Odio revivir estos recuerdos, contar dramáticos sucesos ocurridos hace más de dos décadas. Pero nosotros no fuimos los primeros: varias generaciones de cubanos han vivido situaciones iguales o peores intentando escapar del genocidio fidelista. Unos lograron escapar al principio, otros en años posteriores. Escribir sobre el humo blanquecino con olor a pólvora emanado por ráfagas de AK47 sobre individuos desarmados que desesperadamente trataban de huir de una dictadura que le fue impuesta el 1 de enero de 1959, me provocan tristeza y dolor. Pero a medida que he ido escribiendo, me he dado cuenta que siempre he sido un hombre libre y nunca me sentí esclavizado por una doctrina. Necesito contarlo para que los protagonistas no sean olvidados. Dejar el testimonio de cómo 64 personas desarmadas estuvieron dispuestas a morir por su libertad. Denunciarlo para que los criminales no queden inmunes.
La oscuridad y el mar agitado seguían siendo nuestro mejor aliado. La luna no se veía, había desaparecido por completo. El mal tiempo empeoraba y la fina lluvia cortaba el rostro. Los relámpagos daban la sensación de que la tempestad estaba a favor de nosotros. Parecía que también se estaba librando una batalla en el cielo entre el bien y el mal. El vaivén de las embarcaciones no les permitía a los sicarios del régimen pegarse con facilidad a nuestro barco para abordarlo. El oleaje, que para nosotros no era un problema, debido al tamaño del arenero, para ellos sí lo era y no podían arrimarse mucho, pues podían meterse debajo de nuesto barco, por el vacío que se forma entre dos embarcaciones que se unen en marcha. Nos dimos cuenta que ése era su talón de aquiles y su mayor temor.
Mientras ráfagas de calibre pesado impactaban sobre el puente, las dos lanchas pequeñas se le cruzaban por delante al arenero, peinando con descargas de AK-47 todo el frente del puente donde se encontraba el timonel Andrés. Las balas daban en las ventanas, en el casco... El visor del compás de navegación situado dentro del puente, donde se reflejaba la rosa náutica que estaba en la parte superior del techo de la embarcación, fue destruido totalmente. En aquel instante, la estación de radio dejó de recibir señales estáticas y ruidos de la frecuencia. Pensé que había sido dañada y enseguida Juan y yo nos pusimos a buscar el defecto y nos percatamos que un proyectil de AK-47 había partido el bajante de la antena que venía del techo, casi justo por encima de nuestras cabezas. Rápidamente, en medio de la penumbra, con los dientes, pelamos el cable y lo empatamos. La radio volvió a funcionar.
La fuerza de la naturaleza seguía estando en contra de los esbirros del castrismo. Eso nos permitía sacar ventaja, era el karma de aquellos aniquiladores de ensueños. Debajo de la copiosa lluvia y sin pensarlo dos veces, los hombres, mujeres y niños siguieron defendiendo la cubierta del arenero de posibles abordajes. De vez en cuando paraba de llover, pero los relámpagos aumentaban su espectáculo de luces en el cielo. A pesar del caluroso verano, típico del mes de junio, la ropa empapada por la lluvia y la frialdad de la noche nos afectaba mucho. La humedad no solo calaba hasta los huesos, si no que aumentaba a medida que avanzaban las horas.
La lluvia, los relámpagos y los fuertes truenos que a ratos se escuchaban, no impedían que el arenero siguiera abriéndose camino entre el cerco que le habían hecho las lanchas guardafronteras. Al mal tiempo se unían las ruidosas descargas de fusiles automáticos y los gritos de las personas que se encontraban en la cubierta de la embarcación, corriendo de un extremo al otro, unos desorientados y otros atemorizados, tratando de impedir que los guardias brincaran a cubierta. Mientras en silencio contemplaba la dantesca escena, de pronto me pareció como si todo se moviera en un filme cinematográfico lentamente proyectado. Lo fatídico procedía de un lente atrevido e indiscreto, el que captaba entonces mi pensamiento y ahora mi pluma. Aún hoy, aquella escena remueve profundamente mis emociones. Al recordarla, me lleno de confianza y de optimismo, con aquella gente llena de coraje y valentía, y al mismo tiempo, con una gran ecuanimidad.
Varias mujeres cogieron almohadas y las cubrieron con pañales, para que parecieran niños recién nacidos e intentar así persuadir a los guardias y dejaran de disparar. Gritaban desesperadas, llenas de terror, con bebés y los supuestos recién nacidos en brazos. Pero eso no cambió la dureza despiadada de los guardafronteras castristas, que no sintieron la más mínima piedad por esas mujeres ni por las madres que trataban de proteger a sus criaturas entre gritos y llantos infantiles. Pese al ruido de las armas automáticas que disparaban los guardias contra el puente de la embarcación, mujeres, niños y hombres se mantenían corriendo de un extremo al otro para proteger aquel pedazo de territorio libre. A ello se sumaban los truenos y las rugientes estampidas de los motores del arenero, tratando de mantener en movimiento nuestra embarcación. A las sombras de la noche se unían los reflectores de los barcos de la dictadura. La situación se fue tornando cada vez más dramática e intensa.
Las imágenes que vimos en aquel momento fueron lo más terrible que hubiéramos visto alguna vez en nuestras vidas. Vidas que se habían dedicado a sobrevivir dentro de la miseria que envolvía al país. Ninguna de las 64 personas que nos encontrábamos en el barco, jamás pensamos que viviríamos algo tan aterrador. Más allá del horror, debo reconocer que fue admirable el comportamiento instintivo adoptado por todos. Una gama de recuerdos pasaban por nuestras mentes, como cintas magnetofónicas que en vez de voces y canciones, registran patrones de comportamiento. Nacer, crecer y convertirte en un adulto bajo un sistema represivo, mentalmente a uno lo inhabilita para superar situaciones como aquéllas. Doy marcha atrás a mi memoria y me veo niño, con una pañoleta roja alrededor del cuello. Todo era programado, no había espontaneidad ni libertad para decidir y escoger. Esa obligatoriedad provocó que nos sintiéramos frustrados, incapaces de hacer esto o aquello, creer que muchas cosas no las podíamos hacer o no teníamos derecho a hacerlas por iniciativa propia.
El miedo y la duda es el motivo principal de una derrota. Y eso es lo que el enemigo estaba buscando, desestabilizarnos, aterrorizarnos con la pérdida de Andrés, el primer timonel, que había sido gravemente herido.
A eso de la 1:55 de la madrugada, Andrés gritó “me dieron, me dieron”, aguantándose el cuello. Vacilante, caminó unos pasos y cayó dando vueltas por la escalera que baja del puente hacia el comedor de la embarcación. Yacía boca abajo, sobre el piso mojado del comedor, al pie de la escalera. Estaba inmóvil, pero no totalmente inconsciente. Su cuerpo se estremecía por los espasmos que le provocaba la herida de bala en el cuello. Andrés tenía unos 40 o 45 años, mulato, no muy robusto, persona humilde y amable, perteneciente a la clase trabajadora. Vestía ropa oscura y su camisa de mangas largas estaba desabotonada. Desde la garganta, pasando por el pecho, se podía ver el lento y resplandeciente brillo de la sangre que brotaba de su cuello. La piel tostada de su cara y su pelo encaracolado estaban empapados de rojo. Personas que se encontraban protegiéndose de los disparos, lo acostaron en la mesa del comedor y lo taparon con una colcha. La sangre que brotaba de su cuello dejaba claro que la vida se le estaba escapando.
La angustia y el dolor apareció en el rostro de quienes trataban de auxiliarlo, poniendo sus dedos en la herida para detener la pérdida contínua de sangre. Andrés seguía en un estado de conmoción, la expresión de su rostro era de profundo dolor, sus pupilas desorbitadas dejaban ver el sufrimiento interno por el que estaba pasando. Su respiración se agitaba y su tez mulata empezaba a palidecer. Los músculos de la cara temblaban e intentaba decir algo. Entre balbuceos y las voces de las personas que trataban de ayudarlo, llegué a entender sus palabras: “No se detengan” . Instantes después cayó en un estado inconsciente.
Juan Felipe
Foto: Tormenta sobre el mar. Tomada de internet.
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