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lunes, 16 de septiembre de 2019

Madan Bemba Colorá


Sí, es verdad que ahora hace dieciséis años que se murió. Lo que no ha podido hacer el tiempo, ni ninguna patología, es callarla, porque la voz de Celia Cruz, las sonoridades y las armonías de sus canciones, estallan y viven de pronto en las emisoras, los tocadiscos y todos los aparatos difusores.

Y es que escucharla es un placer sin fronteras y una necesidad rotunda, para sentirse uno como un ser humano y sensible que es parte y disfruta de ese planeta especial y cálido donde reina la música.

No hay nada que saque a aquella mulata habanera de las fiestas y los jolgorios del mundo hispano, porque esa mujer de 77 años, que se fue de viaje definitivo en New Jersey, el 16 de julio de 2003, dejó a las personas que suelen soñar por el oído unas 800 canciones, grabó unos 70 álbumes, se ganó 23 discos de oro y recibió cinco premios Grammy.

De Celia Cruz, permanece también su decencia y educación como ser humano. Su respeto por la libertad de Cuba, de la que salió en 1960. Su proverbial profesionalismo y el magnetismo de su trabajo en el mundo entero, donde llegaba a los escenarios con todas las lentejuelas del mundo en sus vestidos, las pelucas más desafiantes y rimbombantes y, cómo no, con los tacones tan grandes en sus zapatos que algunos se coleccionan hoy en museos y casas de cultura.

Para evocar a la gran artista, en su verdadera dimensión como una cubana natural por encima de premios, medallas, títulos, emblemas universitarios y elogios sin medidas, me gusta compartir con los lectores estas palabras de su albacea, Omer Pardillo: “Celia siempre tuvo un valor enorme que yo le reconozco: mujer, negra, pobre, que sale de una isla y conquista el mundo. Celia se hizo sola, no tuvo aquel padrino que la ayudara. Fue una mujer muy positiva, hasta en su propia enfermedad le miró el lado positivo. Fue una artista que subió a lo más alto, pero se quedó con los pies en la tierra.”

La figura que internacionalizó piezas como Burundanga, de Oscar Muñoz; Cao Cao maní picao, de José Carbó, o Bemba colorá, de José Claro Fumero, y que hizo bailar y cantar al público en el mundo, dejó bien clara su posición con relación al proceso político de su país después que el dictador Fidel Castro le negó la entrada a su patria para asistir al velatorio de la señora madre de la cantante, en abril de 1962.

Hay aquí unas ráfagas urgentes de Celia Cruz como ser humano, como persona sin pomposidades ni vanidades. Lo que viene ahora, lo que toca, es ponerse a oír su música y sin tener en cuenta desde que parte del cielo está cantando.

Raúl Rivero
Blog de la FNCA, 19 de julio de 2019.
Leer también: La bella historia de Celia Cruz y de su esposo Pedro Knight.

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