Por Ariel Tapia
¿Qué ciudadano de cualquier parte de este mundo permitiría que el estado o el gobierno escogiera por él cosas tan importantes como la comida que diariamente va a consumir o tan banales como el tipo de bombillos que ha de colgar de su techo? Estoy seguro que son muy pocos los que en este planeta estarían dispuestos a hacer tantas concesiones en su vida íntima. Sobre todo si estas personas son civilizadas, tienen un nivel cultural medio y, por lo tanto, están conscientes de que tal sumisión es algo terrible, inaceptable.
Aunque se hayan explicado infinidad de causas y motivos, y expuestos todos los argumentos posibles, es inevitable que algunos se pregunten por qué los cubanos tenemos que asentir con una sonrisa a todas las disposiciones publicadas en el Granma y en la Gaceta Oficial de la República. Por qué tenemos que pasar por encima de la soberanía de nuestros hogares para que el país ahorre unos cuantos kilowats de electricidad?.
Me pregunto que diría un parisiense si alguien tocara a su puerta para comunicarle que debe colocar un bombillo en la habitación que durante más tiempo permanezca encendida en su hogar. ¿Cómo reaccionaría si le dijeran que tiene que mudar la lámpara de la sala para el comedor para poder instalar ahí una impuesta por el gobierno, artículo fabricado en serie que, por cierto, va a ser colocada, por igual, en todas los inmuebles del país?
Este intento colectivizador para ahogar la individualidad ha sido típico del comunismo universal, pero mucho más del cubano. Desde 1962 todos los habitantes de la Isla se rigen por una libreta de abastecimiento que raciona y reparte en serie los alimentos de cada mes. Igualmente existe o existió una "libreta de la ropa", versión de la tarjeta de racionamiento de los alimentos que fijaba a hombres y mujeres las prendas de vestir que tendrían que usar para el resto de sus vidas.
La vida de los cubanos transcurre de una forma simple: hacer lo que ordenen las autoridades aunque sean cosas verdaderamente descabelladas. Y sin derecho a replicar o negarse. Cuán lejos están para los cubanos esas legislaciones del primer, segundo y hasta del tercer mundo, que le permite al ciudadano reunirse para protestar, reclamar o para exigir el cambio de política en sus países. Qué lejos estamos de ello. Cuán remota parece ahora aquella República "mediatizada" donde los trabajadores tenían derecho a la huelga y donde la prensa publicaba artículos que horadaban las entrañas mismas del gobierno. Pero lo más frustrante no es la pérdida de los derechos políticos, económicos y sindicales que son, sin duda, sagrados.
Lo peor ha sido que nos han arrebatado el poder de decisión en nuestros propios hogares. El santuario de la familia, unas de las zonas más importantes de los seres humanos, es aquí penetrada grotescamente por los inventos que el gobierno pone en práctica y que "entiende" son los mejores para la nación.
En el Cementerio de Colón hay una tumba, que a mi juicio, es un monumento a la intromisión estatal en la vida privada de la ciudadanía. Se trata del panteón donde reposan los restos de Cándida Alonso, quién falleciera en 1987, víctima de un infarto cardiaco. En aquel momento tenía 75 años y era una persona enferma. Aunque ella no lo sabía, en las aguas del Caribe una flotilla de barcos norteamericanos realizaba ejercicios militares, lo cual fue interpretado en la cúspide palaciega de La Habana como una provocación a la soberanía nacional.
Las fuerzas armadas revolucionarias comenzaron a movilizar tropas y a organizar simulacros defensivos ante un "eventual" ataque yanqui. Fue un domingo de agosto cuando los vecinos de un barrio de La Víbora fueron sacados obligatoriamente de sus casas y trasladados hacia la Casa de la Cultura, ubicada en la antigua mansión de la aristocracia habanera. El lugar tenía unos extensos jardines, y allí fue "depositada" la carga humana. Súbitamente comenzaron a sentirse los estruendos de cañones, morteros, ráfagas de ametralladoras y el ensordecedor sonido de aviones Migs volando a baja altura. Los "evacuados" se tiraron al suelo y muchos, nerviosos, se tapaban los oídos. Todos sabían que era sólo un simulacro, pero estaba muy bien preparado pues la sensación de una guerra real fue para la mayoría absolutamente convincente.
Cuando el estrépito terminó y los militares lo ordenaron, los civiles se levantaron del suelo para retirarse a sus casas. Un solo cuerpo yacía en la yerba. Cándida fue llevada en un jeep al hospital más cercano, donde el médico de turno informó que la anciana había sufrido un ataque masivo al corazón provocado por la fuerte impresión de la batalla imaginaria. Al otro día, mientras las fuerzas navales norteamericanas se retiraban a sus bases, el cadáver de Cándida Agüero recibía sepultura..
(Publicado el 9 de julio de 1998 en Cubafreepress)
Tania, leyendo tu artículo sobre el antiguo PSP en Penúltimos Días me ha dado por revisar tu blog, que aunque estaba en mi lista de 'Favorites' nunca lo había detallado.
ResponderEliminarYo podía haber escrito casi todo lo que cuentas en tus "Recuerdos", ya que parece que la infancia de todos los niños pobres, pero de padres responsables y preocupados por su educación, es casi la misma.
No estudié en escuela pública, pero es casi lo mismo, en la escuela Concepción Arenal, del Centro Gallego, que estaba en Dragones entre Prado y Zulueta. Costaba casi nada. Yo vivía en Lawton.
El local de los Veteranos, en Ave Acosta y San Miguel, era para mi de gran interés. Aquellos viejitos sentados en el portal, en guayabera, todos con una medalla en el pecho. Hacia dentro se veian grandes salones con muchas camas. En esa esquina tomaba la ruta 13 para llegar hasta la calle Luz, donde me bajaba. Pude constatar como la población de viejitos iba disminuyendo hasta que se extinguió.
La calle Muralla, visitada por todas las mujeres de mi familia. Pero...me parece...que la foto que insertas es del edificio del cuchillo de las Calzadas de Luyanó y 10 de Octubre. O sea, la esquina de Toyo.
Para que seguir comentado, me afloran los recuerdos. Yo nací en el 40.
Saludos muy efusivos