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miércoles, 11 de junio de 2014

Juan Ramón Jiménez en La Habana


La cultura cubana se honra en recordar a Juan Ramón Jiménez, ese maestro y poeta de fino lirismo, que nació en Palos de Moguer, en la provincia de Huelva, Andalucía, el 23 de diciembre de 1881.

Una vez, cuando era yo muy joven, tuve las primeras noticias de este importante escritor. Fue a través de su hermoso poema en prosa Platero y yo, con esas palabras iniciales que me sabía de memoria: “Platero es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”. Años después, ya en la Universidad, tuve noticias que las ediciones de esta obra maestra, sumaban en el mundo más de un millón de ejemplares.

Era este andaluz, un hombre muy especial. Venía de un hogar acomodado. Estudios con jesuitas, intentos universitarios, idiomas y deseos por incursionar en el arte pictórico. Apasionadas lecturas de Bécquer, Rosalía de Castro, Curros Enríquez, Víctor Hugo, Lamartine, Musset, Heine, Goethe y Schiller, por citar algunas, sedimentaron toda su estructura intelectual. Los clásicos españoles, San Juan de la Cruz, Santa Teresa y Fray Luis de León, influyeron en los años iniciales de su creación literaria.

A finales de siglo, Madrid le abre las puertas. Rubén Darío quiso hablar con él. Juan Ramón tenía 18 años. El nicaragüense había descubierto que en aquel joven poeta andaluz, delicado y nervioso, habitaba el germen de la renovación y de una libertad interior, tan coincidente con el Modernismo.

Animado por Villaespesa y muchos amigos, Juan Ramón publica sus primeros poemas. Intensa vida literaria, locura y una vida bohemia que los atrapaba. Escribe febrilmente. Frente a la algarabía literaria, se presentaba el cansancio y el aburrimiento, junto al egoísmo y la agresividad de algunos, que no querían reconocerle, ni uno solo de sus méritos poéticos.

Vuelve a Moguer. Una etapa depresiva lo invade. Tristeza, soledad, angustia. Se arruina la familia y decae la vida económica de su pueblo. En 1912 regresa a Madrid, más recuperada su salud y en la Residencia de Estudiantes creada por la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, se encuentra con Giner, su maestro de siempre. Convive también con Unamuno, Menéndez Pidal, Azorín, Eugenio d’Ors y José Ortega y Gasset, entre otros. Permanece allí hasta 1916. Estas relaciones lo nutren y fortalecen.

Se embarca a los Estados Unidos y se casa con Zenobia Camprubí Aymar, de madre puertorriqueña, y que será su amiga y compañera para toda la vida. De su matrimonio surge su Diario de un poeta recién casado, novedoso texto literario matizado de tierra, cielo y mar.

Observa tristemente los grupos minoritarios de la gran urbe, inmersos en la miseria colectiva y siente una especial sensibilidad hacia el negro, como lo sintió también Federico García Lorca. A los pocos meses vuelve a Madrid. La etapa de 1916 a 1936 reúne veinte años de fecunda creatividad, consolidada por abundantes textos poéticos, evocaciones, críticas, cuentos, caricaturas líricas, aforismos, traducciones. Una fuerza intelectual realmente impresionante.

Decide regresar a América, ya en un exilio voluntario. Había percibido el horror de la vida deshumanizada y desnaturalizada que le dejó el sabor amargo de la Primera Guerra Mundial. Siente como suyos a los niños mutilados y la muerte de amigos le producen profunda desolación. La Primera Guerra Mundial y la Guerra Civil en su tierra le seguían abriendo heridas muy profundas. "¡Es tan grande la pena total del Mundo!", exclamaba.

No era Juan Ramón Jiménez un político, ni mucho menos, pero tenía conciencia de la época que le había tocado vivir. Soñaba con una España mejor, con un pueblo más feliz, sobre todo para las generaciones más jóvenes, a las que siempre amó.

En 1936, los cubanos habíamos salido del doloroso machadato que había cobrado la vida de muchos jóvenes, especialmente estudiantes. El cierre de la Universidad, las batallas entre diferentes tendencias políticas y la clausura de publicaciones periódicas, producían un peligroso desencanto en el ámbito cultural, solo salvado en parte, por las iniciativas creadoras de algunas personalidades que deseaban transformaciones estéticas, sociales y políticas dentro de la sociedad cubana.

Entre esas personalidades se encontraban Fernando Ortiz, sabio y antropólogo, el letrado José María Chacón y Calvo y la joven profesora Camila Henríquez Ureña, que aunque dominicana, se había enraizado en nuestro país. Importantes eventos culturales en el Lyceum, el Conservatorio de Música y el Instituto Hispanoamericano de Cultura, se hacían sentir. Justamente en este marco histórico, el presidente de esta última Institución, Fernando Ortiz, invitó a Juan Ramón Jiménez a visitarnos, como lo había hecho en 1930 con Federico García Lorca.

El autor de Platero y yo pasó dos años junto a nosotros. En Cuba se relaciona con la intelectualidad habanera. Visitaba a Mariano Brull y se reunía con Emilio Ballagas, Ramón Guirao, Eugenio Florit, José Lezama Lima, el padre Ángel Gaztelu, Dulce María Loynaz y Serafina Núñez, en quién siempre Juan Ramón provocó una intensa inspiración.

El moguereño conoció a Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego, Gastón Baquero y Nicolás Guillén, entre otros, que lo distinguieron de manera muy especial. Para él, la poesía es la paz, y se inclinaba ante el ejemplo generoso de la muerte de Pablo de la Torriente Brau.

Así comenta Lezama Lima sobre Juan Ramón: “En España apenas recibía, entre nosotros, conversaba un crepúsculo o caminaba una mañana subrayando el gris que acompaña a nuestro azul o nuestro verde. Le seducía nuestra retadora diversidad, una suma de lo discontinuo que logra una inesperada resultante tonal. Decía que no había podido escribir sobre Martí antes de su visita a Cuba, en aquellos días lo hizo con verdadero esplendor, sentía como nadie el delicado, Garcilaso, Sidney o Martí, muerto por la espada."

Y así se expresaba el poeta andaluz: “Hasta Cuba, no me había dado cuenta exacta de José Martí y por esta Cuba verde, azul y gris, de sol, agua y ciclón, palmera en soledad abierta o en apretado oasis, arena clara, pobres pinillos, llano, viento, manigua, valle, colina, brisa, bahía o monte, tan llenos todos del Martí sucesivo, he encontrado el Martí de los libros suyos, y de los libros sobre él. Miguel de Unamuno y Rubén Darío, habían hecho mucho por Martí, porque España conociera mejor a Martí, contrario a una mala España inconsciente, era el hermano de los españoles contrarios a esa España contraria a Martí”.

El pintor español Hipólito Hidalgo de Caviedes, por aquel tiempo viviendo en nuestra Isla, lo recordaba en el Hotel Vedado. “Allí lo vi, a veces trabajando en camisa, con las cuartillas extendidas sobre la cama, y respirando a pulmón lleno, el aire teñido de azul que venía del mar”. Hoy esta instalación orgullosa muestra una tarja, que rememora la presencia del gran español y de su esposa en el lugar. Hasta allí, llegaban cubanos de otras provincias a saludar al ilustre matrimonio.

Se le ocurre a Juan Ramón un gran proyecto, que Fernando Ortiz apoya incondicionalmente: organizar un festival de la poesía producida en Cuba en 1936. El 20 de enero de 1937 ya está lista la convocatoria y lo que a mí en particular siempre me ha parecido lo más hermoso, es que en el evento participarían no solo los artistas ya de nombradía bien ganada, sino también, los novicios y hasta los desconocidos. Vendría después la publicación de los textos. Los poetas se lo merecían.

Cuba empieza a tocar lo universal y así pensaba Don Juan Ramón con su personal ortografía: "La Habana está en mi imajinación y mis anhelos andaluces, desde niño. Mucha Habana había en Moguer, en Huelva, en Cádiz, en Sevilla. ¡Cuántas veces, en todas mis vidas, con motivos gratos o lamentables, pacíficos o absurdos, he pensado profundamente en La Habana, en Cuba! La extensa realidad ha superado el total de mis sueños y mis pensamientos”.

El festival fue un éxito. El teatro Campoamor se llenó de voces poéticas que hacían vibrar sus sueños. La antología fue una realidad. La Poesía Cubana del 1936, prologado por Juan Ramón, fue compilada y editada con la colaboración de Camila Henríquez Ureña.

Es una etapa en quel poeta de Moguer, por sobre todas las cosas, se siente un animador de la cultura.

Dicta conferencias, lee sus versos, entrega a todos su amplio saber. Con firme convicción, mantiene vivo el idealismo magnánimo de la ardiente misión pedagógica de su maestro Francisco Giner, pero su obra literaria personal no crece en estos momentos, con la misma celeridad que presentaba en los años anteriores a su exilio.

Desde la península, le llegan dolorosas noticias. La guerra seguía destrozando a España. Morían sus mejores hijos. García Lorca había sido asesinado, Antonio Machado, a quien Juan Ramón llamaba “nuestro mejor poeta”, había muerto “llenándonos a todos con su caída de sombra”, exclamaba.

En 1943 le escribe a Enrique Díez Canedo: “Desde estas Américas, empecé a verme, y a ver lo demás y a los demás, en los días de España; desde fuera y lejos, en el mismo tiempo y en el mismo espacio. Se produjo en mí un cambio profundo, algo parecido al que tuve cuando vine en 1916”.

Más que demócrata, él siente que quiere ser hermano del pueblo, en lo que llama “un esperanzado estado de tránsito” y quiere ayudar a integrar una sociedad mejor. Para el autor de Platero y yo, lo peor en la vida es la injusticia y la miseria. Desprecia la populachería, el odio y el crimen. Rememora cuando en su primera visita a Nueva York había declarado su simpatía al Gobierno de la República. Después, en Puerto Rico, volvió a reiterarlo y así lo mantuvo en sus largos años de vida en América.

En Cuba nos dejó bien claras sus palabras: "Hay que escribir cubanos, el cantar o el romancero de José Martí, héroe más que ninguno de la vida y de la muerte, ya que defendía esquisitamente con su vida superior de poeta que se inmolaba, su tierra, su mujer y su pueblo. La bala que lo mató era para él, quién lo duda, y por eso. Venía, como todas las balas injustas, de muchas partes feas y de muchos siglos bajos, y poco español y poco cubano, no tuvieron en ella, aún sin quererlo, un átomo inconsciente de plomo. Yo, por fortuna mía, no siento que estuviera nunca en mí ese átomo que, no correspondiéndome, entró en él. Sentí siempre por él, y por lo que él sentía lo que se siente en la luz, bajo el árbol, junto al agua y con la flor, considerados, comprendidos".

En 1950, muere Zenobia en Puerto Rico. Duro golpe. Se acentúa en Juan Ramón una honda nostalgia por España y Andalucía. En la hermana Isla, recibió la noticia del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura, en 1956. Dos años después, el 29 de mayo de 1958 fallece, también en Puerto Rico. En la Universidad de Río Piedras, se conservan las cartas y recuerdos que legó el matrimonio a esa Institución.

Juan Ramón Jiménez murió como su Platero, en su prado de rosas eternas, ante los lirios amarillos por donde revoloteaba una mariposa de tres colores, sembrado en la memoria de la cultura de la isla Mayor de las Antillas que jamás podría olvidarlo.

Cubarte, 6 de noviembre de 2011.
Foto: Juan Ramón Jiménez durante su estancia en La Habana. Tomada de Memorias y olvidos, fragmento de Cintio Vitier publicado en el blog Me quedaría con la poesía.

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