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lunes, 20 de septiembre de 2021

Lydia Cabrera o la felicidad (II y final)



Lydia Cabrera es el escritor feliz; la que no escribe: oye y apunta. Desconoce la angustia de la página en blanco. Nada que ver, por ejemplo, con los artificios verbales de un Sarduy, esos magníficos triunfos de la voluntad donde la Forma va arrebatando, milímetro a milímetro, espacio al informe vacío. En ella todo se mueve, por el contrario, en sentido inverso: los negros son "los verdaderos autores".

Muy significativo, a propósito, es el episodio de la nganga Camposanto Medianoche, que aparece en el prólogo de El monte. Resulta que un brujo que, años atrás, se había negado a la petición de la etnógrafa de fotografiar la prenda ("hasta la fecha, santeros y paleros son inflexibles"), un día se apareció en su casa con el caldero en un saco, alegando que "el espíritu que en éste moraba le había manifestado que quería retratarse y que estaba bien que la 'moana mundele' guardase su retrato". Una buena metáfora para la obra toda de Lydia Cabrera, la delicadeza con que se acerca al mundo negro a partir de ese arte de la escucha que de tanta paciencia requiere.

En 1957, Lydia acompaña a Pierre Verger en un viaje a través de Cuba. Para el libro que recoge las fotos realizadas por el etnógrafo francés, publicado en París en 1958, ella escribe una breve introducción, disponible en español, inglés y francés. Allí la geografía física del país ocupa casi todo el espacio, y la reseña histórica culmina, significativamente, con la etapa colonial: "Tras una intervención de dos años, el 20 de mayo de 1902, se inauguró, regida por una constitución propia, la actual república de Cuba".

Cuando uno hojea ese volumen editado casi en las vísperas de la revolución de 1959, viene enseguida a la mente el contraste con The Crime of Cuba, el reportaje de Carleton Beals ilustrado por las fotos Walker Evans, que denunciaba la penetración norteamericana en la economía y la política de la isla. Si las instantáneas de Evans, tomadas unos meses antes de la revolución del 33, parecen captar algo de la convulsión histórica que estaba en el aire, en las de Verger predomina la belleza calma del paisaje y de la arquitectura; no aparece la "cuestión social" ni la inquietud política; nada se adivina de la tormenta.

Menos aun en la introducción de Lydia Cabrera, donde Cuba se presenta como naturaleza arcádica, donde no hay "ni fieras, ni una sola alimaña de las que creó el diablo, que le impida [al hombre cubano] tenderse a dormir confiado en pleno campo solitario, al amor de las estrellas", pero sí tierras que "además de la mejor caña de azúcar, producen las frutas más dulces y perfumadas del mundo. Bastará con nombrar el mamey de pulpa rosada como el fuego, el anón, la guanábana, los plátanos, nísperos, aguacates y cocos, 'que dan de beber y comer en una misma pieza', la piña, según Oviedo coronada por la naturaleza para reinar sobre todas las demás frutas".

Poco después, esa estampa de paradisíaca felicidad sería destrozada por los demonios de la historia. "La Revolución, la Revolución realiza su trabajo de prisa; la Revolución trabaja rápido y avanza rápido", decía Fidel Castro el 31 de diciembre de 1960, y esa prisa hecha programa era, desde luego, lo opuesto al "tenderse a dormir", la tradicional "indolencia cubana" inseparable de cierto imaginario colonial: Viaje a La Habana (1844), de la Condesa de Merlin; "En la hamaca"(1870), de Diego Vicente Tejera; La siesta (1888), de Guillermo Collazo. Lo opuesto, asimismo, al "remanso colonial" de la quinta San José, que al decir de María Zambrano mostraba "en una perfecta continuidad la vida cubana en su más puro estilo, sin desmentirse a través de sus dos centurias".

Ahora la continuidad tendría su desmentido; a la memoria, se oponía el futuro, el tiempo futuro que con voracidad inaudita había que recobrar. Un cataclismo, bien lo sabían los griegos, es justo eso: inundación de futuro que amenaza el hilo de la memoria. Carleton Beals estará, por cierto, entre los que saludan a la revolución (Cuba: transformación del hombre, Casa de las Américas, 1960, incluye un breve testimonio suyo); Lydia Cabrera entre los que experimentan la revolución como una calamidad. Calamidad: lo que nos cae encima.

La "tristeza del destierro" planea como una sombra en sus escritos del exilio, pero el insomnio y la melancolía no acabaron con la felicidad de su escritura. La memoria no es inconsolable sino consuelo y bálsamo en los espléndidos Itinerarios del insomnio, librito donde la arcadia colonial toma forma en la evocación de un entrañable reducto de tradición, a salvo de los cataclismos de la historia y del ruido de los automóviles. De Trinidad de Cuba, dice:

"Adonde siempre me encaminaba el insomnio es a ella, a su tranquilidad inmutable, a su puro silencio lleno de antiguos rumores; y me encuentro en la calle del Lirio, del Rosario, de Jesús María, Real del Jigüe, del Cristo o San Procopio, viendo pasar los burros cargados de maloja o de botijas de leche, las sombras de los vianderos, y a las 'dulceritas' de antaño, a Caridad y a Má Merced que llevan en cajas de límpidos cristales cubiertos con una servilleta impecable de largos flecos en los bordes, almíbar en tazas de bola, merengue, jaleas, dulce de coco, de leche, de naranja y de guayaba en cajitas de papel".

Duanel Díaz Infante
Diario de Cuba, 14 de febrero de 2012.
Foto: Orlando Jiménez Leal.
Leer también: Honoring Lydia Cabrera's Story.

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