Acaba de sorprenderme la noticia de su muerte, y para poder escribir sobre ella, he tenido que hacer silencio en toda la casa. Y así, sus canciones son las que resuenan ahora en mi mente, trayéndome los recuerdos que en mi biografía las hilvanan una y otra vez, en el rostro, los abrazos y las despedidas de amigas y amigos a los que ahora todos esos temas dan una nueva dimensión. La música, que es otra forma de la memoria, tiene ese poder, me digo siempre. Y en el caso de lo creado por Marta Valdés, ese don resulta innegable e irrebatible.
Poseedora de un repertorio extraordinario, capaz de ubicarla en un mundo propio, Marta Valdés acaba de fallecer en La Habana, a sus 90 años. No llegó con vida al homenaje que se le dedicaría en el próximo enero, anunciado por los organizadores del evento Longina, en Santa Clara; y ello hace pensar en el tributo que debió habérsele ofrecido en vida, cuando alcanzó esa edad con la cual hoy se ha despedido. Porque no se trata solo de cumplir con fechas formales, sino de reconocer en ella a una de las figuras más insólitas de nuestro panorama musical, una mujer que creó, de alguna manera, a sus propios fieles, y que tras pasar por no pocos momentos amargos, estaba ya en ese momento en el cual se le devolvía con creces lo que nos legó.
Sus canciones, preferidas por un público que reconocía en ellas una calidad singular, reaparecen en los discos de notables intérpretes, y ella, que nunca alardeó de nada, podía considerarse un clásico vivo, una de las grandes exponentes de la mejor tradición de nuestra cultura, corroborada en esas grabaciones recientes de sus piezas más celebradas.
Nacida en La Habana el 6 de julio de 1934, Marta Emilia Valdés González fue discípula de Leopoldina Núñez y Francisqueta Villalta, y continuó estudios bajo la guía de Vicente González Rubiera (Guyún) y Harold Gramatges, entre otras figuras. A los 20 años, ya tenía consigo algunas de esas canciones "difíciles" que siempre compuso, a contrapelo de quienes le pedían temas más comerciales, o de las burlas, como la de aquel empresario mexicano que se echó a reír tras oírle interpretar "En la imaginación".
Nada de eso la detuvo, y la certeza en sí misma fue una de sus mejores aliadas a lo largo de una carrera en la que se fueron dando a conocer esas composiciones en la voz de Elena Burke, Vicentico Valdés, Fernando Álvarez, Doris de la Torre, Reneé Barrios, Bola de Nieve… El bolero, la canción, la trova, se funden en su quehacer, ligado según muchas cronologías al filin y a sus principales compositores (José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Ñico Rojas…), pero poco a poco ella logró un tono genuino e inconfundible, a medio camino entre la poesía, lo conversacional y lo íntimo, que si bien sintonizaba con esos referentes, se aislaba al tiempo que se expandía.
Musicalmente, Marta Valdés es un gusto adquirido. Y su obra, a partir de los años 60 y 70, al tiempo que dejaba de escucharse con frecuencia, ahondó en esa suerte de confesiones, de monólogos donde lo autobiográfico podía ser compartido entre quienes, como ella, vivimos en esta isla "donde a veces/ el año dura tantos meses".
Tratando de encontrar refugio en esa época donde la música del filin, cargada de acentos nocturnos y de una voluntad bohemia que no iba bien con las consignas del momento, fue repudiada por las emisoras oficiales, Marta Valdés se integró a Teatro Estudio. Ya había colaborado con los hermanos Camejo y Pepe Carril, creando la música de Pinocho, para el Teatro Nacional de Guiñol. Fiel a su severo sentido autocrítico, no quedó conforme con ese empeño, aunque siempre recordó con afecto a los directores de aquel grupo, luego también caídos en desgracia.
En la compañía que dirigía Raquel Revuelta, trabajó por años como asesora musical, y de su labor junto a directores como Berta Martínez —una importante presencia en su vida—, Armando Suárez del Villar, Abelardo Estorino, Raquel y su hermano Vicente, surgieron también nuevas canciones. También, en el patio de la Casona de Línea que el grupo mantuvo como sede de ensayos, animó una peña por la que pasaron artistas noveles y consagrados. No grababa discos, ni se le programaba en la radio, pero allí su obra pudo continuar en su línea cada vez más personal y creciente.
En 1978, cuando gana el Concurso Adolfo Guzmán con "Canción eterna de la juventud", en la primera edición del evento, comienza una rehabilitación progresiva, que se confirmó con la aparición de nuevos discos y grabaciones. Elena Burke y Miriam Ramos le dedicarían cada una un álbum: Elena Burke canta a Marta Valdés, con acompañamiento al piano de Frank Emilio y Enriqueta Almanza; y Canción desde otro mundo, respectivamente: imprescindibles en cualquier repaso a su catálogo.
En 1987 viaja a México, junto a Elena (acaso su más plena intérprete), César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez y Consuelo Vidal como parte de un espectáculo de título elocuente: "Toda una época". En España, Venezuela, Colombia, también sería reconocida, ganando nuevos intérpretes para esas canciones que no se limitan a responder a una moda, que son intemporales en sí mismas, que se siguen escuchando hoy con la frescura y la emoción que su sensibilidad supo otorgarles. Valga oír su disco junto a Chano Domínguez, o las grabaciones de Silvia Pérez y Martirio para comprobar que, desde cualquier latitud, esas obras regresan con aliento renovado.
Respetada no solo por los músicos, sino además por poetas, pintores y artistas de todas las expresiones, Marta Valdés añadió a su quehacer como compositora una importante labor como cronista, de la cual han surgido varios libros. Gema Corredera y Haydée Milanés dos de sus mejores discípulas, también le han dedicado discos recientes, entre los cuales el de fecha más cercana, publicado en este mismo 2024 por Dayron Ortiz, que se entregaba a sus canciones desde los rejuegos del jazz, nada ajeno a los gustos de la propia Marta.
Lo que nos regalan esas nuevas aproximaciones es esa sensación de frescura y novedad que siempre retornaba a nosotros cuando escuchábamos, por enésima vez "Tú no sospechas", "Y con tus palabras", "Canción fácil", "Llora", "Tú dominas", "Aves de madera", "Hay mil formas", "Como un río"… En mi película cubana preferida (Lucía, de Humberto Solás, 1968), se le puede ver y oír junto a las actrices de Teatro Estudio en una breve secuencia del primer cuento, interpretando junto a ellas "Aunque no te vi llegar". Un mundo sonoro intenso y concentrado, donde las emociones y las palabras nos transportan a una realidad que es la de un pensamiento que lo traspasa todo, asume y sobrepasa todas las influencias, para devolvernos un retrato de la autora y de nosotros mismos. También nos legó un catálogo de sus preferencias, y en discos como Nuestra canción y Doce boleros míos rindió merecido tributo a sus compositores más gustados.
Quienes nos atrevimos a entrevistarla, comprobamos su fama de difícil para regalarnos ciertas confesiones, y de su rigor a la hora de dejar una imagen de su persona y de su obra. Nada de eso opaca lo que sus canciones nos han concedido. Nada de eso, ni siquiera el Premio Nacional de la Música que pudo haber recibido mucho antes de 2007, cuando ya tenía 73 años. Acudí a esa ceremonia en el Teatro Amadeo Roldán, para darme el gusto de ser uno de los testigos, de su cara de alegría cuando le regalaron una nueva guitarra, y ver por última vez, quién lo hubiera sabido, a Luis Carbonell en escena, y a Cintio Vitier entre los espectadores. Prueba acaso de cómo podía ella unir a figuras tan distantes o distantes, respetada, como también lo fuera Teresita Fernández, por creadores que sabían distinguir en ellas mucho más que oficio y talento.
En el silencio, me siguen acompañando sus canciones. Durante estos últimos días, el joven periodista Raúl Nogués, uno de sus grandes devotos, subía a Facebook algunas de las letras de sus canciones más conocidas, que sobreviven a la ausencia de música para pervivir como poemas humildes y memorables. Eso, y la última foto que apareció de ella en las redes, hace algunas semanas ya, debieron haberme servido de alerta, para prepararme mejor ante la noticia que recibo en Ciudad de México, irónicamente en un día de sol radiante.
Como en una de sus canciones, Marta Valdés "aprovechó la neblina del puente", y se fue. "Voy a morir sin ver la nieve", citaba ese verso una y otra vez Sigfredo Ariel, que me enseñó a respetarla y a reconocerla a través de su propia poesía. Su reino fue el de lo inefable, su música corresponde a esa otra manera de expresar sin dudas lo cubano. Una cubanía que no necesita de la estridencia para ser auténtica, y que apela a muy pequeñas cosas, a la sorpresa de un detalle, para revelarnos todo lo que tras ello se oculta. Que en ese silencio resuenen sus canciones, una y otra vez, ahora que ella no está. Parafraseando otra de sus estrofas: por habernos dejado estar en su mundo, no la despido, sino que la felicito. Sobre ese silencio que es esta noticia, vuelvo a oír su voz, en su canción.
Norge Espinosa
Diario de Cuba, 3 de octubre de 2024.
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