La Operación Pedro/Peter Pan constituye uno de los mayores éxodos infantiles registrados en la historia moderna, con el cual más de 14.000 niños cubanos emigraron a los Estados Unidos entre el 26 de diciembre de 1960 y el 22 de octubre de 1962 (si bien algunos autores sugieren que siguió funcionando aún mucho después), con la previa colaboración de las iglesias cubana y norteamericana (fundamentalmente la católica, aunque también la judía y protestante), el Departamento de Estado y la CIA, además de redes contrarrevolucionarias activas en la Isla.
Poco más de la mitad de esos niños fueron acogidos durante semanas, meses e incluso años en campamentos juveniles, casas de adopción, orfanatos y hasta centro delictivos o de salud mental para menores esparcidos por más de una treintena de estados norteamericanos. La mayoría logró reencontrarse con sus familiares tarde o temprano, aunque ciertamente no todos lo consiguieron. Así mismo, algunos sufrieron experiencias traumáticas, que van desde la separación de los padres hasta la convivencia solitaria en un medio y cultura desconocidos, incluyendo, también en casos más específicos, historias de abusos físicos, psicológicos y sexuales.
Poco más de la mitad de esos niños fueron acogidos durante semanas, meses e incluso años en campamentos juveniles, casas de adopción, orfanatos y hasta centro delictivos o de salud mental para menores esparcidos por más de una treintena de estados norteamericanos. La mayoría logró reencontrarse con sus familiares tarde o temprano, aunque ciertamente no todos lo consiguieron. Así mismo, algunos sufrieron experiencias traumáticas, que van desde la separación de los padres hasta la convivencia solitaria en un medio y cultura desconocidos, incluyendo, también en casos más específicos, historias de abusos físicos, psicológicos y sexuales.
A fines de noviembre de 2002, Roberto Rodríguez Díaz, de 52 años, atraviesa tranquilamente los salones del aeropuerto Muñoz Marín, en San Juan, Puerto Rico. Viste camisa clara de mangas largas, pantalón de pitusa y zapatillas deportivas, el cabello corto y castaño peinado con gel hacia atrás. Al pasar frente a una de las pizarras de chequeo, busca con la mirada el horario de partida del vuelo con destino Filadelfia, Estados Unidos. Cuando se percata de que falta casi una hora para abordar, echa mano de la maleta y camina por la terminal.
Transcurridos unos minutos advierte entre la muchedumbre un banco desocupado y se dirige con paso rápido hacia él. Una vez recostado sobre el asiento, escucha distraído el eco molesto de los altoparlantes informando el parte de salidas y llegadas. A su alrededor, la rutina propia de los aeropuertos. Después de un tiempo incontable, mira de nuevo el reloj. Poco menos de media hora para abordar. Ansioso y sin nada que hacer, toma un periódico que alguien ha dejado a su lado y comienza a hojearlo. Lee de reojo los titulares, chequea un par de tablas en las páginas deportivas, hace un último intento con las culturales. Instantes después, decidido casi a dejar el diario y buscar algo más en qué entretenerse, repara por casualidad en una nota sobre Venezuela.
Según la publicación, la oposición venezolana, enfrascada a muerte en su lucha contra Hugo Chávez, prepara un programa para sacar niños del país y librarlos del socialismo. Rodríguez se incorpora lentamente sobre el asiento, sujeta tenso el periódico y piensa que no puede ser.
Lee la noticia una, dos, tres veces más, y piensa que no puede ser. También piensa: esto ya sucedió. También piensa: ¡esto me sucedió a mí! No ha terminado aún la última lectura cuando un sinnúmero de recuerdos terribles, enterrados minuciosamente hace mucho tiempo atrás, comienzan a desfilar, sumiéndolo de repente y durante las más de cuatro horas que dura el trayecto a los Estados Unidos, en un profundo estado de shock.
Años después dirá que aquella noticia hizo como un clic en su interior y que, por más que lo intentó, apenas pudo contenerse en el avión. Que la señora sentada a su lado preguntó asustada: “¿Qué pasa? ¿Se siente mal?”, y que a duras penas, ahogado entre sollozos, alcanzó a responder: “No se preocupe, no me pasa nada”. Que llegado a Filadelfia se desahogó con un amigo por primera vez en casi cuarenta años. Que luego se dirigieron ambos a Texas, donde celebrarían Acción de Gracias, y que en medio de la fiesta tuvo otro desplome nervioso. Que el resto de sus amigos quiso saber qué ocurría y entonces debió contarlo todo. Que alguien a sus espaldas dijo enseguida de ir y presentar una denuncia, pero que en ese momento no tuvo fuerzas y en cambio sí mucho miedo. Que dos o tres días después, más calmado y durante una escala en Miami, escribió en una libreta hasta el más mínimo recuerdo de sus primeros años en los Estados Unidos. Y que poco antes de regresar a San Juan, en un arranque de valentía como nunca antes, respiró hondo y se tragó el miedo antes de marcar el número del abogado Ron Weil.
Si Roberto Rodríguez Díaz no hubiese tomado en sus manos aquel periódico en el aeropuerto Muñoz Marín un día cualquiera a finales de noviembre de 2002, probablemente esta historia no sería. Sin embargo, ahora, luego de no pocas batallas consigo mismo y más de un revisita al pasado, Rodríguez se convierte en la primera persona en acusar públicamente a la Diócesis de Miami por abusos sexuales y psicológicos cometidos contra su persona entre 1962 y 1966, como uno de los más de 14 mil niños que emigraron de Cuba mediante la Operación Pedro/Peter Pan.
Son las nueve de la mañana del 15 de marzo de 2015 y Rodríguez conversa tranquilamente mientras acaba una taza de café. Estamos en la cocina-comedor del que muy pronto será su apartamento, ubicado en un antiguo edificio en la intersección de San Ignacio y Tejadillo, a un costado de la Catedral, en La Habana Vieja. Terminado el último sorbo, coloca gentilmente la taza sobre el plato, echa ambos a un lado y se acomoda en el asiento.
¿Cómo supieron de la Operación en su familia?
-A través de los hermanos maristas del Colegio de La Víbora, donde estudiaba yo. Uno de ellos fue un día a casa a contar que el Gobierno recién había firmado una ley para quitar la patria potestad y que a partir de entonces los niños estudiarían en países soviéticos, donde serían adoctrinados. Eso hizo que mis padres entraran en pánico. Ninguno de los dos quería vivir bajo un gobierno comunista, aunque creo que por esa época no mucha gente lo deseaba. Mi papá, de hecho, participó en actividades contrarrevolucionarias por toda la Isla.
¿Qué más les dijo el marista?
-Que lo mejor era mandarme para los Estados Unidos, donde la Iglesia se ocuparía de cuidar a los niños hasta que pudiesen regresar a Cuba o, de lo contrario, hasta que los padres pudiesen ir para allá. Años después me enteré de que parte del plan era sacarnos para que los mayores lucharan contra el régimen, aunque en aquel momento no fue eso lo que se habló.
Y sus padres decidieron mandarlo.
-Ellos estaban de acuerdo con el hermano en que lo mejor era enviarme allá, donde estaría a salvo, pero dejaron que fuese yo quien decidiera. Ese mismo día, más tarde, me lo explicaron todo sentados en el sofá y al final dijeron: “Te vas para los Estados Unidos o para la Unión Soviética, tú eliges”. Y escogí lo primero, para no decepcionarlos.
¿Qué edad tenía entonces?
-Once. Era el año 1961.
¿No le dio miedo irse solo?
-En ese momento no, porque me habían dicho que viviría y estudiaría en una escuela católica, bajo la tutela de la Iglesia, y como yo estudiaba en un colegio religioso pensé que sería igual. Además, en el caso de que la Revolución no cayese, sería fácil reclamarlos desde allá.
Una semana más tarde, Rodríguez y su padre fueron enviados por el hermano marista a visitar la óptica El Prisma, ubicada en la calle Neptuno. Al llegar, tomaron asiento y esperaron tranquilamente hasta ser los únicos clientes en el salón. Solo entonces el dependiente los atendió.
-Mi padre le preguntó si tenía espejuelos calobar claros, que era la seña para buscar los papeles de la Operación, porque era todo muy clandestino.
El dependiente, habiendo entendido el motivo de la visita, los condujo en silencio hacia el segundo piso del edificio, donde les fueron entregados los documentos necesarios para su viaje a los Estados Unidos, incluido el pasaje, dispuesto para el 30 de diciembre.
-Esa misma tarde acompañé a mami y a papi a comprar los regalos de Reyes Magos para mi hermana. Ellos querían que los ayudara a escoger las muñecas, pero qué va, yo no podía porque estaba en shock. No dejaba de pensar que en apenas un mes me iría solo y que ni siquiera estaría para Reyes.
¿Qué recuerda de esas últimas semanas?
-En realidad durante ese tiempo traté de no pensar mucho en lo que se venía, quizá para no echarme atrás.
¿Y del día antes?
-Muy poco, solo que celebramos la fiesta de cumpleaños de Lupita y que cuando todo terminó, pedí irme con mis tíos. No quise estar más tiempo en la casa, supongo que para evitar una despedida dolorosa.
¿Recuerda algo de esa noche?
-De la noche sí. Fue mortal, como si en ese momento chocase contra una pared. No pude dormir. Me puse a pensar si era correcto lo que iba a hacer, que al día siguiente iría para un lugar completamente desconocido, no sabía de veras si para una escuela católica, y que a lo mejor hasta era todo inventado. Estaba tan metido en aquello que ni siquiera recuerdo haber escuchado el tren que pasaba todas las noches por detrás de la casa.
¿Y del día siguiente?
-Ese día fue bien fuerte. En casa de mis tíos no se dijo nada. Absolutamente nada. Temprano en la mañana desayuné café con leche y tostadas con mantequilla y luego terminé de hacer la maleta en el cuarto. Fuimos para el aeropuerto por la tarde, como a las dos, en el carro de mi tío, un Chevrolet rojo del 48. Nadie hablaba, ni siquiera yo, que solía leer siempre en voz alta los letreros de la carretera. Esa vez el silencio fue total. Yo tenía la mente en blanco.
¿Y después, cuando llegaron al aeropuerto?
-La despedida afuera fue muy rápida, pero también triste. Papi no llegó a tiempo porque tuvo un malentendido con los milicianos. Al momento vino un hombre y me entró para la Pecera (1). Al poco rato llegó mi padre, pero ya solo pude saludarlo desde el otro lado del cristal. No alcanzamos siquiera a escuchar lo que nos dijimos.
Se habrá sentido terrible.
-Imagínate. Yo trataba de mostrarme lo más fuerte posible, pero era bien difícil, porque estaba metido en aquel cuarto, viendo a mis familiares a través de un vidrio, sin poder oírles, sin poder hablarles, rodeado de niños que no paraban de llorar.
¿Lloró usted?
-Al principio no. Yo trataba de aguantar, porque sabía que si me dejaba llevar por las emociones me sacarían de allí.
¿Y no era eso lo que quería, que lo sacaran de allí?
-Pero no lo que querían mis padres.
¿Cuándo fue que lloró?
-Estando ya dentro del avión. Entonces sí me rompí.
Más tarde, en un momento indeterminado, Rodríguez dirá que siempre ha sido un hombre solitario y al parecer no le falta razón. De momento sabemos que vive solo, que no tiene hijos y que tampoco se le conoce pareja. Por lo demás, suele hablar despacio, en voz baja, acompañando las palabras con gestos tranquilos, si bien algo toscos. La expresión de su rostro es noble pero sobre todo frágil, atravesada a ratos por un rictus muy leve, casi inexistente, como de desamparo. Aunque parece siempre afable e incluso a veces jovial, resulta imposible no percatarse de cierta tristeza vieja acumulada en la mirada, una tristeza que, si se quiere, es como una neblina muy fina siempre a punto de desvanecer. Por eso, si uno se toma un instante y le mira con atención, puede llegar a creer que Rodríguez no es en realidad un adulto, sino más bien, digámoslo así, la continuación de un niño roto.
Sobre las ocho de la noche del 30 de diciembre de 1961, la aeronave holandesa KLM en la que viajaba Rodríguez aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Miami. En la terminal, dos hombres vestidos de cuello y corbata esperaban por los menores provenientes de Cuba, quienes, luego de responder las preguntas de rutina y obtener el status de refugiados, fueron subidos en fila a bordo de un autobús.
¿Adónde los llevaron?
-A los campamentos. Primero fuimos al de Matecumbe. Le decían “el infierno verde”, porque era en medio del monte, como si nos hubiesen soltado en el Escambray. Ni siquiera se veían las luces de la carretera. Los niños vivían en chozas de madera, imagino que dormirían cerca de ochenta en cada una de ellas.
¿Quiénes se quedaron allí?
-Los mayores, los que tenían entre quince y dieciocho años, que era el tope de edad para la Operación. La mínima, he llegado a escuchar, fue hasta de dos. Yo me asusté mucho porque nunca fui de campo, sino de ciudad, y aquello era una boca de lobo. Había muchachos por doquier, pero incluso así inspiraba una soledad tremenda. Yo llegué a sentir, no sé, como que no debía estar allí.
¿Adónde los llevaron después?
-Al campamento Florida City, donde me quedé durante los primeros cuatro meses. Años atrás había sido una base aérea. Básicamente consistía en barracas militares convertidas en apartamentos que quedaban al cuidado de matrimonios cubanos. Había lo mismo hembras que varones, pero estos últimos menores de doce. Yo caí allí al borde, como quien dice.
¿Tenían alguna rutina?
-Durante las mañanas íbamos a clases y por las tardes podíamos hacer cualquier cosa: leer, dibujar, jugar a la pelota, lo que quisiéramos.
¿Qué hacía usted?
-Me trancaba en el cuarto y encendía la televisión.
¿Era eso lo que le entretenía?
-No. En realidad ni siquiera le prestaba atención.
¿Qué hacía entonces?
-Nada. No hacía nada. Me trancaba sencillamente para evitar cualquier tipo de contacto.
¿Y eso por qué?
-Supongo que porque a los pocos días de haber llegado, un niño que al parecer llevaba ya algún tiempo allí me dijo que mejor no hiciera amistad con nadie, porque al final todos se iban y uno se quedaba solo. Eso me asustó y sencillamente decidí encerrarme.
¿Adónde lo enviaron después?
-A casa de una familia norteamericana.
No sabemos exactamente por qué Rodríguez escogió este apartamento en la intersección de San Ignacio y Tejadillo para vivir en Cuba cuando regrese, pero sí que le tiene enamorado. Ahora mismo, mientras conversamos, se encuentra casi desamueblado, a excepción de la mesa, un pequeño refrigerador, un par de sillas sin parentesco y una cama colonial. Quizá por ello la sensación de vacío adentro es tremenda. El estado del lugar no es terrible, pero tampoco para festejar. Las paredes están mal pintadas, el suelo desnivelado, algunas losas del baño rajadas, las cañerías del lavabo filtradas, el hierro de los balcones oxidado. En algunas de las habitaciones no hay lámparas siquiera, sino bombillas que cuelgan del techo. Por horrible que pueda sonar, no entiendo el enamoramiento de este hombre.
Tras su salida del campamento Florida City, Rodríguez pasaría los próximos dos años y cuatro meses en compañía de los Pangerl, un matrimonio norteamericano asentado en el condado de Pompano Beach, en la Florida, y también de sus cinco hijos: Glenn, Greg, Lynn, John y Lea, los últimos cuatro adoptados.
¿Cómo fue a dar con ellos?
-En las iglesias, durante la misa de los domingos, los sacerdotes decían que tenían bajo su cuidado tal cantidad de niños cubanos y que necesitaban casas donde poder ubicarlos. Entonces las familias los pedían y ellos simplemente se los daban.
¿Cualquier familia podía hacer la petición?
-Cualquiera. La Iglesia solo buscaba que tuviesen condiciones suficientes como para mantenerlos. La mayoría de esas familias, tengo entendido, eran católicas, gente que regularmente donaba dinero.
¿Qué tal la estancia con ellos?
-Al principio se podría decir que me gustó. Durante las primeras semanas tuvimos que comunicamos mediante diccionarios bilingües porque ninguno de ellos hablaba español, pero por suerte aprendí el inglés rápido y a los seis meses ya lo dominaba bien. Por lo demás, iba a la escuela, asistíamos los domingos a misa, en ocasiones desayunábamos en el Cupcake House, por las noches nos turnábamos para fregar los platos, e incluso aprendí algo de piano y trompeta. No estuvo mal, al menos durante los primeros seis meses.
¿Qué sucedió entonces?
-Un día uno de los niños rompió algo, no recuerdo qué exactamente, pero sí que Pangerl se levantó de inmediato del asiento, lo agarró por la cabeza y lo tiró contra el piso. Enseguida miré asustado a Glenn y al resto sin entender lo que sucedía, pero nadie dijo nada. Más tarde, en la habitación, me explicaron que esa era una escena bastante habitual en casa, al menos hasta mi llegada; algo que ellos creían no volvería a ocurrir mientras estuviese yo allí.
Tiempo después, Rodríguez comprendería todo. Si los golpes habían desaparecido tras su llegada era por los ingresos que mensualmente la Iglesia depositaba en la cuenta de los Pangerl como tutores de un niño cubano. Al pensar que su estancia con ellos sería corta, el matrimonio prefirió guardar las apariencias, de forma que no fuera él a quejarse con los representantes de Caridades Católicas y ellos, en cambio, pudiesen seguir beneficiándose del dinero.
-Luego de esos seis primeros meses, cuando pensaron que mis padres ya no irían para los Estados Unidos, fue que decidieron mostrar su verdadera personalidad.
En cualquier caso, lo cierto es que desde esa primera vez, asegura, las golpizas se tornaron regulares, si bien a él nunca le pusieron un dedo encima.
-Era una violencia de golpes, fundamentalmente a la cabeza.
¿Y no les quedaban marcas? ¿Nadie se daba cuenta de ello?
-A veces quedaban marcas, claro, pero no sucedía nada, porque en aquel entonces era permisible por la ley disciplinar a los niños. Ni siquiera tenía sentido poner una denuncia.
La experiencia más aterradora, no obstante, la sufrió la pequeña Lea. Rodríguez no recuerda el motivo del castigo, solo que un día, cerca de las diez de la noche, el señor Pangerl montó a todos en su carro y, sin decir nada a nadie, enfiló hacia Liberty City, un barrio marginal de Miami. Al llegar a una calle solitaria, apenas iluminada, parqueó, se bajó, sacó a la niña a la fuerza, montó de nuevo en el coche y apretó el acelerador, dejando a la criatura absolutamente a su suerte, inmóvil en medio de la oscuridad.
-Yo no podía creer que alguien fuera tan salvaje. Ese día no se veía a nadie por todo aquello y él la dejó allí, sola en medio de la calle. Antes le había dicho: “Aquí te recogimos y aquí te dejamos”, y ella no había hecho nada, una tontería, algo que seguramente no merecía ni una nalgada.
¿Qué sucedió luego?
-Cuando arrancó le gritábamos que volviera, que la recogiera, y llorábamos, y aquel hombre frío totalmente, como quien no siente nada, hasta que al fin dio media vuelta y la recogió. Cuando llegamos la niña estaba justo en el mismo lugar donde él la había dejado, llorando y dando gritos.
¿Cree que se arrepintió de lo que había hecho?
-Yo siempre he creído que su objetivo no era dejarla allí abandonada, sino asustarnos, darnos un escarmiento, porque ellos eran así, castigaban por cualquier cosa, como si fuésemos militares. Decían que de esa forma los habían criado a ellos y que por tanto así criaban ellos a sus hijos.
¿La señora Pangerl también?
-Ella no. Ella simplemente no hacía nada. Iba para el cuarto, se encerraba y que pasara lo que pasara.
¿Se comunicó con su familia durante ese tiempo?
-Muy poco. A veces llamaba, cuando se podía, porque no era fácil establecer conexión con Cuba. Además, únicamente podía hablar con mi tía, que sabía inglés, porque llegado un momento olvidé por completo el español. Cuando intentaba decir algo solo me salían estupideces que ni mami ni papi podían entender.
¿Nunca les contó de los abusos que veía en casa de los Pangerl?
-No, no quería que supieran lo que estaba pasando.
Ello, sin embargo, no impidió que tomase sus propias precauciones. Desde aquel primer incidente ocurrido seis meses después de su llegada, Rodríguez memorizó el número de Caridades Católicas y buscó siempre asiento cerca del teléfono. Según dice, no estaba dispuesto a aguantar un golpe allí.
Por eso, cuando en la mañana del 4 de agosto de 1964, al escapársele de las manos el vaso de leche del desayuno, vio que el señor Pangerl se levantaba de su asiento al parecer dispuesto a reprenderle, no lo pensó siquiera dos veces antes de descolgar el auricular. "Marqué enseguida a Caridades Católicas y les pedí que mefuesen a buscar lo antes posible. Cuando él vio que levanté el teléfono se quedó tieso, sin saber qué hacer".
Acto seguido, dejando a todos congelados en el comedor, Rodríguez se dirigió a su cuarto, guardó las pocas pertenencias que tenía en una valija y tomó el camino de la entrada de la casa, donde aguardó impaciente que lo recogieran mientras los otros cinco niños, apretujados tras una ventana, le gritaban en vano: “Don’t go!”.
Rodríguez es tan sencillo como esas cosas que le gustan. Las recetas de la paladar Doña Eutimia, por ejemplo, o la alegría de la música en las plazas. Pero también el ruido estremecedor de La Habana, la brisa fresca del malecón, la feria naif de Prado o ver a los niños correr. (Segunda parte y final de este relato, el jueves 4 de enero de 2018).
Javier Roque
El Estornudo, 30 de octubre de 2017.Foto: Tomada del blog Annalisa Colzi.
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