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lunes, 18 de abril de 2022

No deberíamos tener que salir de Cuba para sentirnos personas


Sentí desde el balcón de mi casa en La Habana el claxon del taxi que venía a recogerme para ir al aeropuerto. Antes de buscar el equipaje, fui a encender el televisor. Quise saber qué trasmitía el canal principal de la televisión cubana en el momento exacto en el que saldría de la isla por primera vez y por tiempo indefinido. Apreté el botón “on”, busqué el canal —en Cuba hay menos de una decena de canales y todos son del gobierno— y encontré un programa especial que conmemoraba los 63 años de la entrada triunfante a La Habana de Fidel Castro y su ejército rebelde.

Una noche después estaba en Barcelona. Cuando llegué al apartamento donde iba a quedarme, solté las maletas y salí a la calle. Entré al primer lugar que vi abierto. Era un mercado pakistaní bastante pequeño, pero tenía todo lo que en Cuba se consideran lujos y que son tan difíciles de conseguir: huevo, café, aceite, pastillas de jabón, papel sanitario, cepillos de dientes. Tenían todo eso y mucho más.

Salí de Cuba principalmente para dejar de padecer la represión del régimen hacia mí por ser periodista independiente y por contar la realidad del país. Sin embargo, me fui también para dejar de vivir por un tiempo la inadmisible existencia que viven los cubanos hoy. Es difícil sobrellevar una cotidianeidad cuando se cruzan en el camino la falta de libertades y la carestía de la vida.

Desde hace más de cinco años había estado lidiando -como lidian todos mis colegas de la prensa independiente, los opositores, los activistas, los artistas- con el acoso y la persecución del totalitarismo cubano. Porque en Cuba es normal que, si decides alzar la voz para narrar lo que pasa en la nación, encima de ti caerá de manera abrupta y violenta toda la furia de un sistema diseñado para hacer callar a la fuerza a aquellos que se atreven a llevarle la contraria al régimen. A partir de ese momento, en tu vida comienzan a aparecer con frecuencia pasajes de secuestros exprés, interrogatorios policiales arbitrarios, amenazas de cárcel, prisiones domiciliarias, retención de pasaporte para impedirte viajar al extranjero, entre otros muchos.

A esa aura represiva que te rodea, se le suma el actual estado calamitoso del país que es igual de asfixiante. Después del sueño húmedo que se vivió en la isla tras el restablecimiento de relaciones entre Washington y La Habana durante la administración de expresidente de Estados Unidos, Barack Obama, lo que ha venido es una cadena de sucesos que han dejado el nivel socioeconómico de la nación como un cementerio: Donald Trump y sus más de 240 sanciones comerciales y financieras, la pandemia y su consecuente extinción del turismo, las reformas económicas del presidente Miguel Díaz-Canel que intentaron salvar la economía cubana y terminaron sepultándola.

Esa cronología de hechos han provocado una escasez de alimentos, medicamentos y productos básicos en el país que solo se vio antes en la década de 1990, cuando Cuba quedó a la deriva de las ayudas comerciales del campo socialista de Europa del este tras derrumbarse la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La situación es tan límite en la actualidad que el propio gobierno declaró que la inflación de los precios es de más del 70% y el peso cubano, según Bloomberg, comenzó el año como la moneda del mundo más depreciada por su devaluación de 95.83%.

Aquí en Barcelona no sólo he encontrado todas las necesidades básicas que no hay en Cuba, sino que muchas de ellas tienen un valor inferior a lo que cuestan en la isla, un país cuyo gobierno lleva más de seis décadas jactándose de que toda su gestión es para mejorar el día a día del pueblo y que fuera de sus fronteras la vida es más dura y triste. Cuando es justamente todo lo contrario.

Mientras escribo esta columna, en Cuba siguen sucediéndose los juicios contra los manifestantes de las protestas de julio de 2021. En este proceso ya han sido encausadas 790 personas y 20 ya fueron sentenciadas hasta con 20 años en prisión. El régimen está condenando con penas excesivas a menores de edad, a ancianos, a personas inocentes que salieron a las calles con la intención de decir: “Basta, queremos un cambio en nuestras vidas”. Los activistas de la sociedad civil que han decidido ir a acompañar el dolor de esas familias destrozadas por la impunidad, están siendo reprimidos porque en Cuba ni siquiera hay espacio para la solidaridad ciudadana.

Fui como periodista a estas protestas para documentarlas, pero también grité Abajo la dictadura y Libertad. A mí también un agente vestido de civil intentó detenerme con golpes: por suerte logré escapar. Hoy podría estar siendo juzgado también sin haber cometido ningún delito.

Estoy en Barcelona a salvo y no dejo de pensar en cuándo llegará el fin de esta desgracia que vivimos los cubanos. Ojalá sea pronto. Para que ni uno más de nosotros tenga que salir de la isla para sentirse persona.

Abraham Jiménez Enoa
The Washington Post, 16 de febrero de 2022.

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