A partir del segundo post y hasta el cuarto y último, que saldrá el lunes 26 de julio de 2021, reproduciré fragmentos del libro Vida, Camino y Luz, escrito por Juan José Portillo. Publicado en 2017 en Herencia por NeoDigital Imprenta, el prólogo estuvo a cargo de Sagrario Chicón Muñoz de Morales, funcionaria de asuntos sociales en el Ayuntamiento de Herencia, e incluye unas palabras de la menor de sus cuatro hijos, Yolanda Portillo, quien de su padre dice: "Se define como hombre sencillo, con sueños e ilusiones que no siempre ha podido cumplir. Con esa humildad con la que se presenta, admira a hombres y mujeres con los que se ha cruzado a lo largo de su vida, sin darse cuenta, que en realidad él es el admirable por todas las lecciones que nos ha dado a los que hemos tenido la suerte de compartir momentos con él. En este libro hay mucho de su persona, de todo cuanto le hubiera gustado vivir y de lo que, por la época que le ha tocado, ha tenido que prescindir". Al final de esos tres posts, pondré el nombre de Juan José y aclararé que esos fragmentos fueron tomados de su libro Vida, Camino y Luz (Tania Quintero).
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Nací un veintisiete de marzo de mil novecientos treinta y ocho, en plena guerra civil. Según dichos de mi madre, en casa no faltaba lo imprescindible para vivir. Mi padre, al poco tiempo quedó herido de guerra, y una vez finalizada la misma, ingresó en la fábrica de harinas de nuestra localidad y a decir verdad, tener lo necesario tras una guerra ya era cantar victoria. Pero fue entonces cuando llegó la posguerra.
Mi padre fue detenido en prisión por política, primero en Alcázar de San Juan, después Valdepeñas, La Granja, y por último, Ciudad Real, donde cumplió casi cuatro años en prisión. Como es lógico, enseguida todo se le vino abajo a mi madre: un marido en la cárcel, un hijo en el vientre, y otro que era yo, con apenas un año, y por si fuera poco, mal vistos por algunas personas, que siempre han existido, sin entrañas ni corazón. Pero también había entonces, como hoy, aquellas otras, que eran buenas y santas. La prueba de que existen, es que estoy hoy aquí para escribir estas líneas.
Con mis dos, tres y cuatro años, mi madre se limitaba a llevarme a ver a mi padre de cuando en cuando. Acudimos a mi abuela materna que no tenía nada sobrado, pero poseía algunas finquillas de poco valor y las fue malvendiendo para poder comer. Y en estos cinco años terminamos con todo. Mi madre vendió todo lo bueno que tenía, esteras de pleita y otras de cordelito, sus pendientes y también lo poco que tuviera de oro, toda la ropa de mi padre, ya que por aquel entonces se compraba, y además se conservaba en perfectas condiciones, en una palabra, hasta la cama y no lo digo por decir, "hasta la cama", todo esto para malvivir y salir adelante que ya era bastante en aquellos tiempos.
Recuerdo que entre los cinco, seis y siete años, como los recursos eran tan escasos, solía ir con mi abuela a hacer ciertas visitas, a personas más pudientes que nosotros para pedir con cierta discreción. Ahora me hace mucha gracia y me rio de mi mismo... salía mi abuela con el esportillo en una mano, y de la otra mano yo, que era el verdadero protagonista. Íbamos a visitar algún hogar conocido y cuando llevábamos ya un ratito sentados, yo comenzaba con la musiquilla del niño inocente. (Pero bendita inocencia, no me avergüenzo de decirlo a todo mi pueblo y allá donde el Señor me ponga, pues ser pobre material, no nos tiene jamás que avergonzar. Puesto que ser ricos en ilusión y espíritu es lo que más vale para la persona humana. Me emociono y me voy del tema, perdonarme).
Y seguía con la musiquilla: "abuelita, tengo hambre, abuelita, dame pan", y como Dios no falta nunca, salía Cristo representado en esa señora, más joven o mayor, puesto que lo que de verdad importaba era el milagro de ese trozo de pan que caía sobre mis manos, como el oro en un joyero de profesión. Con mis dientecitos de ratón que todavía no habían sido cambiados, enseguida la abuelita pensaba en irnos con la musiquilla a otra parte, y en cuando nos alejábamos un poco de dicho hogar, guardaba el pan en el esportillo y nos marchábamos a otro sitio o barrio, y así recorríamos todo nuestro querido pueblo de Herencia, el cual nos ha dado tantos recursos para vivir.
Según fui avanzando en edad, de los cinco a los diez años, os tendría que contar muchas cosas, aprendí algunas oraciones, me acuerdo que en dichas oraciones tenía presente al niño Jesús, la virgen María y a San José, y en las casas más pudientes estas oraciones conmovían a las personas, tan ricas en amor, esperanza, fe y en saber darse a los demás. Esa es la riqueza que más vale. Y no quiero perder el hilo, estas oraciones, se decían en estas casas más pudientes (...). Yo iba diciendo estas oraciones, las que bien por rutina, o bien por mi bendita niñez, sabía decir. Bajo las habitaciones de arriba, por el agujero de la luz, me caían milagrosamente, la naranja, el tomate, la pera o el melocotón que tanta falta hacían en mi pobreza.
Recuerdo en otra ocasión, que para conseguir unas almendras, estuve dos tardes con mi abuela pelando más que un tonto, y al final de la faena, y con muchísimo agradecimiento, nos regalaban algunos puñados de las que no se podían pelar, ya os podéis imaginar, algunas no tenían dentro ni aire. Ya termino con la pobre abuela, a la que tanto recuerdo y a la que veré, si Dios quiere, en el cielo, porque pienso luchar por conseguirlo. Lo que sí os puedo decir es que, con todo esto que os cuento, yo era muy feliz, a mi manera, a pesar de tener tantísimas necesidades (...).
Empecé, como tantos chicos de entonces, a vendimiar de sol a sol para trabajar e inflarme a comer uvas, siempre solía engordar en vendimia, es raro, pero así era. Mis manos tiernas de niño acariciaban el asa de una espuerta de esparto que, vacía y algunas veces mojada con tierra por debajo, pesaba más que una le las que ahora se usan. Mi madre llevaba la voz cantante, pues casi siempre me llevaba la pobre a rastras aún en contra de su voluntad (...). Mi vida fue cambiando y empecé a hacer juguetes de madera incluso para niños mayores que yo, cosa que me hacía gracia. Pistolas, escopetas, las cambiaba a los chicos por maíz para tostar o por un trozo de pan (...). Empecé a hacer carritos para niños y pajaritas, y juguetes para niñas, todo lo que podía y sabía hacer con malas herramientas, incluso los pintaba para que llamaran más la atención (...).
Ya iban cambiando las cosas, aunque en casa había muchos atrasos y se debían cantidades de dinero en panaderías, tiendas y sobre todo en el patacón, que nos hacía ir a veces mejor vestidos de lo que se podía en realidad. Cogí el oficio de aprendiz de carpintero con mi mono remendado, de peto y mi jersey de botones; era ese el mejor atuendo que tenía para todos los tiempos, si era verano a sudar, y si era invierno a pasar frío. Y el calzado, lo mismo, para el calor, el agua y la nieve siempre unas alpargatas sin calcetines.
Lo poco que sé de escribir, leer y cuentas, lo aprendí en seis meses con Don Hermógenes y en otros ratos por la noche, con Don Jesús, ya que solo vivíamos para encontrar el sustento. Mi hermano se colocó de regador, y posteriormente, con 13 años, se marchó a Fuenlabrada a abrirse camino, pero no ganaba ni para él mismo, pues no nos mandaba ni una peseta. A mí me tocó quedarme con mi madre, que comenzó a enfermar de los nervios, por todo lo que "llevaba metido" dentro del cuerpo y tuvimos que recurrir a una tía, hermana de mi madre, que cuántas veces me hizo de madre, y a la que he querido con toda mi alma, la que marchó a la casa del Señor a sus 92 años, dejando también un grandísimo vacío en mi persona.
Todo mi tiempo lo empleaba en hacer ajuares para novias, que era lo mejor que se me daba de la carpintería, pues el oficio no era posible aprenderlo muy bien, puesto que durante ese tiempo de enseñanza, la retribución económica era casi nula. Yo me encomendaba a San José, mi verdadero maestro, para que me ayudase a saber trabajar y mejorar en el oficio y sacar el fruto máximo de mi dedicación para "tirar" de mi casa. Debo decir que corte no me faltaba, cosa difícil por entonces, pero bien por lástima o por lo que fuera, trabajo siempre tuve (...).
Comenzó a entrar la ilusión y la alegría en mi corazón con una bicicleta que con mil sacrificios me compré, a la que dediqué un tiempo no sé si perdido, solo sé que tuve un propósito, conseguir esa meta señalada que no llegó. Sin embargo, gané dos pequeños premios en metálico, los que para mí fueron un tesoro. Sufrí varios porrazos que me valieron ir aprendiendo y sintiendo el dolor en mis propias carnes, me hicieron sentir más fuerte, tener ciertos amiguetes y que alguien se fijase en este "portillejo" insignificante que también existía en Herencia.
Otra ilusión principal para mí fue y lo sigue siendo hasta el día de hoy, la música, por la cual he tenido muchas alegrías y con la que me "inflé" a comer muchas veces, claro, esto de hartarme de comer era entre los 13 y 20 años. Mi gusto por la música lo heredaron mis hijos, de los que estoy bien orgulloso como padre, puesto que la música quita penas, alegra el alma y hace vibrar el corazón, pues de un aire aparentemente desperdiciado, cuánto bueno puede salir.
De entre otras muchas cosas, recuerdo que los domingos de verano, para salir con la ropa limpia, nos desnudaba mi madre a mi hermano y a mí, mientras la lavaba, nos mantenía durante la siesta en casa sin salir y por la tarde ya salíamos tan limpios y hermosones porque la ropa ya estaba seca y planchada con la plancha de chimenea de hierro fundido, ésas que ahora buscan los gitanos con tanto ahínco.
Una tarde, como cosa de chicos, se me vino encima la noria de un pozo y me pilló el pie, y estuve con él indispuesto; el médico no me lo vio ya que no teníamos dinero para pagarle, así que me lo curó una señora que sabía la pobre de todo menos de ese menester, después de bastante tiempo con dicha lesión, en cierto sitio comentaba yo mi cojera y se me grabó una frase que tampoco podrá olvidar jamás: "A estos así les anuda todo, como a las ovejas", y he pensado muchas veces, pobre de nosotros. Puesto que todos somos ovejas pasadas por los hombros del Señor.
Todo lo que trabajaba se me hacía poco para mejorar mi pequeño hogar, tenía mucha ilusión y los días festivos también trabajaba. Los domingos, al anochecer, con dos reales de menudillo de cacahuetes, me iba al cine, al cine, al gallinero y era tan feliz... Con 17 años intenté mejorar mi vida y me fui a Madrid en contra de la voluntad de mi madre, que se quedaba sola. El fin que me guiaba era mandarle dinero e intentar mejorar en algo.
Fui en busca de mi hermano, y en efecto, se ganaba más dinero, pero había que pagar por comer, dormir y tenías que ir un poco más decente que en Herencia, imposible mandar dinero. Enseguida encontré trabajo en talleres de carpintería, cosa no muy difícil y lo conseguí en un taller del barrio de Usera. Las dos primeras semanas me fue bien, pero la tercera, el dueño no me pagaba y yo con mis 17 años, apenas sin salir del cascarón, solo se me ocurrió en la cuarta semana no acudir a trabajar e ir constantemente a cobrar, hasta que uno de los días, este señor salió detrás de mí con un martillo y un formón, y..."pies para que os quiero". Le perdoné todo.
La quinta semana la dediqué a buscar otro sitio, puesto que de dinero estábamos muy mal, tanto mi hermano como yo, ya que habíamos enviado a mi madre lo que buenamente pudimos reunir entre los dos, pero esa era mi misión, atender a mi madre y hacer que mi hermano se obligase un poco más. El trabajo lo encontré de forma rápida, aquí tuve más suerte, pues los sábados por la tarde hacíamos semana inglesa, me pagaban religiosamente y vi que me apreciaban bastante por mi buen comportamiento, lo cual me hacía sentir bastante feliz, ya que para mí poder mandar dinero a mi madre, la verdad, era mi mayor satisfacción.
Echaba de menos al pueblo, porque yo había entrado en Madrid, pero Madrid en mí, no. Al poco tiempo cogí la gripe, que en aquel entonces se le llamaba gripe asiática y me vi sin nadie que me pudiera atender, teniendo en Herencia a mi querida madre que se deshacía por mí, y y yo en cama de una casa de huéspedes, puesto que mi hermano se iba para todo el día a trabajar, y me dije que si salía de aquello no quería tener tanto capital. Tras esto, regresé al pueblo.
Juan José Portillo
Fragmentos de su libro Vida, Camino y Luz (NeoDigital Imprenta, Herencia, 2017).
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