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lunes, 16 de octubre de 2017

Mérido Gutiérrez, el autor de la canción Mona Lisa (I)



En el blog Musicuba descubrí que el 15 de diciembre de 2016, su autor, Roberto García Cepeda, subió esta autobiografía de Mérido Gutiérrez. Decidí dejarla como Mérido la redactó, en primera persona y en presente, como si no hubiera fallecido el 5 de mayo de 1992 en Holguín, su patria chica. Solo hice algunas correcciones de estilo (Tania Quintero).

Mi nombre completo es Mérido César José Lauro Gutiérrez Rippe. Nací el sábado 18 de agosto de 1917, en la casa de la abuela materna, en Maceo esquina a Ángel Guerra, Holguín, Oriente. Fui el octavo hijo de Florinda Rippe y Miguel Gutiérrez, los dos cubanos, naturales de Holguín y Santa Lucía, respectivamente.

Por el almanaque se decidió llamarme: Mérido César José Lauro. Cuarenta días después, fui bautizado en la Iglesia San Isidoro y, en brazos de mi madre emprendí mi primer viaje en un coche tirado por caballos hasta la Estación Ferroviaria de Gibara, donde abordamos un motor de víaférrea que nos alejó lentamente de Holguín.

En la Estación del Central Santa Lucía nos esperaban papá y algunos de mis hermanos. Había llegado a mi hogar, una casa de madera y techo de zinc. Han transcurrido más de setenta años y escribo estas vivencias en mi domicilio a media cuadra de la antigua Estación Ferroviaria de Gibara, hoy convertido en centro de estudios para jóvenes.

Mi madre Florinda sabía leer y escribir. Mi padre Miguel, cuando formó su familia, era soldado y fue ascendiendo hasta lograr los grados de cabo, sargento y primer teniente. Fue un hombre práctico. El Día de Reyes sus hijos no recibían juguetes. En esa fecha aparecían nuevos zapatos, ropas y comida. Mi madre decía que los hijos traían lágrimas, alegrías y sorpresas. Cuando la recuerdo me siento feliz y agradecido. Con un hijo en cada pierna, cantaba para dormirnos. De ella aprendí que "el que canta, sus penas espanta".

Salustiano del Campo fue mi maestro en tercer grado. Era un mulato alto de mirada enérgica y sonrisa bondadosa. El amor a la naturaleza, el patriotismo y el respeto a los mártires eran sus temas favoritos. Organizaba competencias deportivas y de siembra de árboles y cada semana estimulaba a los mejores con entradas gratis al cine.

A los diez años de edad comencé la lucha por la supervivencia, apartado de la familia. Desde Santa Lucía hasta el barrio de Melones viajaba en un caballo cargado de medicinas para aprender el oficio de boticario. Un año después mis padres se trasladaron a Gibara y reclamaron al hijo ausente. Canturreando la canción Ramona, viajé desde Bocas hasta la Villa Blanca. Al bordear el río y coronar la loma, la presencia del puente a la derecha y el inmenso mar, me sorprendieron. El caballo ni se diga… levantaba las patas delanteras y se negaba a continuar el camino, relinchando que metía miedo.

Ante el peligro, logré bajarme del animal abrazado a su pescuezo y sin soltar las bridas, esquivé sus patas. Lo tranquilicé, pasándole la mano y hablándole al oído. Así, paso a paso,con el caballo de las riendas, lleguéa la vivienda familiar, que aún se conserva, frente a la primera playita. El caballo y yo, nacidos tierra adentro, nunca habíamos visto el mar, con tanta agua azul y gris movida por la brisa.

En 1933, tras la caída del presidente Machado, a petición del Ejército Nacional, el pueblo de Gibara se concentró frente a nuestra vivienda para aclamar a mi padre por su buen desempeño como jefe militar de la zona.

Motivado por la impresionante musicalidad de la Orquesta Avilés, concibo la idea de imitar el sonido de sus instrumentos. La imposibilidad de comprarme uno de y pagar las clases de música me hicieron buscar vocalmente sonidos similares al saxofón, el violín, la trompeta y el trombón. Enrique Avilés, pianista de la Orquesta, fue el primer músico que escuchó mis imitaciones y las consideró tan buenas que me dijo: "Tienes dinero en la garganta".

Semanas después, acompañado por este pianista hice mi debut en el Teatro Oriente. Se trataba de una velada artística organizada por las Damas Martianas en beneficio de los pobres. Como no existían micrófonos, debía utilizar un megáfono que amplificaba el sonido.

Al ser presentado al público, una corriente de nervios hizo temblar todo mi cuerpo. El pianista hizo la introducción dos veces porque yo permanecía mudo. En medio de un gran silencio y entre los compases de Cocktails for Two, comencé la imitación con una fuerza desconocida en mí. Al finalizar, la ovación me sacudió de pies a cabeza. Enrique sonreía satisfecho y de inmediato inició la introducción de Blue Moon, los dos números los había popularizado la Orquesta y eran conocidos por el público. Esa noche no pude dormir. En mis oídos no cesaba de escuchar el eco de los aplausos que había recibido en mi primer éxito artístico .

Mi primera guitarra valenciana la recibí de manos de mi primo Manuel, que se había transformado de aprendiz de bodeguero en estudiante de medicina. Estoy convencido que ese gesto contribuyó a definir mis pasos en el campo artístico. Gracias a mi madre, que pagó algunas clases con el maestro Guillermo Sánchez, aprendí algunos acordes que me permitieron cantar serenatas y hacer la composición Te quiero, dedicada al primer romance de mi juventud.

La costumbre de cantar después de la medianoche junto a la ventana de una novia o a los familiares y amistades en días de cumpleaños, fue una sana diversión para la juventud de mi época. Las serenatas desaparecieron al surgir la represión contra el pueblo y ser consideradas por la policía como alteraciones del orden público. Sometidas a un permiso oficial, quedaron definitivamente prohibidas. Se perdió una bella tradición que jamás ha vuelto a recuperarse.

La popularidad del imitador se extendió a Camagüey y a Ciego de Ávila. Presentado como el Artista Múltiple, atracción de la Orquesta Avilés, que pagaba los gastos, no recibía más beneficio que conocer otros pueblos y actuar en sociedades y clubes ante numerosa concurrencia. Las imitaciones las realizaba en el receso que hacía la Orquesta a medianoche, momento en que presentaba un pequeño show con sus solistas.

En 1935 llegó a Holguín un carro con dos bocinas y un micrófono destinado a la propaganda comercial. Recomendado por mi amigo Tinito Pupo, agente de los cigarros Partagás y las galleticas Siré, fui contratado para cantar y hacer mis imitaciones acompañado de la guitarra, con el 'astronómico' precio de 2 pesos diarios. Se actuaba en las esquinas de los barrios a la hora en que llegábamos. El carro tenía un dispositivo que producía una iluminación intermitente en colores que en la oscuridad atraía mucho público.

Además de música, ofrecía el reparto gratis del condimento Bijol, patrocinador principal de la propaganda. Las cocineras, amas de casa y la muchachería del lugar formaban una multitud alrededor del carro que luego de su objetivo comercial, abandonaba el lugar anunciando las bondades del condimento.

Al regresar a mi ciudad, la Compañía de Lecuona se estaba presentando en el Teatro Oriente. Entre el público, aplaudí emocionado a Esther Borja que interpretó magistralmente su Damisela encantadora. La directiva del Liceo Holguín, sociedad exclusiva para blancos ricos, ofreció al maestro Lecuona una despedidaa la que asistió con sus principales artistas para acompañarlos al piano en la interpretación de sus composiciones. Cuando terminó el concierto fui presentado como una curiosidad de la cultura holguinera.

Debía ocupar el lugar donde momentos antes habían actuado el cantante lírico Miguel de Grandy y Esther Borja. También me escucharía el propio Lecuona. Mis nervios no daban más. Pensaba que el temblor de mis piernas se advertía a través de los anchos pantalones. Pero luego de escuchar mis imitaciones, me felicitó por mis habilidades vocales y a Enrique Avilés por la interpretación de dos de sus composiciones. Está demás decirlo, tampoco pegué un ojo esa noche.

Nuevamente junto a Tinito, visitamos Gibara, Velasco, Chaparra, Puerto Padre y Las Tunas, donde actué en cines, comercios y bodegas. Lo aprendido con la propaganda del Bijol me convenció de que todo lo que se quiere vender debe anunciarse. Esa fue la condición que exigí a los dueños de cines que aceptaron nuestra presentación en cada uno de los pueblos visitados.

Los empresarios anunciaron sus películas en volantes y utilizaron como atracción el nombre del increíble imitador en grandes letras, por supuesto algunos fueron más discretos.

Estas presentaciones fueron posibles por la generosidad que caracteriza al cubano. Prácticamente ningún cine tenía piano y uno prestado por algún pudiente facilitó nuestra actuación.

En esta gira me acompañó René Urbino, quien también interpretaba solos como partenal del programa.

Los empresarios cumplieron con la promesa de la propaganda y nos liquidaron cada función con menos de veinte pesos. Los gastos de viaje, hospedaje y comidas nos obligaron a pedirle dinero a los comerciantes, a cambio de que sus nombres y negocios fueran anunciados como patrocinadores de nuestra presentación.

El regreso a Holguín con relativo éxito permitió pagar los trajes que nos habían confeccionado en la Sastrería Hermanos Avilés, vendidos a plazo por cuarenta pesos, y la deuda de diez más por la primera foto utilizada para la propaganda. En dicha foto, el saxofón que sostengo lo prestó el amigo Cronides Avilés, integrante de la famosa Orquesta. Este instrumento es una reliquia histórica, fue el primero que llegó a Holguín traído por un aficionado a la música norteamericana que había visitado los Estados Unidos. El primer músico que aprendió la técnica del saxofón fue Mauro Avilés quien lo tocaba a la entrada del Cine Martí y con su melodioso sonido atraía numeroso publico que luego entraba a ver las películas silentes de la época.

Mi hermano Mauro me llevó a La Habana, que no conocía, y pagó los gastos del viaje. Iba convencido de que triunfaría en La Corte Suprema del Arte, famoso programa que ofrecía la emisora radial CMQ, de 8 a 10 de la noche para los aficionados al arte, necesitados de ganar unos pesos como yo. Cada noche pagaban 50 pesos al ganador, a quien consideraban una Estrella Naciente. A los aspirantes sin posibilidades le tocaban una ruidosa campana que provocaba risas y burlas entre el público.

Durante el ensayo, por la tarde, el pianista acompañante me dijo: "Esto no lo hace nadie, triunfarás con tus imitaciones, controla los nervios y ¡ya!". Fui el último concursante de la noche y por error presentado como Merodio Gutiérrez, de Oriente. Soporté la tortura del proceso de eliminación entre veinte aspirantes. El animador situaba una mano sobre la cabeza de los concursantes y el público aplaudía, más o menos, según su preferencia.

Por último, quedaron dos finalistas: una bella joven de brillante pelo dorado llamada Alba Marina, mezzosoprano lírica y el imitador hecho un manojo de nervios. A insistencia del público se dividieron los 50 pesos y se dijo que habían nacido dos nuevas estrellas. Salí del estudio con mis 25 pesos y un ramo de flores, obsequio de una firma comercial. El corazón no me cabía en el pecho.

Como Estrella Naciente recibí la sorpresa de que debía actuar una semana en el programa de CMQ que patrocinaba el Aceite Barcel, puro español. Por el trabajo de una semana me pagaron solo 7 pesos y me dieron una botella del producto.Tratando de aprovechar mi estancia en La Habana y las posibilidades de ganar algo más, me presenté en la Corte Suprema del Arte que se presentaba en el Teatro Martí. Allí recibí el primer premio de 25 pesos. En la ronda final, junto a todos los ganadores aspirantes al premio de 50 pesos, celebrada en el mismo teatro, sospechosamente la amplificación no funcionó durante mi presentación y sólo recibí dos entradas para una obra de teatro.

Patrocinado por importantes firmas comerciales participé en el Festival Trimestral celebrado en el Teatro Nacional. En el espectáculo actuaron como primeras figuras las jovencitas más bellas que recuerdo. Se presentaron dos cuadros, Amanecer mexicano y El danzón, que exigíanun rápido cambio de vestuario. Sin camerinos para cuarenta y cinco Estrellas Nacientes, los cambios se hicieron detrás del escenario y en los servicios sanitarios a una velocidad inconcebible. Al final del espectáculo, las jovencitas se fueron en autos con sus nuevos representantes o dueños de frmas comerciales. El resto de las Estrellas que trabajaron por amor al arte recibieron una cena con dulces y refrescos, felicitaciones y ¡Buena suerte!

El brillo de las Estrellas se había apagado con aquel Festival. La Corte seguiría buscando nuevas estrellas y muchas de ellas morirían casi al nacer. Llegué a esta conclusión cuando el director de la Orquesta de CMQ, luego de escucharme en una audición especial que le ofrecí, me dijo: "¡Excelente! Pero las imitaciones por radio, no funcionan. Preséntate cuando llegue la televisión que estamos esperando". La televisión llegó, pero muy tarde para mí. Las circunstancias cambiaron mi rumbo artístico. Ignoraba que era una víctima de aquel sistema. No había oportunidades para los jóvenes con inquietudes artísticas como yo.

Decidí quedarme en La Habana con la esperanza de vivir de mis facultades vocales. Guitarra en mano y bien vestido, conocí a un chofer que transportaba turistas. Le hice una demostración de mis imitaciones y quedó admirado: "Ven conmigo y te garantizo buenas propinas", me dijo. Su trabajo consistía en recoger en el muelle a los turistas norteamericanos, llevarlos al Hotel Nacional, y después recorrer los centros de interés de la ciudad. Aquel carro tenía como atracción al imitador de instrumentos musicales y su guitarra. No existía radio en los vehículos de esa época.

Los turistas me pedían que abriera la boca pensando que ocultaba algún pito. Así conocí el negocio de las propinas y gané los primeros dólares. Los barcos de turistas llegaban los fines de semana. De lunes a jueves permanecía sin hacer nada, así es que decidí integrar la familia de los músicos ambulantes que vivían de las propinas en bares y restaurantes. Los dueños de esos negocios no pagaban artistas, y para mantener su categoría, sólo admitían a los que con saco y corbata, amenizaban almuerzos y comidas. Mantener un trabajo fijo exigía estricta puntualidad y cantarle hasta el último cliente.

El repertorio instrumental de música norteamericana de las imitaciones fue ampliado y comencé a cantar lo más popular de la música latinoamericana: Siboney, La paloma, Cielito lindo, Tipitipitín, y otros. Normalmente cantaba a dúo con Rafael Reynaldo, compositor y guitarrista holguinero, en El Floridita y La Zaragozana, durante el almuerzo y la comida.

En cierta oportunidad, Antonio Tejeda sustituyó a Reynaldo que estaba enfermo. Cantábamos y tocábamos alternándonos la guitarra, porque la de él estaba empeñada, cuando en eso entraron tocando maracas, un francés, su mujer y el chofer que también servía de traductor. Terminada la tanda musical y la comida, el francés nos invitó al Hipódromo de Marianao donde se estaba realizando una importante carrera de caballos.

Al chofer y a mí dejó con la mujer a quien pidió dinero para ir a jugar a la ruleta. Vimos dos carreras y al poco rato se apareció el francés muy sonriente. Nos dio dos billetes de 50 dólares a cada uno, diciendo: "¡Ustedes me han dado suerte!". Sus habilidades como jugador profesional nos habían proporcionado la mayor propina.

Después de disfrutar unas merecidas vacaciones en Holguín, al regresar a La Habana mis compañeros Reynaldo y Tejeda no estaban en El Floridita ni en La Zaragozana. En la ruta ambulante tropecé con Urbano Monterrey, joven guitarrista pinareño que me ofreció compartir las propinas en el cabaret La Campana, muy visitado por los turistas,cuya llegada era recibida por toques de campana, música y un trago gratis.

La Campana tenía un patio colonial, una barra grande, un fotógrafo y músicos ambulantes, para ambientar la venta de licores de todo tipo. Después que se generalizaba la compra de bebidas se tomaban fotos con los músicos a petición de los visitantes que esperaban media hora por el revelado. Por cada tirada, el fotógrafo cobraba 3 pesos, y a los músicos nos daba 0.25 centavos a cada uno.

El dúo Gutiérrez-Monterrey se convirtió en el Trío Los Criollitos, con la efímera inclusión del guitarrista Escalante, que muy pronto se marchó a Venezuela y murió víctima de un marido celoso. Por falta de recursos, fue sepultado en la tierra de Bolívar, debido a lo costoso que resultaba trasladar el cadáver a Cuba.


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