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Aunque mi vida no era la típica de una joven estudiante habanera, porque mi familia materna estaba volcada en la lucha contra la dictadura de Batista, no era ajena a lo que le gustaba escuchar y bailar a los de mi generación.
En nuestra casa, en la barriada del Cerro, no teníamos televisor ni tocadiscos, por lo que yo estaba al tanto de las preferencias musicales por la radio y por las amiguitas que poseían tocadiscos, donde podíamos escuchar vinilos sencillos o de larga duración con las canciones de moda.
En mi época, casi todas las muchachas sentíamos la misma predilección por la música americana que por la cubana. Más o menos igual que ahora, sólo que entonces las emisoras difundían los últimos éxitos en Estados Unidos, y una vez por semana, el hit parade.
Tuve la suerte de coincidir con el nacimiento del rock and roll, y cada vez que teníamos un rato libre, movíamos el esqueleto al compás de Bill Haley & His Comets y Elvis Presley. Siempre con balerinas y faldas acampanadas, con una o dos "paraderas" (sayuelas) debajo.
También nos gustaban las canciones de Frank Sinatra, Nat King Cole, Bing Crosby, Dean Martin, Doris Day, Rosemary Clooney, Frankie Laine y Mario Lanza; los arreglos orquestales de Glenn Miller, Benny Goodman y Ray Coniff; las interpretaciones del excéntrico pianista Liberace, y los temas de películas: Té y simpatía, Tres monedas en la fuente, Cantando bajo la lluvia, Marcha sobre el río Kwai, Picnic, Algo para recordar y Love is a Many Splendored Thing, entre otros.
Cuando una adolescente cumplía 15 años, la tradición era organizar una fiesta. Si la familia tenía pocos recursos, la celebración se hacía en su hogar o en el de un pariente o amigo. Si se tenían más posibilidades, en algunos de los muchos clubes y sociedades recreativas existentes.
Ya fuera una fiestecita de quince modesta o por todo lo alto, lo que nunca faltaba era el vals, bailado por la quinceañera con su padre y catorce parejas más. Por ello, tengo que incluir los valses entre la música de mi juventud. El Danubio Azul y Cuentos de los Bosques de Viena, de Johann Strauss, eran los más reproducidos.
En la escuela pública donde hice la enseñanza primaria, además de clases de música, tuvimos que preparar bailes para despedir el curso. En una ocasión nos disfrazamos de cowboys y la música de fondo fue country. En otra, vestidas de mexicanas, danzamos con Noche de Ronda. Cuando salimos de "gitanas" lo hicimos acompañadas de La Zarzamora.
De los artistas europeos, nuestros favoritos eran la francesa Edith Piaf y el italiano Domenico Modugno, aunque a mí me fascinaba la música compuesta por Nino Rota para los filmes La Guerra y la Paz, La Strada y Las Noches de Cabiria. De los latinos, el uno lo tenía el chileno Lucho Gatica.
La música española, mexicana y argentina tenía miles de seguidores, en su mayoría adultos e inmigrantes. Igual ocurría con la opereta, la zarzuela y los shows en cines, teatros y cabarets. Los más jóvenes teníamos que conformarnos con programas televisivos como El Casino de la Alegría y cintas musicales con Fred Astaire, Leslie Caron, Cyd Charisse, Esther Williams, Marilyn Monroe, la brasileña Carmen Miranda o el cubano-catalán Xavier Cugat.
No eran exactamente programas musicales, pero en la radio había espacios cuya música fue decisiva en el mantenimiento de la audiencia. Uno de ellos, dedicado a narrar sucesos sangrientos, estaba a cargo de Joseíto Fernández, quien después alcanzaría fama mundial con una versión de Guajira Guantanamera. El otro era conducido por Clavelito, un espiritista que cantaba: "Pon tu pensamiento en mí".
Inolvidable la musicalización de radionovelas como El Derecho de Nacer (su autor, el periodista, escritor y músico santiaguero Félix B. Caignet, entre otras canciones compuso Frutas del Caney); de dramatizados como Divorciadas y de aventuras como Los Tres Villalobos o Rafles, el ladrón de las manos de seda.
Los amantes de la música clásica tenían posibilidad de acudir a conciertos en el Auditorium, en Calzada y D, Vedado, o en el Teatro Nacional, hoy García Lorca, en Prado entre San Rafael y San José. O de oírla por la emisora CMBF, que desde su fundación en 1948 trasmitía clásicos cubanos y universales.
Me hubiera gustado haber asistido a uno de esos conciertos en el Auditorium o el Nacional, pero si quería deleitarme con Chaikovsky, Beethoven o Chopin, tenía que sintonizar la CMBF en nuestro viejo RCA Victor. Lo que sí presencié en varias ocasiones fueron las retretas, en el Parque Central, La Punta o el Parque Maceo. Las mejores eran las ofrecidas por la Banda Nacional de Conciertos y la Banda de la Policía.
Con particular cariño recuerdo las presentadas los 20 de Mayo, la efemérides patriótica más importante que teníamos. Hasta el más pobre ese día trataba de estrenarse una muda de ropa, costumbre que se repetía el 31 de diciembre, para recibir el nuevo año con vestimenta nueva.
Los parques principales en las ciudades cabeceras de provincia tenían una glorieta, nombre del lugar donde las bandas municipales tocaban las retretas. En su repertorio sobresalían marchas, pasodobles y composiciones de Antonio María Romeu, Ernesto Lecuona, Alejandro García Caturla, Julián Orbón, Eliseo Grenet, Moisés Simmons y José White. Tampoco olvido las retretas en el Parque Serafín Sánchez de Sancti Spiritus, cuando iba de vacaciones a la tierra de mi familia materna.
De los músicos callejeros por La Habana, lo más recordado son las parejas de cantantes masculinos, que en una parada subían a una guagua (ómnibus) o un tranvía, y en la otra se bajaban. En esos minutos, con un par de maracas y claves, entonaban una guaracha o un sucu-sucu: "Ya los majases no tienen cuevas Felipe Blanco se las tapó". Antes de bajarse, pasaban la gorra. La recaudación dependía de los medios, reales y pesetas echados por los pasajeros. Su slogan decía "Coopere con el artista cubano".
En bares y restaurantes solían cantar dúos, tríos y agrupaciones de pequeño formato, tradición que se ha mantenido con los 'soperos', como ahora les dicen a los músicos que por su cuenta deciden buscarse unos chavitos tocándole a turistas.
Los Aires Libres del Prado databan de los años 30, el más renombrado fue el situado en la esquina de Prado y Dragones, afuera del Hotel Saratoga, famoso por su servicio gastronómico y música en vivo. No alcancé a ver ese Aire Libre, pero sí los que hubo en la acera frente al Capitolio, con mesas y sillas al estilo parisino.
En mi infancia, la música cubana había vivido un verdadero boom con el mambo, creado en los 40 por Dámaso Pérez Prado. Hasta que en 1953 Enrique Jorrín puso a toda Cuba a bailar con La Engañadora. Con ella nació un nuevo ritmo: el chachachá. En los solares, los reyes eran el guaguancó y la rumba de cajón. Los más viejos continuaban sus citas domingueras para "echar un pasillo" de danzón y danzonete.
Cuando en febrero llegaban los carnavales, arrollábamos con la comparsa del barrio, que en mi caso, era una de las más famosas de la capital, Los Marqueses de Atarés. Cuando a lo lejos los sentíamos, nos parábamos en la acera, a esperar que llegaran y arrollar con ellos una o dos cuadras.
Los bailadores de verdad preferían irse los fines de semana a los jardines de las cervecerías La Polar y La Tropical, ambos situados en Puentes Grandes. En una ocasión fui de chaperona con una prima, cuyo novio era un gran bailador de casino: las ruedas de casino arrasaban en mis tiempos. Tanto en La Polar como en La Tropical, además de cerveza y malta embotellada y fría, se comían unas riquísimas empanadas gallegas. Eran sitios hermosos, tranquilos y bien cuidados, a los cuales no sólo se acudía para bailar, también para pasar el domingo con la familia.
Algunos optaban por locales cerrados, no demasiado alejados de sus domicilios, como las sociedades Jóvenes del Vals, Las Águilas, Unión Fraternal y otras similares, que sábados y domingos ofrecían carteles con orquestas populares. Allí los socios podían bailar en un ambiente respetuoso y sano, muy distinto al de los "bailables" masivos ideados por los funcionarios municipales de cultura después del 59, y que en carne propia padecí en los veinticuatro años que residí frente a la Plaza Roja de la Víbora, sobre todo cuando programaban orquestas como la de Elio Revé y su Charangón.
En mis años mozos, el bolero se mantuvo en alza. Donde había una vitrola, no faltaba uno de esos bolerones sobre celos e infidelidades, los favoritos de borrachos y acongojados. Mis boleristas eran Olga Guillot, Fernando Alvarez, Blanca Rosa Gil y Vicentico Valdés. A las muchachas nos gustaban y mucho, todas las canciones de Benny Moré y su Banda Gigante y las de Celia Cruz con la Sonora Matancera, así como los números que lanzaban las orquestas América, Aragón y Riverside y el Conjunto Casino, por donde pasaron voces del calibre de Roberto Faz, Orlando Vallejo, Roberto Espí, Celio González, Nelo Sosa y Laíto Sureda, entre otros.
Pero si algo venerábamos, era la música de nuestros padres y abuelos: Sindo Garay, Manuel Corona, Eusebio Delfín, Miguel Companioni, Trío Matamoros, Orquesta Anacaona, Paulina Alvarez, María Teresa Vera, Dúo Los Compadres, Celina y Reutilio, Coralia y Ramón, Rita Montaner, Esther Borja, Isolina Carrillo, Bola de Nieve, Celeste Mendoza, Barbarito Diez, Pío Leyva, Tito Gómez, Lino Borges, Tejedor y su Grupo, Arsenio Rodríguez, Arcaño y sus Maravillas, Panchito Rizet, Ñico Membiela, Sexteto Habanero, Septeto de Ignacio Piñeiro y Cheo Belén Puig.
Por la vinculación de mi familia a la emisora Mil Diez, tuve oportunidad de escuchar desde sus inicios las canciones que integrarían un nuevo movimiento, el feeling, una forma más libre de hacer y decir el bolero. Si hay una música identificativa de mi juventud, ésa es la que hacían los creadores e intérpretes del feeling: Angel Díaz, José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Frank Emilio, Marta Valdés, Omara Portuondo, Moraima Secada, Aida Diestro y Elena Burke.
Tania Quintero
Lucerna, 14 de enero de 2009
Video: En febrero de 1932, durante una estancia de dos semanas en La Habana, el compositor estadounidense George Gershwin (1898-1937), conoció a varios músicos cubanos, entre ellos a Ignacio Piñeiro y su Septeto, cuyos números le gustaron mucho, en particular Échale salsita. A su regreso a Estados Unidos, entre julio y agosto de 1932, compuso una obertura sinfónica a la que inicialmente tituló Rumba y que cuando se escucha con detenimiento, se descubren acordes de Échale salsita. Con el nombre de Rumba fue estrenada el 16 de agosto de 1932 en el Levisohn Stadium, en un programa que la Orquesta Filarmónica de Nueva York le dedicó a Gershwin. La Obertura Cubana de este video pertenece al disco Gershwin: Piano Concerto in F / Rhapsody in Blue / Cuban Overture (2007), intepretada por la Orquesta Filarmónica de Rochester, conducida por el director, arreglista y trompetista Jeff Tyzik (Nueva York, 1951).
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