Era diciembre de 1987. Luego de más de 20 años de régimen totalitario y comunista, Cuba vivía sus peores años de violaciones a los derechos humanos. En vez de prosperidad y desarrollo económico, los hermanos Castro, al frente de una dictadura protegida por uno de los ejércitos mejor equipados de América Latina y un Ministerio del Interior experto en tareas maquiavélicas, tenía al país sumido en el caos y la miseria.
De pronto, como cosa del destino, en la casa número 365 de la calle Lealtad comenzaron a elevarse las voces de amigos, hablando un lenguaje distinto, sin miedo alguno, como si realmente tuvieran derecho a decir lo que pensaban, en medio de un pueblo callado, atemorizado, engañado vilmente de tan ingenuo.
Ese día, nuestras opiniones fueron expresadas en conferencias de prensa, escritas en papel para que el mundo nos escuchara, atendidas por periodistas de agencias extranjeras ―France Press y Reuters― y cubanas. Todos estaban asombrados por lo que ocurría en La Habana por primera vez en más de 30 años. El mundo entero se hacía eco de lo que estaba ocurriendo en la isla de Fidel y Raúl Castro, gracias a aquellos valientes que desafiaban al régimen más opresor que había tenido Cuba: Ricardo Bofill, un viejo luchador por los derechos humanos; Samuel Martínez Lara, médico; Pablo Llabre Raurel, abogado, y muchos otros.
En la misma esquina de la casa, a pocos metros de su puerta, la Seguridad del Estado había instalado una cámara de vigilancia para atemorizarnos. Pero de nada valía. Seguíamos haciendo nuestro trabajo pacífico a favor de la libertad de Cuba y recibiendo testimonios de gente de pueblo que llegaban a esa casa, denunciando violaciones a sus derechos, en busca de ayuda, mientras los hermanos Castro se preparaban para destruirnos. No soportaban que personas dignas, trabajadores, gente humilde, inteligente y capaz, integraran un Comité Pro Derechos Humanos, e investigaran flagrantes violaciones cometidas por un gobierno que se llamaba humanista.
De ese mismo comité, surgió el primer partido político de oposición, llamado Pro Derechos Humanos, fundado por Ricardo Bofill Pagés, ex-prisionero político, desterrado de Cuba meses después, lanzado al exilio de Estados Unidos, donde continuó su trabajo hasta morir.
Fundado el 20 de julio de 1988, el Partido Pro Derechos Humanos creció en pocos días, hasta llegar a la cifra de unos 300 miembros, junto a una veintena de líderes, como Rita Fleitas, Lidia González, Reinaldo Bragado, Cecilia Romero Acanda, Rolando Cartaya, Aurea Feria Cao, Jesús Yanez Pelletier, quien escribe estas líneas y muchos más, salidos de la nada, pero empeñados en demostrar la verdad y la razón de la existencia de un partido para lograr la libertad de Cuba.
El 26 de julio, a los seis días de fundado, el señor Fidel Castro dijo en un discurso: “Por ahí anda un grupito, como cucarachas por aquí y por allá, creando un partido de bolsillo. Que ni se lo imaginen…”. Pero, ¿quién pudo más, sino aquel par de dictadores envanecidos, armados hasta los dientes, engreídos de grandeza y poder, no solo de bayonetas, tanques de guerra y fusiles automáticos, sino también de millones de pesos robados al pueblo?
Tuvieron que emplear métodos sucios para destruir aquel partido, encarcelar a sus líderes por supuestos “escándalos públicos” provocados por ellos mismos. A la prisión y al destierro fueron todos. Pudo más la maldad y la astucia de un malvado que no cejó en su afán de prevalecer como dueño absoluto de un país donde nadie podía hablar más alto que él.
Hoy están derrotados los dos dictadores, uno fallecido y encerrado en una piedra para que no se escape a la tribuna de las mentiras y guapería barata; y el otro, escondido, porque no tiene nada que decir más que el silencio y la vergüenza ante el hambre del pueblo. Y yo aquí, en mi lugar de siempre, escribiendo.
Tania Díaz Castro
Texto y foto: Cubanet, 15 de abril de 2021.
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