y no se ofrecen cifras de los colosales gastos.

El embargo es injusto. En una breve encuesta a 44 personas en edades comprendidas entre los 18 y 82 años, 41 dijeron “estar contra el bloqueo ”. Pero 36 manifestaron “estar también cansados del añejo gobierno de los hermanos Castro”.

Cuando en 1989 el Muro de Berlín se vino abajo y el socialismo ruso dejó de existir, Castro retomó el bloqueo (nombre que se le da en Cuba al embargo) como un arma de combate. Si la economía fuera eficiente y en vez de un millón y medio de turistas a la isla vinieran 5 o 10 millones al año, se podría comprar cualquier clase y cantidad de mercancías en otras partes del planeta, aunque claro, a precios más altos por la transportación. Y los medicamentos no escasearían. Y habría más ambulancias, viviendas, alimentos y ómnibus para el transporte urbano e interprovincial.

Pero las arcas están vacías. Urge comprar más cerca y más barato. A 90 millas de nuestras costas, en Estados Unidos, el mercado natural -y tradicional- de Cuba. Al margen del discurso duro y la frenética propaganda cubana, el embargo ha provocado daños visibles en la salud, por ser Estados Unidos el mayor y mejor productor de tecnología médica y productos médicos de última generación.

El efecto negativo del embargo puede verse en el Cardiocentro del hospital William Soler, al sur de la capital. Los médicos allí tienen que hacer milagros para que no mueran los niños con problemas congénitos del corazón. Marian Fariñas vive hace varios meses en una de las salas de pediatría. Cuando tenía 60 días de nacida le diagnosticaron un neuroblastoma en estado cuatro. Desde ese momento Marian permanence en una cuna rodeada de mujeres y hombres con batas blancas, luchando diariamente por su vida.

Su madre, Jacquelin Sánchez, no tiene con qué agradecer tamañas atenciones. “No le han faltado los medicamentos. Mi niña va por el cuarto ciclo de quimioterapia y ninguno ha sido suspendido por falta de suero citostático. Sé que el tratamiento es muy caro, pero nada le ha faltado”, declara. Su hija no es la única en estado patético en esa sala.

La doctora María del Carmen Barroso, especialista en quimioterapia, apunta: “Fue muy duro saber que a pesar de tener el dinero, Estados Unidos se niega vendérnoslo. Muchas veces tuvimos que hacer cambios en los esquemas de tratamiento, para poder sustituir un medicamento por otro”. Funcionarios del MINSAP a menudo recorren Europa en busca de una medicina específica para un caso específico.

A más de 700 kilómetros al este de La Habana, en la provincia de Holguín, se encuentra el hospital docente Vladimir Ilich Lenin. Allí, a las 28 semanas de gestación nació una criatura con un peso de 840 gramos. Cabía en la palma de la mano. “La atención para este bebé superaría los 150 mil dólares en Estados Unidos’’, aclara el doctor Luis Llopis, jefe de neonatología en el referido hospital. Decisivo ha sido el suministro de Survanta, medicamento Made in USA.

Debido al embargo, la medicina tuvo que ser adquirida a miles de kilómetros de la isla. Y ni así resulta fácil: hay proveedores que no le venden al gobierno de Castro para no ser sancionados por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. El embargo prohibe comprarle a subsidiarias estadounidenses. Ni una aspirina. Afectados también por la obsolete política son alrededor de 300 ninños urgidos de tratamientos avanzados contra el cancer.

Unos años antes de la llegada de Obama, el Senado de Estados Unidos había flexibilizado el embargo en los acápites de medicinas y alimentos. Hasta la fecha, las autoridades cubanas han dispuesto de 500 millones de dólares en efectivo para adquirir alimentos. La cifra destinada a la compra de medicamentos no se conoce. Según el gobierno, el costo del embargo al sistema cubano de salud es de más de mil 750 millones de dólares.

La escasez de medicamentos avanzados y de antibióticos de cuarta y quinta generación así como de equipos y tecnologías de punta puede haber provocado la muerte de equis número de pacientes. Pero la negligencia médica en casos de jóvenes como Yolanda, fallecida a causa de un embarazo ectópico, no se puede achacar al embargo. Tampoco se le puede achacar al bloqueo que un diagnóstico errado pudo haberle costado la vida a mi sobrina Yania, ahora una hermosa niña de 9 años, pero que en 1995 por poco muere después de una semana siendo tratada con metronidazol para una supuesta amebiasis, cuando en realidad era shigella, bacteria con altos indices de mortalidad en menores de dos años y que fácilmente se controla con ácido nalidíxico.

El embargo no es culpable del deterioro en hospitales y policlínicos, ni de la falta de higiene, mobiliario y enseres mínimos en una consulta médica o en un cuarto hospitalario. Cuando alguien tiene que ingresar para ser operado, debe llevar toallas, sábanas, cubos de agua y hasta bombillos para los baños, habitualmente oscuros. Y disponer de algunos recursos, como Leandro, 48, diabético crónico, quien hace regalos a su doctora para que lo atienda con rigor.

Se puede culpar al embargo de las difíciles condiciones en que labora el personal de salud y a quien no solamente le faltan implementos, sino que excepcionalmente pueden disponer de comedores donde los alimentos sean buenos y estén bien cocinados? Una doctora entrevistada contaba que tras varias horas lidiando con un caso grave, una madrugada, de pronto alguien dijo: “Cuánto daría por poder tomarme una taza de café caliente y comerme un bocadito de jamón o queso!” De ahí que pacientes como Leandro obsequien frutas, bocaditos y muslos de pollo fritos a sus médicos.

Al embargo no se le puede culpar del robo descarado en hospitales y otras instalaciones sanitarias. “Se roba de todo, desde algodón hasta termómetros”, dice una empleada de un importante hospital habanero. Porque todo es vendible en el mercado negro. Y a esta clase de robo se une el de los ladronzuelos que recorren las habitaciones y se llevan lo mismo un calzoncillo que un ventilador, aprovechando que los enfermos duermen y sus acompañantes están rendidos tras varias noches de tensión.

El robo es también habitual en farmacias. En La Habana existen 376 y difícilmente hay una donde sus empleados no extraigan medicamentos -a veces de mutuo acuerdo con sus jefes- para venderlos a sobreprecio. El surtido ideal en una farmacia cubana es de 368 tipos de medicamentos, pero lo normal es que oscile entre 260 y 300. Claro, lo que da resultado son aquellas medicinas difíciles como el meprobamato, clorodiazepóxido y vitamina C, entre otros. “Nadie negocia la nitroglicerina, que cuesta 0,10 centavos el frasco de 20 pastillas, porque además de que es un medicamento vital para salvar a un infartado, nunca falta y es baratísimo”, explica Yadira, 21, empleada de una farmacia.

Pese a medidas administrativas y sanciones laborales, el mercado negro parece imparable. “Yo prefiero pagar 10 pesos por una medicina en la calle que estar detrás de ella en una farmacia, aunque su precio oficial sea de un peso”, dice Luisa, 81, jubilada.

Foto: Manolo Marrero

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