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lunes, 4 de noviembre de 2013

Diez años en Suiza



A las 8 de la noche del martes 25 de noviembre de 2003, mi hija Tamila, entonces con 39 años, mi nieta Yania de 9 años y yo con 61 años recién cumplidos, dejamos Cuba rumbo a Suiza, cuyo gobierno desde el mes de junio nos había concedido asilo político a nosotras tres y también a mi hijo Iván, quien dejó pendiente su viaje por motivos "imponderables" (ya en Suiza supe que el "imponderable" había sido el nacimiento de su primera hija, una nieta que no conozco).

Viajamos en un Boeing 747 de Air France. Podíamos traer más de 60 kilos de equipaje, pero sólo trajimos una mochila cada una y la vieja maleta de piel verde, de la marca cubana Thaba, la misma que en 1979 utilicé para viajar como reportera de la revista Bohemia a la República Democrática Alemana.

Alrededor de las 10 de la mañana del miércoles 26 de noviembre llegamos al aeropuerto Charles de Gaulle, en París. Después de recorrer buena parte de esa terminal aérea y pasar media docena de controles, a las 12 del día estábamos listas para abordar el City Jet que nos llevaría a Zürich. Había empezado a lloviznar y la temperatura era de 9 grados. Al aeropuerto de Zürich llegamos a las 2 de la tarde.

Sobre las 4 de la tarde tomamos un tren rumbo a Kreuzlingen, en Thurgau, cantón de la parte alemana de Suiza, fronterizo con Alemania. En Kreuzlingen radica uno de los centros de solicitantes de asilo y por donde es obligatorio pasar para vacunarse y otros trámites de rigor. Allí estuvimos una semana.

El 4 de diciembre por la mañana salimos en tren rumbo a Lucerna, el cantón donde finalmente residiríamos. En Zürich había que bajarse, para tomar otro tren rumbo a Lucerna. Pero el resto del trayecto lo hicimos en el auto del abogado peruano Ulises Rozas, a quien Sister Miriam, monja católica que hablaba español y nos "descubriera" en Kreuzlingen, le había hablado para que nos ayudara y asesorara. Ulises nos propuso quedarnos en Zürich, pero preferimos la tranquila "aldea", como a Lucerna suelen decirle los zuriqueses.

Luego de trámites de rigor en la Oficina para la Migración en Lucerna, sobre las 4 de la tarde Ulises nos dejaba en Sonnenhof, antiguo inmueble reconvertido en albergue para solicitantes de asilo, en Emmenbrücke. Allí estuvimos hasta el 29 de enero de 2004, cuando nos trasladaron para Ritahaus, edificación moderna de tres pisos, muy cerca del Lago de los Cuatro Cantones. En el pasado, había sido residencia de religiosas católicas, pero ahora mujeres y niños, de África, Asia, Medio Oriente y la ex Yugoslavia, aguardaban allí la decisión de si iban a ser aprobados o no sus casos, y podrían quedarse en el país, o tendrían que retornar a sus naciones de origen. Las únicas cubanas éramos nosotras, que ya teníamos ratificado el asilo político.

En Ritahaus vivimos con menos comodidades que en Sonnenhof, donde teníamos una habitación amplia para las tres, y la cocina, baño y ducha la compartíamos con pocas familias, pero sobre todo porque nos habíamos adaptado bien a la disciplina y al trato de las personas que dirigían el centro. El lado negativo de Sonnenhof era que en el primer piso vivían hombres solteros, procedentes de naciones, culturas y creencias muy distintas, y la convivencia era conflictiva. En dos ocasiones presenciamos cómo se fajaron, con puñetazos, cuchillos y la inmediata presencia policial.

También en Sonnenhof vivimos un principio de fuego, una madrugada de diciembre de 2003, en plena nevada. Tuvimos que salir rápidamente de nuestras habitaciones y agruparnos en la planta baja. Los bomberos demoraron unos 5 minutos en llegar. Por suerte, todo quedó en un susto: un cigarrillo en el cesto de papeles del baño de hombres. El humo hizo detonar la alarma contra incendios, conectada a la unidad de bomberos más cercana.

El 3 de febrero de 2004, unos días después de habernos mudado a Ritahaus, mi nieta Yania comenzó en la escuela. En septiembre de 2003 ella había empezado el 4to. grado en el antiguo Instituto Edison, a tres cuadras de nuestro domicilio en la barriada habanera de La Víbora. En Lucerna fue matriculada en una aula junto a unos doce niños extranjeros, a los cuales el profesor Herr Imhof les enseñaba alemán, para que pudieran matricularse en escuelas suizas.

Ya en el mes de mayo consideraron que Yania había adquirido un dominio básico del idioma y la trasladaron al 3er. grado o 3ra. clase en St. Karli, colegio primario a dos cuadras de la casa. Cuando en junio el curso terminó, la habían promovido a la 4ta. clase. En St. Karli concluyó la 6ta. clase. En el curso 2007-08 comenzó la secundaria en Marihilf, en el nivel C, y lo terminó en el nivel A, sin pasar por el B. Actualmente cursa el bachillerato en la Kantonsschule Musegg Luzern.

Por su edad, es la que más oportunidades tiene en este pequeño gran país. Y la que más ha aprendido en estos diez años, sobre todo idiomas. El que más habla es el alemán y el suizo-alemán, después el inglés y el francés y el que menos, el español, solo en la casa. Además de TV en español, la vemos en italiano, que tanto ella como su madre y yo entendemos bastante, igual que el portugués y el gallego. Cuando un muchacho habla más de dos lenguas, con facilidad aprende otras.

Un mes después de Yania haber empezado en la escuela, el 1 de marzo de 2004, nos mudamos al apartamento donde todavía seguimos viviendo, en un edificio viejo, situado en un barrio de inmigrantes, lo más parecido a Centro Habana que en Lucerna se puede encontrar: tráfico, ambulancias, bomberos, patrullas policiales... y trenes, muchísimos más trenes de los que pasaban por el Café Colón.

Pude haber escogido otro barrio, más tranquilo y bonito. Pero en Cuba siempre viví en lugares céntricos, con ruido y hollín: desde que nací y hasta 1979, viví a dos cuadras de la Esquina de Tejas. Y del 79 hasta el 25 de noviembre de 2003, al doblar del Paradero de la Víbora, frente a la Plaza Roja.

Otra experiencia fue constatar que el machismo no tiene fronteras. Recuerdo los episodios violentos de un joven de Irak, quien junto con su novia y su suegra habían logrado salir del país después de la caída de Sadam Hussein. Era extremadamente celoso con la muchacha y más de una vez nos mantuvo en vilo en Sonnenhof y también en Ritahaus, donde ella y su madre habían sido trasladadas. El ex novio merodeaba por los alrededores, y cuando las responsables se enteraban, tenían que llamar a la policía. El final de ese caso de violencia de género concluyó con la expulsión del iraquí de Suiza.

La mayoría de los extranjeros que en esas trece semanas convivieron con nosotras tenían su situación en el aire, pendientes de que les aprobaran o negaran el asilo y los deportaran. A pesar de las diferencias idiomáticas, uno podía saber, intuír, quién realmente era una víctima y quién se había fabricado una historia, respaldada por documentos falsificados. Ni en la mejor universidad se aprende tan rápido a distinguir entre la verdad y la mentira. Si de Cuba salí con un sexto sentido, en Suiza adquirí el séptimo.

Han transcurrido diez años y hoy valoro aquel tiempo como una experiencia positiva, que me enriqueció como persona y como periodista. Aprendí que tu problema no puedes verlo a través de tus ojos: tienes que verlo a través de los ojos de otros.

Y que lo que pasa en tu país cuando lo comparas con lo que pasa en otros, puede ser minúsculo.

Me alegro de haber vivido en carne propia con realidades tan distintas. Si de La Habana salí consciente de que Cuba nunca ha sido el ombligo del mundo, ahora pude constatarlo en primera persona.

Esas vivencias siempre se las agradeceré a Suiza, nación geográficamente pequeña, pero de gente fuerte como las rocas de los Alpes. Hombres y mujeres que no se andan con melindres y a quienes admiro por su seriedad a la hora de trabajar.

En mis planes nunca estuvo irme de Cuba, pero ya que me tuve que ir, con 61 años cumplidos, lo menos que puedo hacer es aprovechar un exilio con mucho de instructivo y poco de dorado. Ojalá hubiera venido con veinte años menos, para haber podido trabajar: trabajando es como más se aprende.

En Suiza las mujeres se retiran a los 64 y los hombres a los 65. La esperanza de vida es de 76 años para ellos y de 82 para ellas. Si a ese último dato añado la tendencia a la longevidad de mi familia materna, tal vez sobrepase los 80. Si es con lucidez; si no, mejor irse antes.

Mi vida, como la de casi todos los seres humanos, ha estado dividida en capítulos. En 1959 comencé uno, con muchísimas páginas, cerradas en 1995, cuando me hice periodista independiente de Cuba Press. En el 95, abrí otro, de ocho años de duración. Lo cerré antes de montar el avión de Air France: el Boeing se podía caer y ahí todo finalizaba.

Cuando alrededor de las 2 de la tarde del miércoles 26 de noviembre de 2003 llegamos al aeropuerto de Zürich, otro capítulo quedó abierto. No sé si es el último o el penúltimo. Lo que si sé es que tengo que aprovechar la oportunidad de, a los 61 años, haber podido emprender una nueva vida en uno de los países más tolerantes y democráticos del mundo.

Tania Quintero

Fotocopia de una entrevista publicada en la revista Aministie International en septiembre de 2004. La foto nos la hizo la fotógrafa Jutta Vogel, en un parque cercano a nuestra casa en Lucerna y fue hecha en marzo de 2004. De izquierda a derecha, mi hija Tamila García, mi nieta Yania Betancourt y yo.

Leer también: Dossier Refugiados en Suiza.

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