Nunca he visto a Juana Bacallao como creo la ve el común de los cubanos. Siento que se le recibe muchas veces como la fuente suprema de la que emana – o debe emanar- la gozadera de los demás, una especie de artilugio sin alma, emisor de un consumible llamado hilaridad, en rigor, alguien de quien se espera provoque más risas y menos sonrisas con su sola presencia. Alguien en quien hay que pensar únicamente en estos términos.
Siento que se le ve -como a muchos actores de la escena y la pantalla- como una predestinada a incitar la carcajada que ha de dejarnos knock-out, como una versión femenina de Dwayne Johnson, pero por un camino diferente: La Roca es siempre la diversión del sentido visual, pero Juana es -y le exigimos que sea- la fiesta de todos los sentidos.
Es así como la hemos asumido, como un producto-cliché, dispuesto a nuestros impulsos lúdicos, disponible para reírnos. Siento que ha sido el modo en que nos hemos enfrentado a la Bacallao en las últimas décadas, en esa difícil relación espectador-artista. Poco nos hemos detenido a pensar cuándo ganó y cuánto dejó por el camino para llegar hasta aquí. Si realmente le gustó lo que terminó siendo, ese personaje diseñado por ella, cincelado por los que acudían y acuden al circo de los sentidos y sacralizado por quienes, a toda costa, probablemente impidieron que Juana fuera mucho más ella misma, pero también otra.
Me he preguntado qué habría sido de Neris Amelia Martínez Salazar si las circunstancias no la inclinaran hacia lo que fue, casi sin opción, si Obdulio Morales no la bautizara para siempre con el nombre de la guaracha que le compuso y que devino su pasaporte a la eternidad: Juana Bacallao. Porque visto lo visto, no tengo dudas de que pudo tener para el arte dramático no humorístico, iguales dones, aptitudes atendibles, que nunca pudieron ponerse a prueba.
Estoy convencida de que cuando dejó atrás su trabajo de doméstica y, gracias a Morales, debutó en el Teatro Martí, Neris Amelia sabía más de sí misma, de sus habilidades y de sus posibilidades, mucho más de lo que imaginamos, pero hay caminos que entonces -y hoy también- eran más largos o imposibles para una mujer negra, pobre y desprovista de cualquier otra influencia y respaldo.
Ella lo sabía, lo supo siempre, probablemente. Y se dejó llevar por la intuición y también por la constatación. Se afianzó con seguridad a un nicho que terminó siendo únicamente suyo, donde ha reinado y reinará per secula seculorum, porque nadie podrá repetir nunca la proeza de dejar de ser quien era para convertirse en ella misma, creativa, sagaz, pero incontrolable e impredecible.
Fueron esas sus cartas seguras en un medio donde el humor femenino tuvo en la radio, el teatro y la televisión a figuras absolutamente legendarias como Alicia Rico, Mimí Cal, Eloísa Álvarez Guedes, y hasta la mismísima y polifacética Rita Montaner, que dejaron una profunda huella en el imaginario popular del cubano.
La libertad creativa de Juana, enraizada en la vivencia personal de lo más popular y callejero, en la rapidez de sus reacciones y en ese algo con que se viene al mundo como marca genética para "caer bien", era un reto para cualquier director o productor en un programa o espectáculo donde ella estuviera.
Así anduvo por la vida, por los escenarios y los estudios de radio y televisión, repartiendo alegría, desbordando sandunga y cubanía. Hay edades donde todo esto es perfectamente sinérgico y su unicidad es seguro un factor de triunfo, pero hay otras en las que hay que tener un puerto seguro al que arribar en busca de sosiego y respeto, despojados ya del sinfín de personajes amontonados sobre la piel y dispuestos a abrigarnos en aquello que construimos para la vejez.
Pero Juana no supo qué cosas tenía que dejar por el camino, ni que había una vida otra que tenía y debía vivir para ser medianamente terrenal y corpórea. Y aproximándose al final del sueño, Juana Bacallao no pudo despojarse de Juana Bacallao, ni supo ni sabe hacer otra cosa que seguir siendo la fiesta de todos los sentidos ajenos.
Guillermo Álvarez Guedes debió revelarle las claves para sobrevivir con hidalguía, pero no lo hizo: actuar, sí; hacer reír, muchísimo, pero también gestar una empresa, trabajar para su éxito y hacer rentable el esfuerzo que asegurara el puerto cálido y firme al que llegar décadas después, cuando la risa tiende a convertirse en dolorosa mueca.
Al parecer, sin familia propia, Juana nunca encontró, ni tuvo, ese puerto seguro. Quizás por eso, se sumió para siempre entre las carcajadas de quienes, sin pensar en que aún le deben una vida, la buscan solo para eso: para reír. Quizás por eso, desde hace mucho, Juana decidió vivir no su vida, sino la del personaje que la ha hecho inmortal.
Juana, como su coterráneo Chocolat, el esclavo cubano que encontró literalmente la salvación en un traje de payaso francés, es una sobreviviente salvada por las inmisericordes risas ajenas, que, paradójicamente son los únicos sonidos con los que, a no dudarlo, se siente abrigada y querida.
Rosa Marquetti*
Madrid, 13 de enero de 2023.
Madrid, 13 de enero de 2023.
*Nota escrita a petición de Lázaro Caballero Aranzola, autor del libro Juana Bacallao, Juana La Cubana. A raíz del fallecimiento de la artista, Caballero concedió una entrevista al periodista Jaime Masó, que con el título Juana Bacallao fue una artista sin ataduras fue publicada el 4 de marzo en La Joven Cuba. La foto de la portada del libro fue tomada de esa entrevista.
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