Por Armando López
La edición 51 de los premios Grammy, trasmitida por la televisora CBS, rindió tributo a los músicos fallecidos en 2008, entre ellos a Israel Cachao López. Su foto apareció en la pantalla de veinte millones de televisores con la consigna que lanzó su mito: "¡el creador del mambo!".
Bastaría con decir que Cachao fue el bajista más grande de su generación, el concertista que trascendió al bajo, desde el oscuro rincón de cualquier orquesta, a instrumento solista, que compuso con su hermano Orestes más de 3 mil danzones, para que recibiera todos los homenajes. ¿Pero es Cachao el creador del mambo que conocemos?
El mambo que fusionó la percusión cubana con las armonizaciones de jazz; el mambo de las agudas trompetas, graves saxofones cantando sobre tumbadoras y bongó en fabulosos cierres de timbales; el del grito desgarrado de "¡uhhhh!"; el mambo contagio, epidemia; el de las notas altísimas, afiladas como cuchillas, el que puso a bailar al mundo, es creación del pianista matancero Dámaso Pérez Prado.
¿Por qué músicos cubanos le disputan la paternidad del mambo a Pérez Prado? ¿Por qué, en plenos años cincuenta, durante el auge del mambo, en La Habana, el flautista Antonio Arcaño, director de Arcaño y sus Maravillas, y en Nueva York, el tresero Arsenio Rodríguez, le reclamaron al matancero la paternidad de su criatura?
¿Por qué, décadas después, los premios Grammy insisten en que Israel Cachao López es el inventor del mambo?
Para hallar respuestas, habría que viajar en el tiempo. Con los americanos vino a Cuba la República, pero también el ¿dime qué bailas y te diré quién eres? Los blanquitos finos bailaron foxtrot y charleston. Surgieron las jazz band cubanas que tocaban esos ritmos, y guarachas y boleros con arreglos jazzeados. Los de abajo siguieron con el son, el danzón y las rumbitas guarachadas. En la música se agudizaban las contradicciones.
Los americanos trajeron un racismo de nuevo tipo. Conjuntos de sones, de negros y mulatos, estaban relegados a los cabarés de las playas de Marianao, Luyanó y a las academias de bailes, como Buenavista Social Club, donde entraba todo el que pagaba en la puerta.
Esta división por el color de los músicos, le echaba leña al fuego. Y era azuzada por la prensa liberal, que atacaba todo lo que viniera del norte… A los cubanos que tomaban de las armonías del jazz en busca de modernidad, los acusaban de extranjerizantes. Pérez Prado cayó en esta trampa.
¿Quién era este Dámaso que ya, a principios de los cuarenta, mezclaba los tambores de sus ancestros esclavos con las trompetas a lo Stan Kenton, en un ritmo levanta muertos que, para perpetuar la bronca, se empeñó en llamarle "mambo", nombre que venía usándose en los estribillos del son desde ñañaseré?
Nacido en Matanzas (11 de diciembre de 1916), de madre maestra y padre periodista, desde sus 16 años Dámaso tocaba el piano, hacía arreglos orquestales, dirigía una charanga con dos violines y tocaba donde podía. Corría el machadato, el mambo estaba durísimo (ya se decía); si un músico quería comer y vestirse, tenía que irse para La Habana.
Era la época del son, y el futurista Pérez Prado traía trompetas de jazz sonándole en la cabeza. El primer traje de casimir lo compró cuando Orlando Guerra, el popular Cascarita, lo coló, de arreglista primero y luego de pianista (1942), en la más famosa jazz band de la época, la Orquesta Casino de la Playa. Pero el mulato era ambicioso, quería su propia orquesta. ¡Soñaba crear un ritmo nuevo!
En 1946, Pérez Prado logra grabar su primer mambo: Trompetiana, que estrena con músicos amigos en una carpa de circo remendada, pero el experimento, con dos tumbadoras (una aguda, otra grave), estaba demasiado adelantado. Y como Ignacio Cervantes, Eliseo Grenet, Nilo Menéndez, Mario Bauzá, Chico O'Farrill y tantos otros, Pérez Prado tuvo que marcharse al extranjero.
¡Destino de Isla! Si un músico cubano quería triunfar, tenía que buscársela en Nueva York o México. En Nueva York, porque miles de boricuas se habían instalado en El Barrio y en el Bronx, y bailaban música cubana. En México triunfaban nuestras rumberas: María Antonieta Pons, Ninón Sevilla, Rosa Carmina, Amalia Aguilar. Y alrededor de ellas crecía una industria de grabaciones.
México o Nueva York, ¿cara o cruz?, se planteó Pérez Prado. Y como no hablaba ni papa de inglés, ni lo pensó: "Me voy a México". Pero en el Distrito Federal un empresario le advirtió: "Yo no creo que eso del mambo guste aquí, es demasiado rápido". Y le preguntó: "¿Por qué no tocas danzón?". Pero el matancero había crecido a la sombra del machismo abakuá. No era fácil. Y tenía suerte.
Su amiga Ninón Sevilla (1948) le ayudó a presentar el espectáculo Al compás del Mambo en el teatro Margo (actual Blanquita). El nuevo ritmo corrió como la pólvora. Y los mismos disqueros tiñosas que unas semanas antes le habían dicho que grabara danzones, le propusieron grabar el trepidante mambo.
En 1950, con el mambo arrasando en Latinoamérica, el joven periodista Gabriel García Márquez escribiría desde Colombia: "Cuando el serio y bien vestido compositor cubano Dámaso Pérez Prado descubrió la manera de ensartar todos los ruidos urbanos en un hilo de saxofón, se dio un golpe de Estado contra la soberanía de todos los ritmos conocidos".
El cine mexicano aprovechó la popularidad de Pérez Prado. Cara de foca (así se decía a sí mismo) participa con su orquesta y como actor en una docena de filmes. Lo vemos con Ninón en Coqueta y Víctimas del pecado; en Amor perdido, con Amalia Aguilar; Salón de baile, con Meche Barba; Del can can al mambo, con Rosita Fornés. (Continuará)
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