Tomé café y salí de la casa a buscar el M-3, el camello que me dejaría cerca del Nuevo Vedado. Había quedado con Juan Antonio Sánchez, Ñico, en encontrarnos a las diez de la mañana en el domicilio de Vladimiro Roca. De ahí partiríamos hacia la Embajada Checa, a unos cien metros de distancia.
Por si volaba el turno de almuerzo, en el timbiriche de la calle O’Farrill compré dos frituras de harina de castilla sazonadas con sal y cebollinos. Pagué con una “monja” (billete de cinco pesos). Los tres pesos de vuelto los reservé para tomarme un batido de mamey en una cafetería particular en la Avenida 26, cerca del Zoológico.
En el bolsillo del pantalón me quedarían tres monedas de veintes centavos: dos para coger la ruta 27 rumbo a la casa de Raúl y una para retornar de Centro Habana a la Víbora en el M-6, uno de los siete camellos que a diario repletos de pasajeros atravesaban la ciudad.
Alrededor de las once y media de la mañana salimos de la Embajada Checa. A unos doscientos metros, a un costado del Parque Zoológico, Ñico y yo fuimos interceptados por un carro patrullero. Un alto y fornido policía de pelo claro, con más pinta de alemán que de cubano, después de pedir nuestros carnés de identidad y pese a nuestras protestas, nos hizo montar en el asiento trasero del patrullero. El grandulón se sentó en el medio, Ñico quedó a la izquierda y yo mirando por la ventanilla derecha. Delante iban dos policías más: uno manejando y el otro, por si acaso...
No demoramos ni diez minutos en llegar a la estación de policía, en Zapata y C, en la esquina del hospital Fajardo. Cuando nos bajamos, el gigantón fue a sacar los bolsos del maletero, oportunidad que Ñico aprovechó para acercarse y susurrarme: “Mantente así, tranquila. Tú no sabes nada, cualquier cosa, me echas a mi la culpa”.
El rubio se dio cuenta, lo mandó a callar y nos dijo que teníamos prohibido hablar. Entramos a la unidad policial, cada uno con sus respectivos bolsos. A Ñico lo sentaron en un banco alejado del mío, pero nos podíamos ver y empezamos a comunicarnos por señas.
En cuanto se percataron del “lenguaje de signos", a Ñico lo ubicaron fuera del alcance de mi vista. Me quedé en el mismo banco, debajo de una ventana cuyas persianas tuve que cerrar porque penetraba un aire frío. Era el 21 de enero de 1997 y por primera vez era detenida por la Seguridad del Estado.
Había transcurrido una hora y nadie se acercaba a explicar el motivo de nuestra detención. Pero las constantes idas y venidas de “segurosos” vestidos de civil me hizo deducir que en cualquier momento a Ñico y a mí nos registrarían, nos quitarían las cosas que llevábamos y nos mandarían a los calabozos.
Al policía de guardia le habían dado la encomienda de mantenerme vigilada: después de cerrar la ventana ya no pude pararme más y a quien intentó sentarse en el mismo banco lo mandaba a parar. Pero cuando llegó el horario de almuerzo el policía-vigilante se fue a almorzar. En eso una mujer negra, joven y delgada, se sentó a mi lado. Nadie se percató. “Ahora es la mía”, pensé.
-Compañera, no te muevas ni me mires. ¿Me puedes hacer un favor? Necesito avisar a mi familia que estoy detenida. ¿Tienes papel y lápiz para anotar?
-Sí, me respondió también en un susurro. Buscó un bolígrafo y sacó un periódico de su cartera y sin volverse hacia mí me dijo: “Lo voy a anotar aquí”.
-Anota estos dos números de teléfono. A cualquiera que te salga, le dices que Tania y Ñico están detenidos en la unidad de Zapata y C.
-¿Más nada?
-No, con eso basta. Mira, dentro de ese bolso verde tengo dinero, pero si lo cojo y lo abro voy a llamar la atención. Todo lo que te puedo dar son tres pesetas (monedas de veinte centavos) que tengo en el pantalón.
-No importa, compañera, ¿no me pediste un favor?
Antes de levantarse y aprovechando que continuaban sin darse cuenta, le dije que en un papelito me pusiera su nombre y un teléfono donde la pudiera localizar. Lo anotó en el borde superior del periódico, lo arrancó y me lo dio. Lo guardé en el mismo bolsillito del pantalón donde tenía las tres monedas de veinte centavos.
La mujer llamó a casa de Raúl Rivero. Blanca, su esposa, fue quien recibió el recado. Inmediatamente después lo sabría también Vladimiro y él se encargaría de comunicar nuestra detención a Frances Kerry, corresponsal de Reuters.
La Kerry se disponía a asistir a una conferencia de prensa que al término de su visita a Cuba, en el Centro Intgernacional de Prensa ofrecería el ministro de asuntos exteriores de Canadá, Lloyd Axworthy. Lo acompañaba el entonces canciller Roberto Robaina.
A la hora de las preguntas, la corresponsal de Reuters se paró y le dijo al ministro canadiense que dos periodistas independientes de Cuba Press habían sido detenidos esa mañana cuando salían de la Embajada Checa.
Axworthy quiso saber detalles y se dirigió a Robaina. Cogido fuera de base, el cubano le pidió a uno de sus ayudantes que con urgencia averiguara. Unos minutos más tarde, Robaina le diría:
-Señor ministro, los detenidos no son periodistas, son unos delincuentes.
El pedacito de papel donde la mujer había anotado su nombre y teléfono de una vecina no fue detectado cuando me desnudaron y registraron mi ropa y mi cuerpo. Era tan minúsculo que quedó adherido al bolsillo donde suelen guardar las monedas.
A falta del estuche idóneo, ese cachito de papel me serviría para guardar mis lentes de contacto la larga noche que pasé en el calabozo. Con cuidado lo rasgué y en la parte donde la mujer puso su nombre envolví el lente izquierdo y el derecho donde aparecía su número telefónico.
Su nombre no lo he olvidado, pero hasta hoy lo que más lamento no es haber conservado los dos pedacitos de papel, sino no haber hecho lo que me pasó por la mente cuando aquella mujer de apariencia humilde se sentó a mi lado: haberle dado el bolso verde.
Además de medicinas y regalos, en su interior había un sobre con 2 mil dólares. A propósito, ¿a dónde fueron a parar esos dos mil dólares? La respuesta la tiene Francisco Estrada, oficial del DSE al frente del operativo que aquella mañana nos detuvo a Ñico y a mí cuando salíamos de la Embajada Checa.
Supongo que ese dinero -mil 200 para los periodistas de Cuba Press y 800 para los trámites de viaje a Miami de José Rivero García, periodista de la agencia cuyo padre recientemente había fallecido en esa ciudad- habrá ido a parar al mismo “cajón” donde la Seguridad del Estado “guarda” los objetos y pertenencias a menudo confiscados a disidentes y periodistas independientes.
Tania Quintero
Foto: Beat Bieri. Verano del 2000, en casa de Ricardo González Alfonso, Miramar. Detrás, Raúl Rivero y mi hijo, Iván García.
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