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domingo, 16 de noviembre de 2008

De mis recuerdos (III)


La foto fue tomada el 24 de febrero de 1952. Una parte del tercer grado de la Escuela Pública No. 126 "Ramón Rosaínz" ese día fuimos con la Señorita Carmita a llevarle tabacos a antiguos mambises residentes en uno de los Hogares del Veterano en funcionamiento en la capital, en este caso el situado en la esquina de Agustina y San Miguel, a una cuadra de la Calzada del 10 de Octubre.

Las doce alumnas seleccionadas pertenecíamos a la Asociación de Alumnos de la Fragua Martiana y por lo menos una vez al mes entre nuestras tareas extraescolares teníamos la asistencia a una excursión y la participación en un acto patriótico o benéfico. En mi infancia, el 24 de Febrero era feriado, al igual que los 28 de Enero, 20 de Mayo, 10 de Octubre y 7 de Diciembre. Recesos escolares teníamos tres: Semana del Niño (cada día a una fábrica distinta: la de galletas y confituras de La Estrella; la jabonería Sabatés; la embotelladora Canada Dry o la chocolatería La Española, en Infanta y Estévez, entre otras); Semana Santa y Navidad, que se extendía hasta el 6 de enero, Día de los Reyes Magos. Las Vacaciones comenzaban en el mes de junio, una vez terminado el curso escolar, y se reanudaban el primer lunes de septiembre.


De las excursiones, las más recordadas fueron las realizadas al Valle Viñales (mostrado en la foto de vormplus, Flickr) y la Cueva de Santo Tomás, en Pinar del Río, y a las Cuevas de Bellamar, en Matanzas. Y de las vacaciones, los viajes a Sancti Spiritus, a visitar a nuestra familia materna. Siempre íbamos en La Flecha de Oro, una de las dos líneas de ómnibus interprovinciales más famosas (la otra era Santiago-Habana).

En la foto que encabeza el post, soy la tercera de izquierda a derecha, con trenzas y un chalequito azul, obligado a poner por mi madre pues febrero solía ser frío y mi bronquitis-asmática arreciaba. La que aparece a mi izquierda es Teresita García, mi mejor amiguita y a cuya casa iba a estudiar todas las semanas. Vivía en un apartamento en los altos de un bar que había en Cristina y Castillo, era la más bajita de aula y fue escogida para entregar los tabacos, bien agarrados en sus brazos. Otra buena amiguita, Rosa Daisy Cabrera, era la encargada por la escuela de la Cruz Roja. Si mal no recuerdo, su casa quedaba en Santa Rosa entre Fernandina y Castillo, cerca de la iglesia de El Pilar. En 1998 tuve noticias de ella: estudió Medicina y trabajaba como pediatra en un hospital habanero.

En sexto grado tuvimos la suerte de volver a tener a la Dra. Carmen Córdoba, la Señorita Carmita: antes, a todas las maestras, fueran solteras o casadas, se les decía Señorita. Después del 59, como los revolucionarios eran anti-buenos-modales, ese tratamiento fue eliminado y junto con el "Compañero" y "Compañera", surgió la "Seño" y el "Profe" y con ellos, el irrespeto. Como casi todos los docentes de mi época, luego de terminada la Escuela Normal de Maestros, la doctora Córdoba hizo la carrera de Pedagogía en la Universidad de La Habana. Con Margarita Córdoba, una hermana suya de más edad y bastante más recta, cursé el cuarto grado.


En enero, la tradición era desfilar vestidas de blanco frente a la estatua del Apóstol en el Parque Central; visitar la "casita" de Martí y entregar una canastilla a una madre de la barriada que hubiera dado a luz el 28. Una vez al año nos reuníamos con el Dr. Gonzalo de Quesada en la Fragua Martiana. También teníamos la responsabilidad de mantener avituallado el botiquín de la Cruz Roja y anualmente salir a la calle con una lata-alcancía, a recoger fondos para la Liga contra el Cáncer. Cada semana, una de nosotras debía ayudar a preparar el Acto Cívico de los viernes: poner y quitar la bandera y la tribuna, hacer de presentadora, leer composiones o recitar poesías. El momento cumbre era la entrega de los diplomas a las ganadoras de El Beso de la Patria (yo lo obtuve en quinto grado, de manos de la Señorita Adolfina).

Esas tareas eran voluntarias: quienes no querían, no participaban. Y no pasaba nada. Lo que realmente valía y se tenía en cuenta era el promedio, resultado de dividir las notas obtenidas en las diversas asignaturas: 90 a 100 puntos, Sobresaliente; 80 a 89, Notable; 70 a 79 Aprovechado, y 60 a 69, Aprobado. Quien no aprobaba tenía que repetir el grado. Había quienes durante los exámenes querían "fijarse" y "copiar", pero para evitarlo las maestras nos separaban y redoblaban la vigilancia. Existía un gran respeto entre las alumnas y también de nosotras hacia las maestras y de éstas a nosotras. Tuve una inmensa suerte de haber nacido en 1942 y haber podido estudiar en una escuela pública con una excelente directora, la Dra. Modesta Ramírez, y un profesorado de primera. Hasta Cusa, la conserje, era una mujer educada y cariñosa! Cuando una profesora faltaba, fuera por uno o varios días, era sustituida por una "suplente", enviada por la dirección municipal de educación.

Las asignaturas que dí en Primaria fueron: Aritmética, Lenguaje, Ortografía, Composición, Caligrafía (método Palmer), Historia, Geografía, Música, Dibujo, Trabajo Manual (costura, bordado, artesanía) y Educación Física. En sexto grado se incorporó Economía Doméstica, impartida por una "hogarista", como se denominaba a las graduadas de la Escuela del Hogar (a las provenientes de la Escuela Normal se les decía "normalistas").

Las clases de Trabajo Manual también estaban a cargo de las "hogaristas" -el 7mo. y 8vo. grados los hice en la Escuela Superior Anexa a la Normal y allí las "hogaristas" nos dieron clases de Cocina; en ese nivel por primera vez dimos clases de Geometría, Álgebra, Física, Química e Inglés, aunque éste ya lo dominaba porque a partir del cuarto grado mi padre me autorizó a matricular en la Escuela Pública Nocturna de Inglés, que de lunes a viernes, a partir de las 6 de la tarde y hasta las 9 de la noche funcionaba en la "Ramón Rosaínz".

Las clases de Música las recibíamos en un aula ubicada en los altos de la escuela, no había pupitres, sino un gran piano. Lucila Peñalver se llamaba nuestra profesora, diplomada del Conservatorio Municipal. Dos veces por semana subíamos a la azotea, para la Educación Física con la Señorita Amelia. Era obligatorio darlas con el vestuario adecuado: pulóver blanco, saya azul abotonada al frente, short también azul, tenis azules y medias blancas. Cada cierto tiempo íbamos a correr al Parque Martí o a practicar voleibol en un terreno deportivo de la cervecería Polar, en Puentes Grandes, Marianao.

Nuestra escuela llevaba el nombre de un prestigioso educador cubano fallecido, Ramón Rosaínz. Se encontraba en Monte y Pila, Cerro, en medio de dos populares barrios habaneros, Atarés y El Pilar, con predominio de familias humildes y trabajadoras, blancas, negras o mestizas. En la calle Pila, situada frente a la escuela, había hileras de modestas viviendas, todas iguales, donde "mujeres de la vida" se dedicaban a saciar los apetitos sexuales de hombres pertenecientes a las clases bajas y marginales.

Más de una demis compañeras de clase fueron hijas, hermanas, sobrinas, primas, de estas prostitutas, pero jamás nadie en el aula o la escuela las menospreció o les echó en cara ese parentesco. Su pobreza y su origen no impidió que algunas fueran excelentes alumnas y continuaran estudios superiores.

Han transcurrido 56 años desde esa foto y todavía hoy me pregunto por qué Fidel Castro y sus barbudos, encabezados por Armando Hart, desmontaron el sistema nacional de enseñanza, público, gratuito y laico. Sí, es cierto, en algunas escuelas había separación por sexos: a una sesión asistían los varones y a otra las hembras. El sexismo fácilmente se hubiera eliminado, sin tener que desbaratar un sistema de calidad y resultados, forjado por educadores de la talla de María Luisa Dolz, Enrique José Varona, Alfredo M. Aguayo, Aurelio Baldor y José Manuel Valdés Rodríguez, entre otros.

Lecturas recomendadas:









Con este recuerdo termino el segundo serial de testimonios sobre mi infancia, que en esta ocasión he hecho coincidir con el 10 de noviembre, día de mi 66 cumpleaños. El primer serial, también de tres partes, pueden leerlo aquí, aquí y aquí.

Tania Quintero Antúnez