El Cerro, en la segunda mitad del siglo XIX, era una barriada aristocrática que había alcanzado su esplendor debido al asentamiento de familias adineradas provenientes, en su mayoría, de La Habana de intramuros. Unos pasaban en sus nuevas viviendas los meses más calurosos; otros, todo el año. Los altos funcionarios del Gobierno español en la Isla, entre ellos los capitanes generales, también disfrutaban allí temporadas de descanso.
Para erigir las confortables mansiones, de arquitectura neoclásica, emplearon materiales de alta calidad como maderas preciosas, mármoles, bronces y vidrios policromados. Alejadas del bullicio citadino y en un espacio natural más saludable, representaban el poder adquisitivo de los dueños, relacionados con la producción de tabaco y azúcar. Estas casonas pertenecieron a miembros de la nobleza como los condes de Peñalver, Fernandina, Santovenia y Lombillo, entre otros. No todo era hermoso, pues fue edificado también el depósito de negros cimarrones, a donde llevaban a los esclavos que habían intentado vivir libremente como fugitivos del oprobioso régimen de esclavitud.
En una de las casonas más antiguas, acostumbraba a veranear el Obispo de La Habana Juan José Díaz Espada Fernández y Landa por eso pasó a la historia como la Quinta del Obispo. Se ocupó de diseñarla, personalmente. El Obispo Espada contribuyó al progreso de la capital. Entre otros aportes significativos recordamos la reparación de la Catedral, la construcción del Templete y del cementerio, reformas educativas y el apoyo al científico Tomás Romay para el uso de la vacuna contra viruela.
De acuerdo con el investigador Víctor Ramón Fuentes Fiallo: “A la Quinta del Obispo de una o dos caballerías de extensión, se arribaba por la calle Tulipán o Camino del Obispo, como se le denominaba, y fue una de las pocas calles transversales que existían a principios del siglo XIX en el Cerro, que comenzaba en Calzada del Cerro y cerraba junto a la tapia de la Quinta del Obispo, en la calle Clavel. Antes de ser propiedad del Obispo Espada, la Quinta del Obispo recibía el nombre de El Factor, y era propiedad de don Ramón Peñalver.” Al fallecer el Obispo, en 1832, el inmueble se deterioró por el abandono y los efectos de huracanes. Pero fue recuperada, como residencia, por los Condes de Peñalver. .
La novelista sueca Fredrika Bremen visitó La Habana en 1851 y nos dejó estos recuerdos: " Desde hace tres días estoy en una residencia campestre, en el pueblo o vecindad del Cerro, a un par de millas de La Habana, en casa de una familia germano-americana, los Scheider, que han tenido la amabilidad de invitarme a pasar con ellos algunos días para conocer algo de la vida del campo (cosa que yo había deseado mucho) y los bellos jardines del Obispo, que están muy cerca de su casa... Ha llovido a chaparrones y ha habido frío durante un par de días, pero la mañana estuvo clara y bella y tras el desayuno quise visitar a toda costa los jardines del Obispo, que están solamente a algunos minutos del camino del Cerro. Ayer y hoy brilló el Sol todo el día y he paseado a mi gusto por los jardines del Obispo bajo las palmas, la caña brava y multitud de bellos árboles tropicales entre espléndidas y extrañas flores y mariposas”.
Cuando el Dr. Ramón Piña y Peñuela investigaba para escribir la obra Topografía médica de la isla de Cuba, editada en 1855, registró en su cuaderno de notas: “En el barrio del Cerro hay hermosas quintas y casas de recreo; tendrá unos 2852 habitantes; es bajo y húmedo del puente abajo y de éste hacia arriba seco, ventilado y saludable. Se ven fiebres intermitentes. Tiene varias pendientes y muchos brazos de la zanja que lo abastecen de agua en abundancia”.
A fines de la década de 1860, al viajero y pintor estadounidense Samuel Hazard le hablaron de las bellezas del lugar y no perdió la oportunidad para visitarlo: “En el Cerro las casas tienen una apariencia algo modernizada, con las cocheras en su parte posterior y al frente portales, más elevados que el nivel de la calle. No es frecuente que las casas tengan pasillos, conduciendo directamente la entrada principal a largos y frescos vestíbulos que son, en realidad, habitaciones y como tal amuebladas, dotadas de pisos de losas de mármol y unidas con los cuartos por un pasaje abovedado. Estos vestíbulos se usan a menudo como comedores, refrescados siempre por la brisa que viene del patio o a través de la ancha sala, situada a la entrada de la residencia. Toda la casa está desprovista de cortinajes y expuesta a la curiosidad de los transeúntes. Los techos son excepcionalmente altos, y las casas, sin excepción, tienen en su interior un patio, que aun en los días más calurosos proporciona alguna brisa”.
Por las descripciones de los viajeros conocemos que el patio de las residencias era el sitio más concurrido para las reuniones, tertulias o para el disfrute individual. Las habitaciones se comunicaban directamente con este espacio que tenía, también, funciones de jardín, beneficiado por la brisa y los rayos solares. Adornado con flores, fuentes, estatuas y plantas frutales. La Calzada del Monte, antiguamente conocida como de Guadalupe, conectaba al Cerro con La Habana y por ella podían transitar los viajeros rumbo a Marianao y Vuelta Abajo (Pinar del Río).
En 1855 fue establecida una línea de ómnibus de tracción animal que llegaban hasta Marianao. En El Cerro, en 1863, tenía la empresa dos depósitos de estos vehículos. A inicios del siglo XVIII crearon un almacén de maderas para el arsenal de La Habana y se conoce que las primeras casas fueron construidas por José María Rodríguez y Francisco Betancourt, quienes decidieron urbanizar el lugar. Ya en 1807 tuvo su iglesia dedicada a San Salvador, en homenaje al Gobernador de Cuba, Salvador de Muro, marqués de Someruelos.
El número de quintas, la mayoría concentradas en la calle Tulipán, alcanzó la cifra de 28, según el libro Antillas, crónica general. España, publicado en 1871. El historiador Jacobo de la Pezuela aportó más detalles acerca del ambiente que se disfrutaba: “Este pueblo, aunque algo sujeto a fiebres por la abundancia de su vegetación y el paso de las aguas del Acueducto y de la Zanja, es acaso el punto más ameno y la mejor residencia de recreo que se encuentra en toda la Isla. Nada más animado que su aspecto cuando, sentadas las familias, por la tarde bajo los cobertizos de sus casas, concurren por la calzada muchas de la Capital en carruaje descubierto. Excepto la del Tulipán, que se destaca por la derecha en dirección de la quinta del señor Conde de Peñalver, y la de la esquina llamada de Buenos Aires, apenas tiene otra calle este risueño pueblo que la que forma la calzada”.
No resulta extraño, entonces, que las sedes de varias representaciones diplomáticas decidieran también establecerse allí y médicos, músicos, periodistas, pintores, escultores. A fines del siglo XIX comenzaron a trasladarse para El Vedado los dueños de las quintas. En la última década de esa centuria algunas de las propiedades fueron vendidas y transformadas en centros hospitalarios, sedes de empresas o de asociaciones benéficas. Por ejemplo, el 4 de abril de 1895 Manuel Valle, presidente del Centro Asturiano, compró la residencia de Leonor Herrera en 62,500 pesos oro e inició la construcción de la famosa Quinta Covadonga, inaugurada el 15 de marzo de 1897. Fue la casa de salud más relevante de las instituciones regionales creadas por los inmigrantes españoles.
La quinta de los condes de Santovenia, propiedad de Susana Benítez de Parejo, pasó a ser una prestigiosa entidad benéfica dedicada al cuidado de ancianos, al morir su dueña en España; y el palacete de los Condes de Fernandina acogería a la sede de la Asociación Cubana de Beneficencia.
José Antonio Quintana García
On Cuba News, 25 de febrero de 2024.
Foto: La Quinta Covadonga fue convertida en el mayor centro de asistencia médica de las asociaciones españoles radicadas en Cuba. Tomada de On Cuba News.
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