La Habana despierta temprano y antes de las 8 de la mañana es un hervidero de voces y movimiento. Trepidan los viejos autos y ómnibus por la ciudad, la gente se aglomera en las paradas y en los contenes, bulle la nueva jornada de supervivencia.
Apenas a una cuadra de la céntrica avenida de Carlos III, decenas de adolescentes se apiñan en los alrededores de la secundaria básica Protesta de Baraguá dilatando todo lo posible el momento de entrar al matutino. Con independencia de géneros, vivaces, altaneros, irreverentes, casi todos hablan en voz muy alta, gesticulan, gritan de unos grupos a otros, de una a otra acera.
Una estudiante pulcramente vestida y bellamente peinada, se empina sobre sus pies mientras se coloca las manos a ambos lados de la boca, a manera de bocina:
-¡Dayáááán, Dayáááán! ¡Oye mi’jo, no te hagas el loco! Contigo mismo es, ¿qué bolá, qué pinga te pasa?
El interpelado, a media cuadra de distancia, se vuelve hacia la muchacha y echa a reír:
-Eh, Carla, ¿se te pegó el picadillo? ¿Yandi no te quita la picazón y te hace falta que yo te arrasque?
-¡Ayyyy, papi, ya quisieras, tú no tienes pa'eso!
El breve diálogo va acompañado de una gestualidad exagerada, procaz.
Dayán se acerca y ambos se saludan con un amigable beso y mucho manoseo. Se integran a un grupo cercano de condiscípulos que parlotean entre sí. Cada tanto, las palabras fuertes vuelan, como los gorriones matinales de los árboles cercanos. Observo atenta el panorama general. El saludo entre estos jóvenes puede ser una nalgada, un beso o una frase gruesa digna de una taberna de bucaneros, dicha con la naturalidad que imprime la costumbre.
Me acerco al grupo y me identifico como reportera. Quiero hacerles unas preguntas rápidas y sencillas antes de que tengan que traspasar la cerca de entrada de la escuela, les aclaro que no necesito nombres, que no los voy a grabar y que no les haré fotos si no lo desean. Algunos se alejan un poco, por si acaso, pero quedan lo suficientemente cerca como para escucharlo todo. Ninguno quiso ser fotografiado.
¿Dónde aprendieron a expresarte así?, ¿sus mayores se lo permiten en casa y los maestros en la escuela?, ¿han crecido en un medio familiar violento?, ¿qué entenderían ustedes como groserías, o malas palabras?, ¿cómo definirían el lenguaje que utilizan?, ¿en alguno de sus libros de literatura o lengua española encuentran ese vocabulario?
Tras algunos titubeos, es el propio Dayán quien rompe el hielo. “Na, mi tía, normal. Todo el mundo habla así y todo el mundo sabe lo que quieren decir esas palabras. En la casa hay que tener cuidado porque los padres se ponen 'muñecones' si uno dice muchas malas palabras, pero ellos sí las dicen como si ná. Los maestros casi nunca se meten. Eso no tiene nada de malo. Mire, en mi casa no hay violencia de esa. A mí nunca me han dado golpes. Bueno, algún pescozón cuando era chiquito y hacía algo malo, pero normal, como a todo el mundo”.
Enseguida los demás se atropellan para decir y opinar, interrumpiéndose unos a otros. Todos coinciden en que lo que pasa es que en “mi época” no se hablaba así porque había mucho atraso, menos libertad, pero “eso era antes”. Decir palabrotas ahora es “normal” (todo un adelanto, diríase). Es verdad que en sus libros no hay ese vocabulario, pero los libros son una cosa y la vida real otra. Lo mismo pasa, por ejemplo, en la televisión. Indago un poco más y descubro que ninguno de ellos se ha leído jamás una novela. Menos aún conocen de poesía. En resumen, la vulgaridad no es tal para ellos, sino que las expresiones más ordinarias son la norma.
El timbre de la escuela avisa que va a empezar el matutino y los muchachos se empujan para entrar mientras ríen divertidos. Yo, obviamente, soy una “temba chea”, una especie de anacronismo pasajero de ese día. Algunos, muy pocos, se despiden de mí antes de darme la espalda y alejarse.
Pero así como no todos los jóvenes son vulgares, tampoco todos los vulgares son jóvenes. La epidemia de grosería, que se ha tornado endémica, no es un fenómeno generacional sino sistémico.
Por la tarde salgo a la avenida cercana y bordeo el portal lateral del Mercado de Carlos III, por la calle Árbol Seco, donde diariamente los taxistas se agrupan para sus cotilleos entre un cliente y otro. En una ventanita de ventas toman café o se compran alguna bebida para refrescar las abusadas gargantas.
A cada momento las groserías salpican las charlas, en especial en las amigables discusiones a toda voz sobre la serie nacional de béisbol o los precios de los automóviles, cuya venta comenzó por el Estado. La adolescencia ha quedado muy atrás entre ellos, muchos peinan canas y otros ya no conservan siquiera canas que peinar.
Le pregunto a un parqueador septuagenario que cubre el área si esos habituales del portal siempre dicen palabrotas tan gruesas o es solo por la emoción del momento. “Eso es normal aquí. Siempre dicen malas palabras, aunque haya cerca mujeres y niños. Ya no hay respeto. Y si les dices algo es peor, así que mejor quédate calladita la boca”. Le aclaro que no pienso decirles nada.
En realidad, si fuera a reprender a todos los que se expresan con groserías tendría que pasar cada día completo regañando y hubiese recibido más de un gaznatón. En Cuba, hoy por hoy, la corrección de las maneras y del lenguaje se consideran una gazmoñería injustificable: impera el aserismo. Pero, ¿cómo y cuándo comenzó todo?
Cierto que siempre han existido personas ordinarias y mal educadas, solo que en la actualidad la grosería ha invadido la sociedad cubana, al punto que ya no es posible sustraerse de ella. A contrapelo del discurso oficial, la vulgaridad -como forma particular de violencia- parece haber llegado para quedarse entre nosotros. Desde las palabrotas más gruesas hasta la impudicia masculinísima de orinar en la vía pública y a plena luz del día, la cotidianidad es cada vez más agresiva.
Si fuésemos a explicar la historia del imperio de la vulgaridad en la Isla, utilizando algunos de los vocablos prosaicos que se han ido incorporando al habla cotidiana en diferentes épocas de estos 55 años, a partir del igualitarismo ramplón impuesto como política de estado, probablemente solo un cubano crecido en este ambiente podría entender algo del léxico. Quizás el recuento podría sintetizarse así, y perdonen los lectores, solo pretendo ilustrar el caso:
En un principio fue un asere, que asaltó un cuartel con un grupo de ecobios, aunque él salió en pira cuando empezó la balacera. Aquello se puso malito y falto’e frío y los que se salvaron fueron pa’l tanque. Pero como eran unos locotes pinguses, al final ellos y otros moninas que se les pegaron por el camino cogieron el mazo aquí, por sus cojones, le dieron el bueno envenena’o a Batista, que era un punto, y ahí empezó la burumba ésta. Se acabaron la fineza y la blandenguería, que aquí todo el mundo es la misma salsa, así que al que le pique que se arrasque, y si no, “tunturuntun”, ¡qué bolá!, ¡y quimba pa’ que suene! ¿Cuál e’?
La generalización del mal hablar y la pérdida de las buenas maneras es ya un rasgo distintivo de la sociedad cubana de estos tiempos, al punto que el propio general-presidente, Castro II, ha manifestado públicamente su alarma por tanta chabacanería. La vulgaridad social, esa suerte de hija bastarda que ahora el régimen se niega a reconocer como propia, ha traspasado los límites del populacho y ha llegado a los umbrales sagrados de sus padres. Y los asusta. ¿Qué tal si un día tanta ordinariez descontrolada se convierte en violencia contra el trono?
Los diligentes pregoneros, por su parte, han respondido de inmediato al silbato del amo. Lenguaje, ¿las buenas formas se fueron de viaje?, es un artículo donde la periodista oficial María Elena Balán Sainz, tras lamentarse de las malas formas del habla y de los modales que rigen actualmente en Cuba, en especial entre los más jóvenes, se adentra en un análisis sobre el origen del español hablado en la Isla y su parentesco léxico con otros países de la región, sobre la teoría evolucionista del lenguaje, su importancia en la comunicación humana y de su cuidado, por lo que insiste en que “aunque aparentemente caiga en saco roto, no podemos dejar la batalla por el uso correcto de nuestra lengua, aunque existan tendencias marcadas en los últimos tiempos al lenguaje popular chabacano, en ocasiones con ingredientes vulgares.”
Ella misma no pudo sustraerse a los lugares comunes que en Cuba hacen de cada cuestión una “batalla” y donde toda “estrategia oficial” naufraga en estériles campañas, aunque hay que reconocer las buenas intenciones de su artículo. Sin embargo, de su texto parece inferirse que la chabacanería y la vulgaridad surgieron súbita y espontáneamente entre nosotros, sin motivo ni razón alguna, con la misma naturalidad que si fuesen hongos sobre heces de animales en un potrero.
Ni una sola vez, Balán Saínz menciona la rusticidad soez de las consignas revolucionarias, las palabrotas de los mítines de repudio, la vulgaridad de agredir y golpear a los que no piensan como indica el credo verde olivo, la grosería estimulada y arropada desde el poder para tratar de anular moralmente al diferente.
Utilizando ahora mis propias palabras para el recuento, diría que en un principio fue la violencia de una revolución social que alcanzó el poder por las armas; que expropió; que expulsó; que sembró las exclusiones por cuestiones políticas, de credo religioso, de preferencias sexuales; que impuso el igualitarismo, condenó las tradiciones, separó a los hijos del hogar de sus padres para adoctrinarlos, fracturó las familias, condenó la prosperidad, secuestró las libertades, sofocó las capacidades creativas y la independencia de los individuos, estandarizó la pobreza, empujó a una emigración infinita que nos asuela y mutila. No puedo imaginar mayor vulgaridad.
Ahora, cuando ya Cuba parece una tierra arrasada, su economía arruinada y los valores extraviados entre las viejas consignas y las constantes decepciones, el régimen se perturba por la grosería y pobreza del lenguaje, que avanzan proporcionalmente con la crisis general del sistema.
Pero en algo tiene razón Balán Sainz, cuando nos recuerda que el léxico es reflejo de la realidad social. A un país empobrecido donde cada día se palpan con mayor acento la frustración, las precariedades de la supervivencia y la tendencia a la violencia, le corresponde un lenguaje pobre, vulgar y violento. Es parte del daño antropológico, tan magistralmente definido por Dagoberto Valdés.
¿Habrá soluciones? Por supuesto, pero tampoco serán espontáneas. Solo el final de la grosera dictadura castrista podría marcar el principio del fin del aserismo en Cuba.
Miriam Celaya
Cubanet, 19 de enero de 2014.
Foto: Uno de los muchos actos de repudio que le han dado a las Damas de Blanco frente a su sede, en la calle Neptuno, Centro Habana. En los linchamientos verbales que desde 1980 lleva a cabo el régimen cubano, toda clase de insultos, improperios, descalificaciones y malas palabras tienen cabida.
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